En los últimos días ha saltado a la prensa la noticia de que Shibbolet, la obra de la colombiana Doris Salcedo en la Sala de Turbinas de la Tate Modern, ha provocado ya más de diez heridos, algunos de los cuales han demandado al museo. La obra consiste en una serie de grietas en el suelo de la galería. Unas grietas que dan la sensación de que algo terrible está a punto de ocurrir. Pues bien, como una profecía, lo terrible, en efecto, está sucediendo, pero en lugar de un gran cataclismo, el desastre es que la gente se tuerce los tobillos al caerse en las grietas. Y esto es así hasta el punto de que la Tate ha tenido que llenar la sala de carteles que alertan de la peligrosidad de la obra, advirtiendo al espectador que pise con cuidado y que no deje a los niños sin vigilancia.
Todo esto, que puede resultar hasta cierto punto divertido, me ha hecho reflexionar acerca de la equivocada idea de que el arte es algo bueno e inofensivo. A veces llevamos a los niños a los museos creyendo que allí se encuentra la panacea de la cultura, y no somos conscientes de que, tamizados por la pátina del tiempo, en el museo hay crímenes, señoras desnudas, tiranos, actos de dominación… es decir, lo peor de lo peor. El museo, el arte en general, aparte de enseñarnos la belleza del mundo, contribuye también a la perpetuación de estructuras de dominación y exclusión, de prejuicios y falsas creencias. El arte es peligroso. Siempre lo ha sido. Lo único que ocurre es que a veces nos olvidamos de ello. No sería, por tanto, descabellado pensar que, en el fondo, la célebre grieta de la Tate enseña que el arte puede provocar heridas, que una obra terrible nos puede agriar el día. Quizá vaya siendo hora de que en la entrada de todas las instituciones artísticas pongan un cartel con una advertencia. “Peligro: Arte”.
Miguel A. Hernández (No ha lugar)