Entre los videos y fotografías de la exposición del semiólogo Armando Silva: Archivos de ciudad, Imaginarios urbanos, que se presenta en la Biblioteca Luis Ángel Arango, hay un video en que se oye de la propia voz de los entrevistados, por ejemplo, que en Bogotá una persona le tiene miedo a los policías y los rateros, otra a la noche, y otra a que tiemble. En otro video, otro ciudadano, esta vez un boliviano, se imagina que Chile les devuelva el mar “que nos tiene cautivo”. Entre las fotografías llama la atención un mosaico de varias capitales latinoamericanas en el cual cada ciudad se presenta en respuesta a las mismas cuatro preguntas: personaje identificativo, lo que más le gusta de la ciudad, color con el cual la identifica y calle más peligrosa. Considerando la velocidad con la que desaparecen los mosaicos, el hecho de responder a las mismas preguntas y que las respuestas escritas sean cortas, permite leerlas dentro del tiempo asignado y darle sentido a las fotografías.
Así, antes de ver las imágenes correspondientes, uno sabe que la identificación de lo más representativo de su ciudad para un boliviano de La Paz recae sobre las polleras de las cholas. También que así como en varias ciudades lo que más le gusta a su gente se afirma que es el clima, la gente, el paisaje o una calle; al bogotano entrevistado lo que más le gusta es “la diversidad cultural”; o que mientras el “personaje más notable” en Caracas es Simón Bolívar, en Lima Francisco Pizarro y en Santiago Pedro Valdivia; en Bogotá es el alcalde. Como diría en “buen bogotano” de esos casi extintos ¿El alcalde y la diversidad cultural? ¡hágame el favor! Además, para sorpresa precisamente de un bogotano, en el mosaico de Quito aparece una foto de la Plaza de Bolívar tomada desde la esquina sur de la carrera octava hacia Monserrate. Se trata seguramente de un error de carpintería, pero dadas las circunstancias, un error lamentable.
Reconociendo que las entrevistas son de hace varios años, como ciudadano que no comparte tal aprecio por el alcalde de turno y mucho menos la percepción de la diversidad de Bogotá como una de sus virtudes, sospecho que tras los pases mágicos del lenguaje de esta supuesta imagen de lo diverso, se esconde el esfuerzo por ver con buenos ojos lo que de otro modo no sería muy atractivo. Y como bogotano asalariado del estrato cuatro, habitante por decisión del Catastro Distrital del estrato cinco, y que en su lejana infancia perteneció al estrato seis, me parece que los imaginarios urbanos bogotanos de la exposición están sesgados hacia los estratos uno, dos y tres. Con lo cual, digamos que arrastran un clasismo a la inversa.
La analogía obligatoria con las ciudades que uno no conoce le brinda una visión renovada y singular de la propia ciudad y eso es un gran mérito. Sin embargo, una cosa es adquirir una representación renovada de Bogotá, y otra pensar que lo que se está adquiriendo es una visión de Latinoamérica. Si la exposición insiste en estar representando a Latinoamérica, yo insistiría que este nominalismo ya tan habitual se tome como una testarudez. Personalmente me contentaría con una visión más amplia de Bogotá –que no se da– y una medianamente amplia visión de Colombia –que tampoco se da– y agradecería una somera visión de otras ciudades –lo cual sí ocurre – siempre y cuando se eliminara la pretensión de estar representando a Latinoamérica. Pero considerando que Bogotá no puede siquiera representar a Colombia, sin falsear el país, latinoamericanizar el enfoque induciendo a pensar que Bogotá es Colombia ante Latinoamérica, insisto, me parece una testarudez hecha de representaciones incompletas y episódicas; lo cual no sería inconveniente si tan sólo se presentaran como anécdotas. Tal como las representaciones elegidas por el turismo para dar una imagen positiva de la ciudad y el país. Meras anécdotas que se complacen con la buena imagen y que no dan cuenta, por ejemplo, del Bogotá formalmente estratificado de uno a seis.
Así como los textos de los mosaicos son indispensables para entender los mosaicos, el texto de presentación general de la exposición es indispensable para entender el espíritu y contenidos de la muestra. Es demasiado largo para leerlo de pié sin perder la atención, pero hay que hacer el esfuerzo porque instruye sobre cómo aproximarse al concepto de imaginario urbano. Lo más relevante lo constituye la advertencia de no encasillarlo, dado que los imaginarios “se resisten” a la definición y a la imagen única:
Cada fragmento del archivo se convierte en una invitación crítica y compleja de lo que los imaginarios son…Pueden rastrearse en los objetos, las arquitecturas y las formas urbanas…Pueden sedimentarse en el habla o en los rituales ciudadanos y aparecer en los grafitos (grafitis), en las fotografías domésticas y familiares, en los escaparates, o a través de los medios, pero difícilmente se les puede asignar una imagen única. Se resisten a ella y se modelan escapando a cualquier representación única y concluyente de sí mismos.[1]
De modo que no se pueden definir pero es cierto que uno los va entendiendo, digamos que por gotas y por ósmosis, en la medida que va observando los diferentes fragmentos que constituyen la exposición: una serie de representaciones de la ciudad que provienen de memorias presentes y pasadas de diferentes ciudades latinoamericanas. Presentes y pasadas –no presentes, pasadas y futuras– porque como anota Adrián Gorelik: “nunca se habló tanto de imaginarios urbanos, al mismo tiempo que el horizonte de la imaginación urbana nunca estuvo tan clausurado en su capacidad proyectiva”. Tal vez sea pedir demasiado que un instrumento construido para potenciar la imaginación retrospectiva, no sea al mismo tiempo un potenciador de la ciudad como proyecto a través de la imaginación prospectiva; pero esa es la crítica de Gorelik y creo que es pertinente. Adem&aacut
e;s, tengo otra crítica que para el caso funciona como un segundo malestar: el malestar de lo latinoamericano.
El texto de Gorelik empieza de modo similar a Las palabras y las cosas: “Este libro nació de un texto de Borges. De la risa que sacude al leerlo…”[2]. De manera análoga pero a la inversa, dice Gorelik: “Este artículo surge de un malestar sobre el derrotero seguido por los estudios sobre los “imaginarios urbanos” como modo de aproximación a la comprensión de la ciudad”.[3] En un sentido diferente al de Gorelik, la intención de representar Latinoamérica me lleva a pedir que aproximaciones como esta se vean como síntoma de una actitud rancia. Considero que la exposición de los imaginarios urbanos presenta una visión recortada, como cualquier visión; pero además, un recorte simplista que refleja la pretensión recurrente pero innecesaria por representar Latinoamérica bajo la apariencia de estar representando un hecho, en vez de una cosa soñada: la prolongación de una ideología de los años 60, deudora del concepto de autenticidad. En mi opinión, un proyecto tan meritorio como anacrónico, que Silva, como todo buen latinoamericanista, se resiste a abandonar.
De modo que así tan interesantes como incompletos me resultan estos imaginarios bogotano-latinoamericanos. La voluntad regional como encuadre general para la exposición hace que Bogotá se diluya entre la nostalgia y lo pintoresco. No sería lo mismo si el encuadre fuera, por ejemplo, Ciudades del mundo o incluso Capitales latinoamericanas y bastaría aclarar que no se trata de vender a Bogotá como la embajadora de Colombia ante Latinoamérica y tampoco de lavar la imagen de ciudad corrupta y peligrosa que tanto ofende al turismo y a los que creen que una imagen negativa se contrarresta con ideas, actitudes e imágenes positivas.
O como en el turismo local, denunciar una problemática a medias puede llevar a la condescendencia y embellecimiento de lo autóctono, al modo que lo hacen las fondas típicas. Así, del interés por la representación de lo real se pasa sin filtros al interés por lo propio, entendido como autóctono, y de aquí a la construcción de los imaginarios de unos individuos sobre sí mismos, más parecidos a la construcción intelectual de unos ciudadanos sobre otros, que de unos ciudadanos sobre sí mismos.
Juan Luis Rodríguez
[1] …falta el nombre del autor del texto…no es de Armando Silva…
[2] Michel Foucault. Las palabras y las cosas (1966). Siglo XXI, Bogotá, 1990, pág-1.
[3] Adrián Gorelik. Miradas sobre Buenos Aires. Historia cultural y crítica urbana. Capítulo 12: Razones de un malestar. Siglo XXI, Buenos Aires, 2004, pág-259.