Cuando despertó, el Senador Gerleín todavía estaba allí.
El político lleva más de 40 años apoltronado en el Congreso de la República de Colombia, donde engendra leyes y micos como buen “padre de la Patria”.
Hace poco Gerlein, en su fofa majestad, se despachó contra el proyecto de ley sobre los matrimonios entre personas del mismo sexo: “¡Qué horror un catre compartido por dos varones! A mi nunca me ha preocupado mucho un catre compartido por dos mujeres, porque ese homosexualismo es un sexo inane, sin trascendencia, sin importancia. Pero compartido por dos varones, ¡ese es un sexo sucio, asqueroso, un sexo que merece repudio, un sexo excremental!”.
La apología del lecho aséptico resonó con fuerza, generó protestas y hasta un performance de proselitismo frente al capitolio: “¡Me gustan las peras, me gustan las manzanas y me voy al catre con quien me da la gana!», coreaban unos mientras parejas del mismo sexo se entregaban a una “besatón”.
Este país, como tantos otros, se debate entre mantener los contratos antiguos firmados en la parroquia de Familia, Tradición y Propiedad, o aceptar el devenir libertario que caracteriza a una sociedad cosmopolita.
“Yo soy de quienes consideran que el proyecto sobre matrimonio de las parejas gay está impulsado por lo que yo llamaría la nueva sociedad hedonística y coitocéntrica”, dijo el docto godo, y sentó cátedra: “Si la sociedad estuviera conformada en su mayoría por homosexuales esto sería árido […] son estériles como lo dice la biblia, y un sexo estéril, una unión estéril, un compartir estéril no es cosa que nos entusiasme a los conservadores […] es una manera fúnebre de vivir […] este tipo de matrimonios al terminar en la nada, también terminan en la muerte.”
Pero cuando la cultura va, el arte ya ha ido y vuelto, poco importa si es cultura occidental, apostólica y romana, o cultura gay, queer y LGTBI. El arte, más allá de la propaganda y del proselitismo, es una contingencia creativa que supera la moralina y el activismo de su época.
Si hoy en día se discute sobre la posibilidad legal del “matrimonio gay”, entre 1995 y 1998 ya se había oficiado en Colombia un maridaje artístico de alcances moderados pero rotundo en su negación a ser regulado por lo establecido, una unión de dos artistas sin ansiedades de registrar su enlace ante las notarias del arte.
Los frutos de esta fecunda relación son el tema de Master/Copy, la exposición de Juan Mejía y Wilson Díaz, curada por Guillermo Vanegas para la sala de exposiciones del Centro Colombo Americano de Bogotá. Este es un jovial paseo por lo que hicieron los precursores del precursor del collage, del jairopinillismo en el video casero, de la instalación frugal atrapabobos, del very good bad pop painting, del provincialismo capitalino, del pasquinísmo glocal, de la clonación de la crítica, de la escolarización de la alta cultura, del travestismo estilístico, del pugilato amoroso. Ellos son nuestros Gilbert & George, nuestros Beavis & Butt-Head, los Emeterio y Felipe de la plástica.
“La única diferencia entre un santo y un pecador es que el santo tiene pasado y el pecador, futuro”, decía Oscar Wilde. Tras su divorcio Juan y Wilson continúan ejerciendo por separado, cultivan y florecen en el más alto bajo perfil que alcanzan los artistas emancipados de la Patria. Mientras tanto Gerlein exhibe los 101.514 votos que lo llevaron al Congreso y señala: “la comunidad LGTBI no tiene tantos electores en Colombia como creen mis amigos progresistas”. La fertilidad de la representación artística contrasta con la esterilidad de la representación política.
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(Publicado en Revista Arcadia #87)