Juan David Laserna, Biblia Pauperum. Galería La Central. Bogotá, junio 28-agosto 10. Fotografía: Camilo Monsalve.
El crítico de diseño Michael Bierut se preguntaba en abril de 2012, si “aun importa el diseño gráfico político en la era de las redes sociales” indicando enfáticamente que sí. Luego, veía que las cosas no estaban saliendo bien. Lamentaba que durante 2012 la proyección visual del movimiento Ocuppy de Nueva York, cayera en la reiteración de un “diseño gráfico convencional”, con lo que se terminó construyendo una “vía ineficaz para señalar cualquier punto, ni qué decir para crear o alimentar algún tipo de movilización”. Mal. Muy. Puesto que por ese camino la cooptación terminaría por ser la única salida. Mal, en serio. Aunque.
¿Qué decir de este fenómeno en el campo artístico? ¿Qué decir de ello en el local? Si se contabiliza el número de muestras que últimamente han estado orbitando alrededor de las formas de representación de la revolución -por lo menos en Bogotá-, puede notarse la existencia de revisiones historiográficas junto a un amplio número de exhibiciones de artistas y diseñadores concentrados en afirmar, con muchísima razón, que “el fin está cerca”, “no hay futuro” y “esto debe cambiar”. Ante esta proliferación se empiezan a percibir voces de desaliento que ven allí la adopción de unas formas de catequización de corto alcance (si “el fin está cerca”, hay que ilustrarlo; si “no hay futuro”, hay que ilustrarlo; y si “esto debe cambiar”, lo mismo.) ¿No se puede ironizar al respecto? Por lo menos las revisiones ofrecen un inventario de elementos para cuestionar. Lo otro, lo hace menos: pocas veces se ríe de sí mismo. Ya es un lenguaje convencional.
Las piezas que presenta Juan David Laserna en su más reciente exposición tratan con este asunto, poniéndolo frente a quienes realmente están menos interesados en que triunfe ningún movimiento reivindicatorio. En breve, ningún coleccionista afianzado dejará que una turba arrase con el fruto de sus esfuerzos, conocimiento y amateurismo. ¿O sí? ¿Existe? ¿Dónde? Allí reside el poder de los objetos que exhibe: deja que los apreciemos en nuestro rol de espectadores que no pagamos boleta de ingreso para que luego los extrañemos, pues finalmente están en posibilidad de acceder a alguna colección (son obras que están a la venta, ¿no?), y su circulación se verá restringida. Pareciera asentir con un enfático sí al momento de preguntarse por el destino final de tanta propuesta de movilización visual, la suya incluida,: ¿dónde van a terminar las imágenes -y los sueños- de una revolución cuando ésta triunfa -o cuando pierde, que es lo mismo-?
Por esta vía van sus tallas de frases tomadas de grafitis revolucionarios sobre placas de icopor, o su stencil en tinta roja, o las páginas de revista lijadas. Las primeras, por ejemplo, hacen parte de un cuidadoso esfuerzo por construir cada uno de los textos que aparecen sobre ellas, tras haberlas traducido del latín. Y en esta decisión queda claro que para él, lo único que podemos hacer los observadores de toda manifestación visual antisistémica es ponernos a reconfigurar el sentido que pretenden darle a sus expresiones aquellos grupos que intentan triunfar desde la insurgencia. Como Laserna, cuando vemos un grafiti político en la calle y nos identificamos o no con él, lo único que podemos hacer es leer sus palabras como si estuvieran escritas “en una lengua muerta para maquillarlas como algo sagrado”. Es decir, como algo que hoy nos dice muy poco.
Y es que actualmente las revistas que nos forman la opinión, los libros que construyen nuestro criterio, las series televisivas que nos convencen de que el mundo es así, los mensajes electrónicos que nos muestran que ciertas cosas funcionan parecido, tratan que les creamos. Nada más. Y se esfuerzan, pero desgraciadamente no cuentan con nuestro saludable déficit de atención. Por fortuna olvidamos cada una de las cosas que nos dicen y el valor que nos enseñan que debemos adjudicarles. Por eso mismo, suena terrible cuando un sujeto semi-ilustrado (porque hizo estudios universitarios, porque escucha programas de opinión, porque medio-lee), se queja de la falta de crítica del resto de la humanidad, al suponerla como una audiencia que, por ejemplo, cree a pie juntillas en las afirmaciones de un grupito ahí de políticos inquietos. ¿Acaso, no se puede ironizar al respecto? De hecho, en esa clase de prejuicios lo que sobresale es una notoria fuerza -reprimida- por intervenir en la vida de los demás, por hacer lo mismo que motiva su molestia. Lamentablemente, la retórica de la revolución suele tomarse demasiado en serio, tanto que luego produce unos monstruos dignos de nuestros más elevados insultos.
Es posible encontrar alentadores de la producción visual pro-revolucionaria demasiado molestos por ver que la situación no cambia, que no han logrado influir en las actitudes políticas de sus congéneres. Es posible verlos despotricar contra quienes creen que han terminado por entregarse al enemigo (cualquiera) que hubieran identificado. Eso está bien. Odiar suele servirle a algunas personas, da motivos en la vida. Sin embargo, también es posible notar que hay una tremenda falta de sentido cuando esos mismos odiadores deciden desajustar su postura y se acercan a quienes fastidiaron en el pasado para juntárseles y compartir con ellos lo mejor que tienen. Esos momentos, cuando es posible notarlos, son los mejores. No tienen precio.
En realidad, los odiadores solemos mantenernos en ese estado de esquizofrenia. Unas veces miramos mal, otras pedimos favores. Nos hace tanta falta notar que hacemos parte de esos factores sociales que hacen que los demás se diviertan (mientras comprenden que también odian y también tendrán que repetir el mismo gesto de arrepentimiento y ser objeto de burla, etc.), y divertirnos luego con eso. Creemos que el problema del arte que anuncia o celebra una revolución es no hacer parte de la misma ironía (casi como una obligación). Pero al final tratamos de ahorrar, para poder pagar aquella obra que nos represente como odiadores-de-alguna-lucha-de-clase-orgullosos-de-habernos-integrado. Es decir, cuando hacemos ese esfuerzo empezamos a entender que por allí comienza nuestra sinceridad. No tanto por reiterar axiomas sobre un levantamiento que jamás sucederá -por pereza-, como por darnos cuenta que la desgracia de la utopía es cesar de creer en que es una ficción y nada más. Y que cuando se toma en sentido literal es el anuncio de la desgracia. No ilustrada, además.
–Guillermo Vanegas