Es un despertar un tanto rudo cuando uno, en el autobús de la madrugada, después de 37 horas de viaje, abre los ojos en un lugar como Río Gallegos.
Río Gallegos es la última ciudad al sur de la Patagonia, esta tierra legendaria de montañas entrelazadas con paisaje abierto y, según dicen, espejismos. Fue fundado como puerto en 1884, fecha en que varios inmigrantes de Italia, España, Irlanda e Inglaterra comenzaron a llegar a ocupar estas tierras y a dedicarse a la ganadería. Se encuentra a doce horas mi último destino, Ushuaia, hacia donde saldré mañana. De momento, he tenido que hacer una última parada en esta ciudad con curiosas características: colores grises y amarillos, un frío ventarrón de la costa que lanza unas virutas negras que parecen carbón; el puerto de la ciudad, de momento desierto, con una marea notablemente baja, y sin excepción, un perro en cada casa.
Gradualmente he tenido la impresión de que he regresado al principio de este viaje, dado el carácter invernal de la luz solar, la amplitud del paisaje, y la simplicidad de las casas patagónicas que tienen cierta apariencia anglosajona (La mayoría de las casas originales que sobreviven de la época de la fundación de Río Gallegos fueron ordenadas por catálogo y traídas directamente desde Europa, de manera similar a las viviendas actuales de Anchorage.)
En lo que merodeaba por las tres o cuatro calles animadas de Río Gallegos, entré al Museo Padre Molina, una extraña y maravillosa combinación de museo de historia natural y museo de arte que seguramente le agradaría a gente como a Mark Dion y a David Wilson del Museum of Jurassic Technology. (el Padre Molina fue uno de los primeros coleccionistas científicos en el área—o quizá, el único que hubo). Aunque muchas de las colecciones antiguas parecen haber desaparecido, hay un imponente esqueleto de un Megatherium Americanus, un “mamífero herbívoro de más de 5 metros de largo. Tenía fuertes garras. Llegó a coexistir con el hombre. Vivió en el Pleistoceno. Se extinguió hace 8500 años”
Se me ocurrió, quizá ya en el delirio del final del viaje, que el Megatherium Americanus podría ser una metáfora de Latinoamérica. ¿Somos un proyecto autóctono en vías de extinción? ¿Estamos condenados a ser lo que el mismísmo Bolívar, al final de su vida, predijo— una región ingobernable? La metáfora del dinosaurio patagónico es seguramente tentadora, aunque seguramente una infección del negativismo que casi sistemáticamente hemos recibido en cada debate que hemos sostenido. En realidad, en este viaje han surgido muchas latinoaméricas y panaméricas, algunas extintas, otras que no han nacido. Pero el recuento final no lo podemos hacer sino hasta que lleguemos a nuestro destino final.
Pablo Helguera