En la entrevista que se publica en el catálogo de la muestra que actualmente presenta el Museo de Arte del Banco de la República, Wolfgang Tillmans llama la atención sobre el hecho de que se acepta mejor la imagen de dos hombres dándose golpes que besándose. Él hace fotografías. Miles. En la exposición predomina un montaje no lineal. Ofrece puntos de vista poniendo imágenes a diferentes alturas. Y en el grupo de trabajos reunidos se destaca un componente que aparece de múltiples maneras: el “momento decisivo” latente en la imagen de cualquier cosa que le rodea. Por esa razón, su llamado contra la homofobia salvaje de tanta persona que exuda ética no sólo es un comentario sobre lo mal que van las cosas, sino más bien un rescate de los efectos que produce la mirada. Sobre todo en términos de economía libidinal.
Su procedimiento es el de utilizar la mirada como material de producción. Ante la pregunta “¿qué genera la dupla significante ver-testificar, mirar-decir?”, como buen lacaniano -ni idea si él es lacaniano-, podría responder, “eso que veo en el entorno donde me muevo, me mira y me fastidia profundamente la existencia, lo mejor será retratarlo.” Deja en claro que no opta por el silencio. Habla mucho. Fotografía mucho. Y destaca que el estado de una sociedad puede medirse en la manera como se relaciona con la sexualidad. El mejor Freud-style. ¡Psicoanálisis a rebosar para todas y todos!
Entonces, extiende su tratamiento del tema tratando de capturar la luz de todo objeto capaz de reflejar luz. Y por esa vía nos recuerda que mantenemos un estado de afectividad latente hacia las cosas que poseemos (y dejamos que nos posean). No sólo se trata de la indignación conservadurista del activista promedio de los derechos de la familia, sino de volverse materialista histórico. En otras palabras, no sólo es el enojo por ver hombres dándose cariño, sino de cómo todo puede sexualizarse para darle cariño.
Cuestionar el efecto de los intercambios económicos a través de las relaciones humano-cositas sirve aquí para entender mejor por qué mucha gente se deprime al saber que alguien perdió dinero en un proceso de especulación, por decir cualquier cosa. La falta de objetos pone tristes a las personas. Las imágenes de objetos brindan una forma de alivio. Las personas nos relacionamos mejor con nuestras posesioncitas que con los demás. El problema no es constatar que mantenemos complicadas relaciones con el nivel de vida que nos otorgamos a cada momento. Quejarnos por tener poco o establecer conversaciones respecto a aquello que vamos a adquirir sólo es un síntoma de esa compulsión. El problema está en negarnos a inventariar nuestro fracaso material, para dejar de insistir.
Una manera de explorar esa situación se presenta en el montaje que hay en la exhibición. Se propone una lectura que repite la retórica de los anaqueles de almacenes para enseñar a atender. “¡Mire!”, pareciera reclamar el alemán. Y nos ofrece de todo: fotografías que se presentan como fotografías (impresiones sobre papel no enmarcadas), fotografías que se presentan como pintura tipo Vitamin P (papeles encerrados en cajas de acrílico), fotografías que hablan de asesinatos rituales (recortes de noticias de prensa), fotografías de naturalezas muertas, fotografías que aspiran a ser pintura abstracta. Variedad. Pero virtual. Cuando salgamos de la muestra no poseeremos nada, apenas unos recuerdos que perderemos con las neuronas que ahogemos en nuestra siguiente borrachera. Terrible. (Amiguitos, no beban).
El olvido es una de las formas más efectivas de alienación. Ver fotos de cosas que recordábamos es un acto cruel. Algo así como la nostalgia de la impresión sin la posibilidad de la interpretación. Entonces hay que volver a la exposición. Ingresar y no seguir un recorrido pegados a las paredes, sino yendo directamente hacia esas escenas que más nos gustan. Se trata de poseer la mayor cantidad de imágenes en el menor tiempo posible. Quizá no podamos hacerlo después.
Hace mucho tiempo, en la época lejana de los mandarines, antes de que todos nos convirtiéramos en simuladores de intelectuales orgánicos, Theodor Adorno & Co. comenzaron a fastidiarnos la existencia señalando lo infelices que éramos cuando éramos felices. Obvio, y que actuábamos permanentemente nuestras emociones. Que no sentíamos como parte de un acto natural, sino como un proceso mediado-motivado-ajustado por dispositivos culturales. Emociones artificiales: ¿No nos permitimos llorar a placer en la oscuridad de un cine? ¿No nos avergonzamos cuando alguien nos pregunta después por qué tenemos los ojos hinchados? No nos permitimos existir como cositas dañadas. Intentamos estar siempre relucientes. Para nada frágiles o ingenuos. Siempre sagaces y poderosos. Irónicos, como un juguete nuevo y costoso. De hecho, cuando uno regresa a esa muestra, le apunta a ver qué le sirve más. ¿La nuca de un hombre con una oreja cortada? ¿Una pareja joven subida a un árbol? ¿Un desorden de cosas en un espacio interior? ¿Un hombre joven mirando/saludando a un venado? (¿Hay venados?) Porque lo mejor de esa reunión de imágenes es que el artista desaparece y no se regodea en lo brillante que es escogiendo momentos decisivos que sólo sirven para posponer el llanto. Quizá allí resida la aceptación que ha logrado entre su nutrido club de fanáticos. Aunque, bueno, esos mismos fanáticos acríticos -como yo-, no solemos aceptarle sus experimentaciones abstractas. ¿Y? Nos vamos a un centro comercial y ya está.
–Guillermo Vanegas