En marzo de 1941, a bordo del Capitaine Paul-Lemerle, rumbo al exilio, Lévi-Strauss entrega una nota a André Breton en la que pone en cuestión la reflexiones del padre del surrealismo sobre las relaciones entre la obra de arte y el documento, estableciendo una defensa de la espontaneidad a la que el autor de Nadja responde con una densa meditación que es, más que nada, una defensa de la “belleza convulsiva” y de su deseo de encontrar en el arte tanto gozo cuanto conocimiento. Dos figuras capitales de la cultura del siglo XX huyen del horror que comienza en Europa para completar, cada uno a su manera, el “apartamiento del mundo”. A mediados de la década anterior, el primero de ellos había llegado a Sâo Paulo y había conseguido ir más allá de los arrabales donde podría haber jugado, como pretendía Celestin Bouglé, a ser un antropólogo “dominguero” para adentrarse en el Mato Grosso después de hacerse con los servicios de un guía bororo en el poblado de Kejara. El deseo de “seguir lo primitivo hasta el fondo” le llevó a desarrollar una suerte de lógica de calidoscopio que es, al mismo tiempo, una preocupación por lo concreto y un intento de traducir lo real como estructura. La verdad de la historia está en el mito y no a la inversa. El antropólogo fascinado por la lingüística, ese que intenta contribuir a la construcción de una ciencia general de los signos, comenzó a tratar infinidad de cuestiones desde el mito narra el origen de la tempestad entre los bororos hasta el tabú del incesto como sistema de circulación de las mujeres, de los modales de mesa a los mitos del jaguar y el cerdo salvaje asociados a los del origen de la planta del tabaco, de la zarigüeya o el veneno a la suerte desdicha del Tristán wagneriano, del totemismo como sistema hereditario de clasificación y forma de consolidar la integración social al grupo de Klein o la cinta de Moebius como modelos algebraicos o topológicos de la transformación dinámica de la estructura de los mitos. Podríamos pensar que la “correspondencia” con Bretón podría haber intentado aclarar el encuentro de lo heterogéneo, esto es, de un paraguas y una máquina de coser sobre una mesa de disección.
En el fondo, Lévi-Strauss venía del mismo sitio que los surrealistas: del encontronazo de la tradición simbolista con el inconsciente freudiano, del golpe de dados mallarmeano con el la mirada inquietante de la máscara del Otro. Acaso lo que les unía era también la pasión metafórica y la confianza en que el único depósito de la esperanza estaba en el arte. “Vistas a escala de milenios –escribe en el último párrafo de Mirar, escuchar, leer-, las pasiones humanas se confunden. El tiempo no añade ni quita a los amores y odios experimentados por los hombres, a sus compromisos, a sus luchas y a sus esperanzas: tanto antaño como hoy, siempre son los mismos. Suprimir al azar diez o veinte siglos de historia no afectaría de manera sensible a nuestro conocimiento de la naturaleza humana. La única pérdida irreparable sería la de las obras de arte que esos siglos vieron nacer”. La diferencia entre los hombres está marcada por las obras de arte que encauzan la expresión del psiquismo inconsciente. El arte procede a partir de un conjunto (objeto+acontecimiento) y se lanza al descubrimiento de una estructura; el mito parte de una estructura, por medio de la cual emprende la construcción de un conjunto.
Pascal daba en el blanco al exclamar “Qué vanidad la de la pintura que atrae la admiración por el parecido de cosas suyos originales no admiramos”. No podemos negar el poderío del trompe-l`oeil en la pintura. Lévi-Strauss convierte a Marcel Duchamp en un secreto vindicador de los placeres del parecido porque, finalmente, claudicó de sus provocadores ready-mades y del despojamiento hermético de La Marièe mise à nu para trabajar durante los últimos años de su vida en un diorama para voyeuristas, ese Etant Donnes que es la apoteosis de lo hiperreal. Si la fotografía capta la ocasión o lo instantáneo, el trompe-l`oeil atrapa lo que no se ve, eso fugitivo que se verá para siempre. Con mucha razón Poussin se jactaba de no haber “descuidado” nada de la misma forma que Delacroix, entregado a la imitación de las rocas, los troncos de árboles con una precisión fascinante. Ese placer de los detalles que también encontramos en la sensibilidad lujosa de Ingres o en los acordes musicales de Rameau son, para Lévi-Strauss, antecedentes artísticos del análisis estructural. No es precisamente el autor de Tristes trópicos un seguidor del arte contemporáneo, antes al contrario, comparte con Edgard Wind la impresión de que si cuatro o cinco exposiciones de artitas incompatibles son recibidas con tanto interés y apreciación, está claro que se debe a que el público no solo carece de juicio crítico sino que se ha producido una atrofia progresiva de los órganos receptivos. En plena época de la indiferencia habría triunfado sobre el tema el puro formalismo y así lo figurativo habría terminado por ser casi anulado en benefició de aquello que significa, lisa y llanamente, el naufragio: la abstracción. Al antropólogo le asiste además su adorado Rousseau que, en un pasaje, habría caricaturizado de forma premonitoria la pintura no figurativa que se consumaría a partir del impresionismo. Todo se va al traste si los cuadros dejan de contar, por lo menos, una historia como hacía Poussin en un cuadro que no está elegido por Lévi-Strauss al azar: El maná. Ahí estaría la expresión de la miseria y el hambre a la que se ve reducido el pueblo judío y también el gozo que experimenta con un don inexplicable, sin posible reciprocidad (algo que fue crucial en las meditaciones de Marcel Mauss). “El objeto bello –apunta en Mirar, escuchar, leer- rompe o debilita las relaciones simples que unen entre sí los objetos de la experiencia ordinaria y a los cuales, en calidad de objeto entre otros, se halla el mismo unido. Se toma conocimiento de este efecto se le asiste, separando el objeto artístico”. Esto está ejemplificado en la recomendación de Poussin de que adornaran el citado cuadro del maná con un bello marco para que la mirada no se dispersara sino que pudiera concentrarse en ese objeto absoluto.
El maná, esa fuerza misteriosa y extraordinaria (identificada también como un significado flotante), no cae todos los días. Tenemos que aprender a proceder como el bricoleur, con restos de cosas, algunas de ellas sumamente extrañas, sacando partido de lo que denomina “pensamiento salvaje”. El sentido de un mito es otro mito, un sistema en proliferación constante que se comunica por medio de los hombres sin que estos lo sepan. No se trata de la astucia de la razón hegeliana sino de un singular desprendimiento o, como apunta Octavio Paz en Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, un des-conocimiento que paradójicamente permite regresar al “contrato social” rousseauniano, esto es, a la idea de que la sociedad se funda no en la coerción sino en el mutuo consentimiento. Puede que el arte nos oriente hacia “leyes escondidas”, como pretendía Max Ernst, un artista que el antropólogo atento a la entropía veía como alguien entregado a una tarea análoga a las suya por ejemplo cuando preconizaba “la comparación de dos (o varios) elementos de naturaleza aparentemente opuesta en un plano de naturaleza opuesta a la suya”. Oposición y correlación, lógica binaria, “hallazgos no falsificados” y metáfora invertidas; como aquella que se producía sobre una mesa de disección. En el borde de la civilización, a bordo y con la “mirada distante”, se experimenta “el júbilo de toda metamorfosis conseguida”. Tenía toda la razón Lévi-Strauss cuando pensaba que lo bueno para comer puede ser, con más sentido, bueno para pensar.
– Fernando Castro Flórez
Originalmente en Contubernio Canibal