Un enfoque programático del no-objetualismo en el Perú

(fragmentos–borradores–apuntes de textos en proceso de escritura).

Francisco Mariotti. Un lavatorio artificial para uso especial (1975)

Instalación. (Registro fotográfico, obra desaparecida).

Dos imágenes son el registro de una obra realizada por Francisco Mariotti en 1975 destinada a ser expuesta en una exhibición colectiva en la sala de exposición del Banco Continental, entonces dirigida por el crítico Alfonso Castrillón. La instalación simula un lavamanos con una larga toalla giratoria en la que se han consignado múltiples inscripciones: abuso, egolatría, egoísmo… capitalismo, explotación, racismo… chantaje, corrupción… fascismo, censura, abuso de autoridad… El año de realización de la pieza es emblemático para pensar no solo el periodo de transición del gobierno militar peruano (del depuesto General Juan Velasco Alvarado al General Francisco Morales Bermúdez), que ponía en evidencia el periodo de crisis creciente dentro del régimen dictatorial, sino también un punto de juntura inesperado entre dos periodos de la vanguardia peruana que han permanecido prácticamente incomunicados: aquel que irrumpe a mediados de los años Sesenta para casi desvanecerse en la escena una década después, y aquel otro que surge a fines de los Setenta e inicios de los Ochenta, impulsado por una generación de artistas jóvenes, entre los que el papel de Mariotti sería decisivo.[1] El título de la propuesta es Un lavatorio artificial para uso especial, y como representación alude al ritual de dejar elegantemente las manchas de las acciones de individuos, en las que uno puede incluir también a políticos o funcionarios, para mantener las manos limpias en un ritual ininterrumpido y cíclico (en donde todo ello gira, pasa y vuelve con el tiempo). La obra sin embargo ha sido ostentosamente desconocida casi desde su realización, hace 35 años, por razones en parte comprensibles: la muestra en la que sería incluida no llegaría a realizarse; de modo que es solo a partir de estas imágenes que es posible traerla a la memoria y acaso a la historia alterna que apenas puede escribirse desde documentos similares ya que se trata de una obra que desde el punto de vista material uno podría considerar hoy inexistente.

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No hay nada más violento (y muchas veces letal) que la producción de consensos. Es por la cancelación de las disputas que surgen las confrontaciones, cuyo objetivo no es tanto apoderarse de un recurso o un territorio, sino producir un sometimiento mucho más cruel: la imposición de la propia voluntad sobre la voluntad del otro. Es en esos términos que Klaus von Clausewitz definía la guerra: la violencia asume como objetivo hacer que otro haga algo que no quiere hacer; fijar una determinada agenda dominante que se concibe como el único camino a la paz. La violencia lleva a su punto extremo el flujo siempre activo donde se enfrentan todas las relaciones de poder a fin de lograr la disolución forzosa de las discrepancias. Imponer una tabla rasa, cerrar un debate, diluir un argumento (aun si ello implica a los sujetos dispuestos a enunciarlo). Lo que la violencia consumada inaugura es un corte en el tiempo. En la producción de los consensos se han operado censuras, se han diezmado pueblos, sujetos y pensamientos; pero luego de todo ello se produce una secuela internalizada, profundamente constitutiva de un estado de cosas que dentro del sentido común concebimos como la base naturalizada del orden que subyace a lo real. Aun cuando ese orden ya no sea percibido como violento. No obstante, en sus márgenes se vislumbra algo cercano a lo que Wilfred Bion llamaba lo innombrable o el terror sin nombre: aquello que resulta imposible de enunciar o incluso insinuar en los términos en pueda ser comunicado, entendido u ocupar un lugar. Una desarticulación sistemática (que no necesariamente responde a una estrategia o programa definido) de aquel discurso capaz de fracturar el orden, y que, de momento, al inscribirse en él su presencia se torna irrelevante, intermitente, balbuceante; más que una amenaza es solo una presencia incómoda… Otras veces también pasa a ser una figura sin contexto, un acontecimiento o una traza fuera de una historia… como si bajo aquello, aun invertebrado (que no llega a ser discurso) se agitasen demasiadas pulsiones trabajando al mismo tiempo, incapaces de apuntar en una misma dirección ni consolidar un horizonte.

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Una diálogo que Gilles Deleuze mantiene con Michel Foucault, realizado y publicado en 1972, plantea esa polémica acaso aun residualmente vigente en ciertos ámbitos: en ella, tanto uno como otro (al lector perspicaz no le interesará demasiado saber quien da origen a ciertas ideas que apenas uno enuncia el otro corrobora de inmediato) afirman que la clase obrera no necesita al intelectual para saber, por un lado, y que deben plantearse nuevas relaciones entre teoría y práctica desde espacios casi de indiferenciación entre ambas. No obstante, dentro de algún prejuicio académico e intelectual, no es tarea fácil salir por mucho tiempo fuera de una serie de lecturas y tradiciones canónicas (de las que el propio Foucault y Deleuze forman parte)[2] que procuran cierta estabilidad a la conciencia, y quizá para otros es apenas un poco más fácil escapar de las formas o fórmulas de producción discursiva codificadas ya no solo por el orden del discurso sino por la normativa (siempre reactualizada) de las más acreditadas guías o manuales de estilo.

No tengo ya aquí que extenderme en las normativas de los idiomas dominantes, que luego de construirse de una manera prodigiosa durante siglos por la inventiva maravillosa de la oralidad y el uso del habla viva, se fijan primero con la escritura como inscripción, pero luego, se privilegian cierto tipo de inscripciones (entre nosotros, la alfabética), que son impulsadas por la reproductibilidad industrial de la imprenta y casi inmediatamente con la violencia de la dominación colonial (y sus tecnologías); imponiéndose por encima de otras tantas, decenas, cientos, de literalidades que son así extintas, cuando no subordinadas o reformateadas para caber en la caja de Gutenberg. No es broma: andando en el tiempo, las máquinas de escribir fueron en muchos casos el negocio colateral de la tecnología que desarrolló antes la fábrica de armamento (rifles, escopetas, ametralladoras), y emblemáticamente algunas compañías como Remington producirían más máquinas de escribir (digamos generosamente a su favor: domésticas) en los tiempos en que la producción de armas mermaba (digamos generosamente a su favor: tiempos de paz). Cada vez que me viene a la mente esto, y especialmente ahora que estamos muchos aun gran parte del tiempo ante un teclado qwerty, vástago de ese proceso, no puedo evitar sentirme un poco responsable. Exagero, pero no miento.

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Probablemente aquello que llamamos saber no sea más que la epidermis, la superficie visible y encantada de un proceso de producción también oculto y disperso en la fábrica difusa: nuevamente, el fetiche. Aquél análisis con el que Marx devela el secreto (o misterio) que esconde la mercancía dentro del proceso de producción capitalista y que luego Deleuze (esta vez con Felix Guattari) desplazan a la producción deseante, entendida como máquina y unidad de producción de lo real (y no de fantasmas, faltas o carencias que sitúan al deseo del lado del consumo y hacen de la adquisición de objetos algo exterior y ajeno a la producción del deseo misma); puede ser un análisis también trasladado a la concepción que se tiene del conocimiento en el ámbito corporativo privado. Desde allí, el saber se vuelve una utilidad en el área del mercado (que se supone mediada por la educación impartida en los centros de formación semejantes a las actuales universidades-empresa). Toda firma o registro de autoría produce un corte abrupto e ilusorio al proceso real de producción del saber, y su finalidad, entre otras, parece por un lado inscribir en la imaginación que se sigue un itinerario, una línea encadenada de producción en donde se fija una suerte de patente sobre un conjunto de ideas, a fin de limitar los beneficios de su uso a un campo restringido de distribución y aplicación.

Del lado de la producción, el saber se presenta como un proceso colectivo, anónimo y descentrado que involucra a todos; aunque de ese modo resulte casi imposible de rentabilizar sus beneficios de manera privada o privativa. Así, se identifican productos del saber (a modo de mercancías) cuya adquisición o gestión en la distribución no es propiedad pública. No existe el capital simbólico como algo específico: el conocimiento se produce en realidad en todas partes, todo el tiempo (en el cuarto de baño, en los bares, en las cárceles) y su aplicación o vías de circulación no pueden ser monopolizadas. Solo en un porcentaje mínimo las ideas pasan a formar parte de un estudio (investigación o ensayo académico) formal y con ello a desplegarse en circuitos de distribución y operatividad específicos. La pregunta es si con ello, casi sin darnos cuenta, no se reducen también sus posibilidades de transformación social y se logra contribuir a la producción de determinadas subjetividades para las cuales esa transformación social es un proceso; por tanto distante, dosificada, gradual, o dejada en un margen fuera de todo proyecto viable. Es necesario también saber cómo saltar el circuito.

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Contra-reseña:


Emilio Tarazona. Sin título (2010). Tríptico fotográfico.

De la serie: Documentos para interpelar la historia del arte peruano contemporáneo. (Intervención sobre las páginas de un libro de Alfonsina Barrionuevo).


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Emilio Tarazona

Abril 2011

 


[1] Francisco Mariotti no solo es una figura clave en la escena local desde fines de los años Sesenta sino que también sería el elemento catalizador y mentor de el Taller EPS Huayco, fundado en 1980. Puede por lo mismo ser considerado crucial para conectar a través suyo, una suerte de puente tenue entre dos momentos de experimentación que han permanecido más bien desconectados.

[2] A quien le interesa revisarlo completo, unas cuantas palabras clave podrán colocarlo frente al texto en un buscador de Internet. Su título, si me viene bien a la memoria es “Un diálogo con Foucault”. La copia fotostática del texto en francés, tomado de Dits et écrits que tengo no está tan a mano, pero en este momento se haya en un fólder, fundido en una maleta negra, en el estante superior de mi closet, mano derecha.