Finalmente el 46 SNA llega a Bogotá, con las implicaciones que tiene decir ‘finalmente’: curadurías pendientes, proyectos editoriales, listos para ser exhibidos que después de meses de trabajo simplemente fueron descartados, artistas y públicos a la espera de una respuesta institucional, de una comunicación oficial que explique cómo se organizó el presupuesto y qué fue lo que sucedió con estás cancelaciones.
El salón también llega a Bogotá después de incontables horas de trabajo curatorial. Meses de esfuerzo individual en la producción de las obras, los laboratorios y las distintas prácticas con comunidades.
Llega a la sala de exposiciones temporales del Museo Nacional (sede de salones nacionales en el pasado). No hay un pendón en la fachada que anuncie la exposición. A la entrada Ropa tirada en el suelo, zapatos viejos y trapos intervenidos con texto, como parte de una acción del Contra-Salón Guaca-Hayo.
La curaduría Todo lo vivo, todo lo muerto, de Melissa Aguilar resulta particularmente anti-selfies. La exposición reúne piezas sonoras que desafían los hábitos recién adquiridos de NO tocar, menos usar unos audífonos públicos. Sin embargo, están ahí, uno tras otro, como parte de un enorme archivo de memoria sonora, una biblioteca Musical de la paz, esperando que alguien escuché.
Pocas piezas, algunas no están, han sido retiradas para descontaminación, se trata de una colección Momposina de cadáveres de animales. Repisas vacías. Otras piezas pareciera que simplemente dan la espalda al diálogo. Otro archivo interesante de fotografías en este caso de Floro Piedrahíta. Archivos históricos, piezas reproducibles, de existencia múltiple como las de Adolfo Bernal, que bien podrían estar en esta sala y en otras al mismo tiempo, como el río, en su paso nunca contenido. Lo vivo y lo muerto, en relación a las historias de un río como el Magdalena, podría entenderse como la imposibilidad de detener, de narrar, de abarcar, en un ‘retrato’, una memoria sedimentada y al mismo tiempo móvil.