No hay nadie en casa, colección de Juan Mejía. Curaduría de Mariángela Méndez. Sala de exposiciones edificio Santo Domingo, Universidad de los Andes. 26 de octubre-16 de noviembre. Bogotá. Fotografía: Diana Camacho.
Luis Fernández-Galiano nos cuenta que había un arquitecto hoy bastante exitoso, de hecho exitosísimo, que siempre quería proponer algo novedoso en los concursos donde aplicaba. Como era muy ambicioso, siempre perdía, nunca podía hacer sus casitas y edificiecitos pero, por esas paradojas de la teoría, convertía sus proyectos no realizados en puntales del pensamiento arquitectónico contemporáneo. Después, cuando un colega inauguró un museo que instauró una franquicia en una ciudad española, el arquitecto exitosísimo se llenó de envidia y pensó –para su bien y el de su bolsillo- : no se trata de hacer una arquitectura que implique mejoras en el uso del espacio, sino de generar una “estética stealth”, ¿para qué hacer un edificio útil si nadie sabe que existe? Hay que construir edificaciones en torno a las que pivote toda una ciudad.
Pasemos esa reflexión al campo del coleccionismo de arte contemporáneo y hablemos de un “coleccionismo stealth”, mediante la siguiente aliteración de su espíritu principal: ¿para qué hacer una colección si luego no se le puede sacar nada a tanto esfuerzo y glamour? Hay que reunir obras que sirvan más para descrestar que para difundir. Entonces, como exponer es ganar (dinero), se opta por una de muchas opciones, casi todas ellas mezquinas y autocomplacientes:
a.- Hacer una ecuación de relaciones públicas para exhibir su colección en un museo de prestigio y obtener más prestigio.
b.- Timar a una o dos instituciones pasivas con intereses culturales donándoles el producto de años de recopilación y almacenamiento, a condición de que allí se comprometan a construir y exhibir a perpetuidad parte de la obra del coleccionista, que es artista.
c.- Convertirse en el portaestandarte de todo un movimiento del arte contemporáneo de la segunda postguerra, que dona y por cuya exhibición cobra algo, para luego decir que “una colección es una historia, un proyecto cultural y por ello siempre he sentido fuertemente el deseo de hacer accesibles las obras a todos, es la función del arte, que si se queda en una casa sirve de poco”.
Aquí, filantropía y exhibicionismo van juntos.
Eso está muy bien, todos podemos demostrar que queremos a algo o a alguien, sin reservarnos nuestras manifestaciones de amor en público. El amor es así y todo el mundo tiene que saber que uno ama, ¿no? Lo aburrido está en el hecho de que se construya –o mejor, se afiance- la ilusión de que el coleccionismo que termina exhibiéndose a través de un plan de medios sólo sirve para reafirmar una reputación. O, siguiendo con nuestra metáfora de los novios efusivos: es jarto ver que alguien demuestra que ama, calculando los beneficios que obtendrá por eso (las parejas de actores, por ejemplo).
Nunca sobra añadir algo de suspicacia a los gestos amables y las buenas intenciones. Pensar esto está muy bien también, aunque habría que matizar esta prevención preguntándose de qué otra manera podríamos nosotros, mortales subsidiados, conocer aquellas carísimas manifestaciones culturales resguardadas en el edificio de una corporación saludable y progresista o en la finca de un propietario saludable y progresista, o de un heredero saludable y progresista. Hay que recordar que la noción básica de la institución museo se amparó en el ideal de exhibir para generar conocimiento (y que este ideal es sólo eso, un ideal). Entonces, la filantropía puede servir de algo para quien es testigo de ella. Para identificar a su enemigo de clase, por ejemplo. Pero no hablemos de lucha de clases, esa cosa tan fea. Volvamos al personaje de este post, el coleccionista, pero para hablar no de esa plaga que vive de promover su exhibicionismo.
Hay quienes simplemente juntan trabajos de personas que creen necesario acumular para estar más cerca de ellas o para que luego, quienes tengamos la oportunidad de apreciarlas podamos verlas, y aprender. En este sentido, más que las muestras de formato apabullante, donde nos amenazan diciendo cuántos millones de dólares costó tal obra y que la riqueza hace bueno al hombre (rico), etc., hay algunas exposiciones de colecciones donde lo que se puede percibir es una muestra pública de amor.
Muchos tendrán en este momento en la cabeza el texto que le dedica Walter Benjamin a Edward Fuchs para contrastar las diversas evaluaciones que conocen sobre el coleccionismo. A partir de aquí, pueden, si no lo han hecho aun, abandonar este post y remitirse directamente a una de sus fuentes en la web (aquí), pues no podré añadir nada más. No intentaré trazar una sociologización silvestre de la actividad del coleccionista, más bien me estoy cerciorando en público de que vi una exposición donde no reconocí una labor de curaduría rigurosa, sino un acompañamiento; donde no me interesaba saber el costo de cualquiera de los objetos con firmas de artistas que creo conocer, ni traté de regodearme en las equivocaciones del montaje (aunque al principio, sí, lo hice (oído hipster: la ignorancia es atrevida)). Así, recorrer cuatrocientos dibujos en una sala de exposiciones con aspiración a convertirse en sucursal de banco dentro de una universidad gobiernista me produjo celos (por no tener tanto tino en resolver mis obsesiones), y alegría (por encontrar que los sueños de la obsesión no siempre –como en la política– producen monstruos).
Por eso, por no chocarme con otro monstruo de la promoción individual y el coleccionismo amateur local, grabé la charla que hizo Juan Mejía sobre No hay nadie en casa, la exhibición de los dibujos que viene reuniendo reunido hace mucho.
[audio:https://esferapublica.org/juanmejia.mp3]
Guillermo Vanegas