Me permito presentar a Esfera copia de una carta dirigida a los/as organizadores/as del Salón de «la» Justicia:
Apreciados señores, señoras:
Hay que celebrar que el arte aparezca hoy con una ubicuidad mayor que la imaginada en un Dios. Basta abrir el periódico El Tiempo del día 19 de noviembre para certificarlo. Mockus propone «hacer de Colombia una obra de arte». «Arte al alcance de todos en el Hotel Dann norte». «Relevo en el arte nacional», titula Lecturas Dominicales.
A esta ubicuidad abonan también proyectos como Señales de Humo y la convocatoria de un Salón de la Justicia ³fallada² hace poco por la organización Derechos Humanos y Educación Activista (DHEA). En relación a esta última, uno esperaría que la sensibilidad por los Derechos Humanos se manifestara no solamente en los motivos de la convocatoria, sino en los procedimientos de la selección. Decepción abrumadora. Aquí se sigue la misma lógica de fallos inapelables, no justificados y sin ningún saldo pedagógico. Vino nuevo en odres viejos.
Se critica a la democracia liberal clásica, pero al menos ésta nos enseñó que cualquier fallo de un juez ha de justificarse en derecho, explicarse de modo público y en todo caso ser susceptible de apelación. Hasta instituciones como las financieras y los medios de prensa, entre otras muchas, introdujeron la idea de un defensor del cliente, del lector o de quien sea, precisamente porque se sabe que cualquier sentencia es falible y que la justicia puede ser terriblemente injusta. Qué falta nos haría erigir en cada concurso defensores del artista. Nada más temible que juzgar y uno esperaría que en el arte, siendo algo tan sensible, tan variable, tan determinable por pautas de gusto, instaurara mecanismos idóneos para mantener una actitud de autocrítica en relación a los fallos, distinta a esas dictaduras de capillas que tanto se critican en nuestras tradiciones museológicas.
Pero cuando una propuesta que une Derechos Humanos y Arte no muestra en su veredicto ni juicio, ni razón, ni saldo pedagógico uno se pregunta: ¿qué pasa, por dios, qué pasa con tamaña esquizofrenia entre nuestras retóricas y nuestros actos?
Gabriel Restrepo