Me ha dolido mucho la muerte de Juan Gallo porque aunque nuestra amistad duró poco, debido a su prematura muerte, nuestra relación profesional fue intensa. De hecho entre 2007 y 2008 él, su viuda Gloria Saldarriaga y yo mismo, colaboramos activamente en la realización de Documentos de la amnesia, la gran exposición de Óscar Muñoz inaugurada en octubre del año pasado en la MEIAC de Badajoz, en España. Pero mas allá del plano puramente profesional está el afectivo: Juan era – como suele decirse entre nosotros – un hombre querido, de esos que quieren y te invitan naturalmente a quererlos y yo – lo confieso – a poco de conocerle empecé a quererle. Y al afecto sumé pronto la admiración por su principal obra, la galería Alcuadrado, esa galería ubicua que junto con Gloria puso en marcha en el 2003 al servicio de una estrategia francamente innovadora en el ámbito de las instituciones artísticas. Iniciado en el mundo del arte en Londres y en una coyuntura marcada por el éxito de las agresivas tácticas de invasión del mundo del arte de Charles Saatchi- el cerebro de la campaña publicitaria que tanto contribuyó a la demolición del partido laborista y al triunfo de Margaret Tatcher – Juan supo advertir tempranamente que el mundo del arte ya no sería el mismo después de las victorias clamorosas Saatchi encarnadas en el copamiento de la escena artística británica por el Young British Art y en el ascenso al estrellato mediático de Damian Hirst, el principal artífice de este último.
La galería White Cube y – en general – el desplazamiento de las galerías dedicadas al arte mas cutting edge hacia el proletario East End de la capital británica no fueron, sin embargo, su fuente primera de inspiración. Juan y Gloria aprendieron mas, en realidad, de la operación de gentrificación de los antiguos docks que, aunque situados tan cerca de la City eran rehuidos por los inversionistas porque arrastraban la mala fama que castigaba tanto a las instalaciones portuarias como a los barrios aledaños. Esa operación pasó en Londres por la mismas etapas que antes había pasado el Lower Manhattan donde la gentrificacion del East Side y de Tribeca primero y de Chelsea después, pasó por el desembarco de los artistas jóvenes, imaginativos y sin recursos ni galería de arte que se hiciera cargo de ellos en los lofts, en los talleres y los almacenes abandonados. Allí, en esos lugares y en esas fechas, fue cuando surgió el concepto de espacio alternativo de arte. Y si absolutamente es cierto que la audacia y la imaginación de esos artistas se convirtió muy pronto en grandes beneficios contantes y sonantes para los tiburones de la especulación urbana que llegaron tras ellos, no lo es menos cierto que Juan dedujo de esa experiencia la posibilidad de ser un agente y un representante de los artistas sin necesidad de que para serlo tuviera que tener abierta una galería. Por lo menos en el sentido convencional del término: aparato administrativo, instalaciones fijas, espacios expositivos sujetos al modelo impoluto del White Cube. Él renovó, incluso, el concepto mismo de exposición, convirtiendo a esta última no en un episodio recoleto y protocolario sino en una intervención decidida de un grupo de artistas en una espacio público, normalmente herido de muerte por la incuria administrativa, por la especulación urbana o simplemente por los desplazamientos propios de la geografía urbana y cargado, también , de memoria. De memoria del lugar, como suele decirse. Durante los 7 años de vida la galería Alcuadrado Juan y Gloria promovieron la realización de un total de 16 proyectos en los que participó en cada ocasión un grupo de los artistas de su preferencia. Pero hoy, cuando debo dejar constancia del dolor que me causa la muerte de Juan Gallo, quiero recordar apenas dos. El primero es el que se realizó en el vestíbulo enorme y fantasmal del rascacielos que diseño el arquitecto Fernando Martínez Sanabria para la Caja de compensación de la Policía Nacional y que Miguel Ángel Rojas ocupó con fotos enormes de un joven soldado desnudo y con una pierna amputada por una bomba antipersonal. El otro proyecto se tituló Sin remedio y consistió en la intervención en la sede abandonada de la Clínica de Santa Rosa de un grupo de artistas entre los que figuraban, aparte de Rojas, Francois Bucher, Antonio Baraya, Wilfredo Prieto, Juan Fernando Herrán… Y desde luego,Maria Elvira Escallón, que pinto íntegramente de rojo el cubo de una escalera de esta clínica abandonada de la mano de Dios e intercaló en las paredes del mismo citas extraídas de La Vorágine, la extraordinaria novela de José Eustacio Rivera, tan actual, tan reveladora. Pocas obras del arte reciente me han resultado más sabias y más conmovedoras.
Por logros como este tendríamos que recordar todos a Juan y agradecerle duraderamente que las haya hecho posibles.
Paz en su sepultura.
Carlos Jiménez