El escritor Julian Barnes vendrá a Cartagena a participar en dos conversaciones del Hay Festival. Hablará sobre Gustave Flaubert y sobre su última novela, El sentido de un final. Ambas charlas son prometedoras para el que tenga interés en leer y escribir: Barnes es agudo y lo que dice, y cómo lo dice, revela una profunda comprensión del arte de la escritura. Estos diálogos le vendrían bien a la parroquia del mundo del arte donde abundan los escribidores pero son pocos los escritores.
La escritura sobre arte es un género secuestrado en dos estrados judiciales. Uno, el de la Corte Suprema de la Academia, donde historiadores, sociólogos y teóricos confeccionan volúmenes cifrados que serán leídos únicamente por otros académicos, una cofradía cancilleresca que evade las suertes riesgosas de la subjetividad y la interpretación en aras de objetividad, verificación y autoperpetuación (“publique o perezca” es un lema tácito en las universidades). El otro tribunal es el del publireportaje, ahí, curadores y uno que otro escribidor producen por encargo ripios elogiosos y parrafadas predecibles destinadas a comunicados de prensa, catálogos y libros. En ambas instancias lo ganado en disciplina y prestigio es perdido para el arte de narrar e interpretar. En vez de tomar lo mejor de los dos estrados —el análisis complejo de lo académico y la claridad del “qué, cuando y cómo” del periodismo— se toma lo peor de cada uno: la frigidez ilustrada y el infomercial.
“Devolvamos a nuestros ojos la ignorancia”, es una de las tantas frases que resuenan en la cabeza luego de sumergirse en la lectura del capítulo quinto del libro Una historia del mundo en diez capítulos y medio de Julian Barnes. Esta pieza de escritura habla de arte a partir de una obra: Escena de naufragio. La pintura de Gericault que partió del incidente real del encallamiento de La Medusa, un velero de una expedición francesa al Senegal, en 1816, y el destino posterior de 50 tripulantes en una balsa, abandonados a mar abierto por 13 días hasta que 15 de ellos fueron rescatados.
Barnes divide su texto en dos partes. La primera es una crónica detallada de los hechos: la balsa, las castas, la precariedad, las pugnas, la sinrazón, el canibalismo, los avistamientos y el rescate. Una narración vívida donde el escritor contrasta el toma y dame entre la Naturaleza y la voluntad humana. Al final de este recuento, Barnes parece naufragar entre la razón y la imaginación y filtra un par de datos ambiguos, un recurso que pondrá al lector en guardia y en la disposición para pasar a la segunda parte y recibir de entrada una pregunta irónica a rajatabla: “¿Cómo se puede transformar la catástrofe en arte?”.
Barnes, con el mismo desorden sublime del pasado y un claro entendimiento del siempre en el ahora, logra darle una vuelta de tuerca a la cuestión: “No es que simplemente imaginemos los padecimientos en aquella embarcación fatal; no es que simplemente nos convirtamos en los sufridores. Ellos se convierten en nosotros […] ¿Cuán raramente encuentran nuestras emociones el objeto que parecen merecer? […] Todos estamos perdidos en el mar, zarandeamos entre la esperanza y la desesperación, llamando a algo que tal vez nunca venga a rescatarnos. La catástrofe se ha convertido en arte; pero este no es un proceso reductor. Libera, engrandece, explica. La catástrofe se ha convertido en arte; eso es, después de todo, para lo que sirve”.
¿En qué momento la escritura desde el arte dejó su ascendente literario y pasó a ser academicismo o publicidad? Autores como Barnes muestran un espacio olvidado que merece ser recobrado, su crítica está a la altura de las obras, a la altura de las catástrofes.
(Publicado en Revista Arcadia #88)