Puño

El Puño invisible vale la pena porque si uno olvida que el hombre parece estar redactando la introducción del ultimo libro de aquel a quien seleccionó y prologó en el pasado, el nivel de información que brinda en esa enorme parte inicial es tremendo. Sobre todo porque intenta reunir cada una de las variantes del arte contemporáneo desde la primera década del siglo XX, y permite que nos hagamos cierta idea respecto a la complejidad de aquel sangriento periodo.

Carlos Granés, El Puño Invisible. Taurus, 2011. Parte de la portada del libro (recuerden, si copian una imagen completa les pueden fastidiar la vida), tomada de Radio Francia Internacional

Uno de los detalles que han despertado mayor interés en las series estadounidenses de comienzos de siglo son sus reconstrucciones de hechos con efectos sociales a largo plazo. Y la cuestión reside para algunos en tratar de poner imágenes a un suceso traumático que incidió en sus vidas: proyección.

Con este ensayo parece suceder lo mismo, pero a nivel macro. Así como la muerte de un presidente joven desató el divorcio de una pareja que medio-se-llevaba bien en una novela aun sin terminar, Carlos Granés quiere que entendamos que somos víctimas de una conspiración cultural a nivel global, cuyas garras tienen forma de arte contemporáneo. Esto es lo que lo hace realmente atractivo y aburrido: su catequesis. Eso y que su autor redacte cada capítulo con la agilidad de un artículo de Letras Libres.

Cada quien tiene derecho a escribir bien. Granés lo hace, gana premios y trata de convencer. Se esfuerza bastante y se cansa. El colombiano “asistente de dirección de la Cátedra Vargas Llosa”, aprovecha la oportunidad que le dio la historia de que hubieran estado en la misma ciudad, antes de la revolución de octubre, Hugo Ball y Vladimir Lenin, para contraponer dos perspectivas sobre los principios vanguardistas que terminaron por destruir toda esperanza de continuidad de la “Alta Cultura”. Su tono es parecidísimo al de ese Greenberg de 1939. O al del Vargas Llosa de ahora. Sobre todo en la segunda parte llamada, como no, “Segundo Tiempo”, que es más bien parecida a este post: completamente descartable.

Pero la primera parte no. A la oposición Ball-Lenin, el autor añade otra más universal -o menos problemática, sobre todo porque surge de ese filón ahistórico que es la Grecia antigua y le evita las justificaciones anticomunistas cada vez que nombre al dirigente Bolchevique-, entre Pirrón El Escéptico y Diógenes El Cínico. Y haciendo un amplio uso de los pares antitéticos cuenta cómo se instauró la noción de cambio en la cultura europea y estadounidense (salpicando con referencias a lo que sucedía en el resto del mundo -miren cuándo dice “Cali”, por qué y para descalificar qué (pg. 406-), a través de la metáfora de “un puño invisible [que] había echado por tierra ciertos valores y determinados marcos que antes encuadraban y regulaban las vidas de los individuos”.

Como su objetivo fácil es la estupidez fácil del arte contemporáneo más mediatizado (¿por qué será que habla sólo de lo que los medios informativos hablan?), recurre a los mismos terrenos que han visitado tantos y tantos enemigos suyos en cada época: atacando su fijación con el poder y el dinero, su instrumentalización en la industria cultural, su falta de criterio al momento de vender su alma, su falsa modestia, su pésima utilización de la ironía, su incapacidad para la incredulidad, su veleidad con la corrupción económica, su complicidad con las empresas explotadoras de recursos naturales y así hasta nunca acabar el bucle.

Pero a pesar de eso, El Puño invisible vale la pena porque si uno olvida que el hombre parece estar redactando la introducción del ultimo libro de aquel a quien seleccionó y prologó en el pasado, el  nivel de información que brinda en esa enorme parte inicial es tremendo. Sobre todo porque intenta reunir cada una de las variantes del arte contemporáneo desde la primera década del siglo XX, y permite que nos hagamos cierta idea respecto a la complejidad de aquel sangriento periodo.

Sin embargo, aquí se nota cuando habla de un tema ya canonizado. Al referirse al arte que era contemporáneo en las décadas de 1910, 1920, 1930, etc., es indulgente y equilibrado, valioso en su reflexión. Es decir, con un toque de humor y un excelente manejo de la anécdota, no deja de recordarnos que los más anarquistas entre los artistas respetaban ciertos convencionalismos (es decir, además del de seguir esa tendencia ideológica); que una discusión sobre boñiga (así escribe él) y orinales permitió que La Fuente de Duchamp llegará hasta donde llegó; que eso haya sido una paradoja (“el artista que acabó aburriéndose del arte resultó ser a la larga más influyente que Picasso”); que (Bürger dixit) la recuperación neovanguardista fue “más neo que dadá” (ja, ja, ja). En fin. Por eso, y por olvidarse de analizar algunas vertientes artísticas más allá del entorno preestablecido, el libro sirve como material de consulta. Amigos estudiantes de historia del arte del siglo XX, pueden iniciar por aquí, hay poca teoría.

Capítulo aparte merecen sus menciones sobre Debord, la recuperación de Isidore Isou, la manera como mide el efecto de Howl entre tanta gente, el análisis del aburrimiento como “el más grave daño colateral producido por la modernidad”. Todo ello con la intención, no hay que olvidarlo de  decirnos que mientras la utopía política desapareció, la estética domina el orbe con una vulgaridad impune. Qué cosa que Roger Shattuck y el ya mencionado Peter Bürger hayan tratado de resolver el asunto, que no hayan pontificado y que, lo mejor, no hayan tratado de cerrar cada brecha que abrían. Bueno, Bürger pontificó y perdió, pero no era tan divertido haciéndolo.

Hay algo en lo que me sentí aludido, lo cual le da un impulso histórico a mi eterna repetición en esferapublica:

“Pero las demandas que hacía la AWC, Women in the Arts o la Black Emergency Coalición, iban encaminadas en la dirección errónea. No se proponían eliminar los prejuicios, sino reclamar, como si fuera un derecho para todo aquel que se sintiera oprimido, marginado o minusvalorado, un espacio en los museos. Más que demandar igualdad de oportunidades, demandaban poder: salas de exposición, cuotas en las juntas administrativas, influencia en las políticas culturales.”

Potente reflejo. Somos tantos quienes nos miramos allí. ¡Abandonemos los museos!

 

–Guillermo Vanegas