Detalle de una obra no identificada en la sala de exposiciones (estaba ubicada frente a un trabajo de Víctor Laignelet y a otro de Francisco López y por el plano que se repartía en el acceso podría corresponder al trabajo “La Letra con sangre entra”, atribuido a Yuliana Gil). Exposición Catalejo, Museo de Artes Visuales, Universidad Jorge Tadeo Lozano. Nov. 22-dic. 15, 2011. Bogotá.
Con el auge exponencial del concretismo Artecamariano (mariano, por María Iovinno) , el minimalismo de la Escuela de Los Andes (curado en una ocasión casi sin intención) y los punticos galerísticos (…), una obra como esta simplemente no existiría. Y no por obvia, sino porque se trata del resultado de una falta de cálculo: silla forrada con un paño sintético al que le salen motas (ah, las motas, ese atributo de la industria nacional) bajo una mesa de trabajo cubierta con fórmica blanca, en cuyo borde se pega con cinta de enmascarar un tubito de ensayo lleno de, adivinen… sangre. Sobre la mesa un cuaderno escolar, forrado con plástico, muestra una plana donde dice “La letra con sangre entra”, hecha con, adivinen… sangre. En este caso, la ecuación es: 1 + 1 = 1. Bien, o mal. Qué importa.
Como esta, muchas obras presentes en la exposición Catalejo, curada por el artista Mario Opazo, no tratan de explorar la contundencia de un axioma estético, ni conformar una declaración de principios madurados con el tiempo, horas de sacrificio y lectura de catálogos importados. Parecen lo que son y demuestran de dónde provienen: arte hecho en una academia universitaria.
Hace casi ocho años que Bogotá, o mejor, los padres de jóvenes que estudiaban en las facultades de arte de Bogotá, se habían acostumbrado a que sus hijos, hicieran proyectos aborregados que debían, necesariamente, lograr una proyección en ese nicho mal definido por el marketing local como “arte joven”. Y para hacerlo recurrían a una serie de refinamientos: sacaban un promedio aceptable en la carrera, una vez egresados se exiliaban a estudiar Maestría (bueno, en esto no hay discusión, es obligación exiliarse), aprendían a hacer un arte pensado para un contexto de Sala de estar o Convocatoria o Colección corporativa y luego regresaban al país a dictar clase –generalmente en la misma facultad que los había acogido años antes- enseñando a hacer arte que se adecuara a contextos de Sala de estar o Convocatoria o etc.
Eso era así, así tocaba hacerlo (vean los resultados de tanta convocatoria para arte joven bogotano y lo comprobarán) y todo salía muy bien. De un momento a otro, los padres de esos jóvenes sonreían: la taza de retorno de su inversión en educación universitaria daba frutos antes de lo previsto y, lo mejor, sus hijas e hijos no se convertían en ese demonio insoportable que es un joven tratando de parecer bohemio. Gentesita bien educada haciendo un arte flojito, tranquilo y bien calculado. Seguramente, cuando se repita la exposición de Beuys en Bogotá, la producción visual de la década 1995-2005 será muy difícil de resolver (y como en el caso de la ya pasada, esta hablará sólo de una facultad).
Entonces, se hicieron desaparecer los proyectos mal presentados, mal planeados y mal presentados. La experimentación, esa veta donde se suelen localizar las musas hoy en día, y desde hace casi ciento veinte años, se iba marchitando con tanta pulcritud. Le pasó lo mismo que a quien se lava las manos tantas veces que termina alterando su Ph(D). Se necesita mugre. Y errores.
Catalejo es un proyecto que necesitaba la Facultad de artes de la Universidad Jorge Tadeo Lozano hace muchísimo tiempo, que se presenta en un museo con fuerte tendencia a ser elefante blanco (donde no se realizó ninguna exposición de la que valiera la pena hablar –o de la hablara alguien distinto a su curador-), y que busca convertirse en la ventana de proyección de los resultados del trabajo de esa institución. Está densamente poblada, como suele suceder con una muestra que explora más de treinta años de producción, su calidad es irregular y, trata de inventariar muchas promesas. Una de ellas, la de recordar, otra la de institucionalizar.
Recordemos: la facultad de esa universidad era la más importante durante el período 1995-2005, fue estrangulada con deleite por una funcionaria dotada de dudosas credenciales y cómplices aun más dudosos, cuya planta profesoral migró en masa hacia otra universidad ubicada hacia Monserrate (llevándose consigo el emblema de la representatividad) y de la que tantos y tantas artistas y proyectos han surgido para mirar un contexto distinto al que proponen Phaidón o Goldsmits o Banf o Bard College o lo que sea, e intentan, equivocándose muchas veces, mirar aquí. Cosa que tanta falta hace. Alguien hace mucho tiempo me decía que la fórmula de éxito de esa facultad (éxito = muchos egresados ganando premios en convocatorias del Estado), era su proveniencia de clase. “La gente de clase media, decía ese recuerdo, busca moverse, no están resignados, como la clase baja, ni acomodados, como la clase alta”. Más o menos eso fue lo que me dijo esa persona, creo. Y estoy de acuerdo y por momentos trato de entender la relación que hay entre la pulsión por la movilidad social y un arte que trata de observar lo que le sucede alderedor. Sin ponernos filosóficos, y quitándole todo mérito a Heidegger –como toca siempre que se le cite-, pareciera que allí, en esa facultad de artes hace mucho tiempo, había quienes pensaban con algo de criterio sobre el problema que es vivir, habitar y pensar en Bogotá.
Institucionalicemos: se dice que ese proyecto será bienal, y que lo curarán egresados de ese centro de estudios. Ojalá no le suceda lo del Salón Cano y termine apresado por las ansias de figuración de una gestora brillante y talentosísima.
Guille Vanegas