La crítica y curadora Andrea Giunta se para en el año 2001 para analizar cómo la crisis y la poscrisis modificaron la producción y exhibición del arte en Argentina. Las vanguardias, los colectivos artísticos, la censura, cómo se lee el arte político ahora y un remedo de esa época efímera en que todos estuvimos en peligro, pero casi nadie se quedó mirando cómo pasaba la marea.
Poscrisis. Arte argentino después de 2001 (Siglo XXI), el último libro de Andrea Giunta, tiene en su “arte de tapa” una marca de aquellos años en los que, por suerte, corrimos algún peligro colectivo: lo ilustra una serigrafía roja que dice “trabajo y libertad” junto a obreras y obreros de Brukman y Grissinopoli, dos fábricas recuperadas de la quiebra por la autogestión de sus trabajadoras/es. Si el 2001 fue un punto de inflexión para la política, la economía y las organizaciones sociales, el terreno del arte no salió ileso del sacudón. Todos los campos de la práctica y el pensamiento vieron estremecerse sus prolijas fronteras, sus delimitaciones disciplinarias, para mezclarse y redefinirse en el agitado oleaje de la crisis.
Giunta es doctora en Filosofía de la Universidad de Buenos Aires y profesora de Historia del Arte desde hace un año en Texas, Estados Unidos. Se propone en este libro “cercar” un período convulsionado, desmenuzar algunas de sus características y pensar la singularidad del después de la crisis. En particular, la secuencia que va de la calle a la reconstitución de las instituciones del arte. Es decir: del fenómeno de la multiplicación de los colectivos artísticos que alteraron su actividad estético-poética-política al calor de las protestas masivas al mapa de los nuevos museos que se abrieron en el país en el 2004, esta vez al calor del boom del turismo internacional. Es una suerte de balance del 2001 y de sus efectos, pero también de los años ‘90, mal caracterizados –según la autora– como el apogeo del arte light. Se trata, finalmente, de una compilación de intervenciones: debates en mesas redondas, artículos de crítica y polémicas, donde se destaca el “caso” León Ferrari y la controversia que desató su retrospectiva en el CC Recoleta, que estuvo a cargo de Giunta como curadora. Finalmente, un glosario de términos (escrache, asamblea, cartoneros, corralito, etc.) por si alguien no vivió la crisis o para recordar qué había más allá del sistema de partidos y los diálogos de palacio.
¿Por qué elegiste centrarte en el 2001 y sus inmediaciones?
–Porque sentí que estaba viviendo un momento histórico que implicaba un antes y un después. Venía de sentir lo mismo unos meses atrás: estuve en Nueva York cuando cayeron las Torres Gemelas. Llego acá y se desata la crisis. Lo sentí como un momento de clivaje y efectivamente fue así. Lo cual nos lleva a la discusión de por qué hablar de poscrisis en un país que parece que está siempre en crisis. Utilizar el término de poscrisis tiene que ver con visualizar el momento “después de” el quiebre del 2001 en el cual los distintos sectores sociales se fueron rearticulando, reorganizando, y se dio un proceso de crecimiento, de entusiasmo, de creencia compartida de que lo que cada quien hacía contribuía a mejorar las cosas. Creo que esa percepción del tiempo es lo que me gustaría denominar poscrisis. Pese a lo fragmentario del libro, me parecía interesante exponer experiencias como modo de visualizar un tiempo. Con la idea de que una cierta aproximación a la historia nos permite una forma de enseñanza.
Das especial importancia a la emergencia de los colectivos de arte. ¿Desde qué perspectiva los analizas?
–De una manera sesgada y nunca ubicada en el centro de la actividad. Yo no participé desde ellos ni siquiera actué como una especie de etnógrafa registrando el día a día. Sino que a partir de mis actividades, intervine de formas diversas. Una fue en las marchas, donde encontraba por ejemplo a la gente del Taller Popular de Serigrafía (TPS) imprimiendo en la calle. Otra: a través de la enseñanza universitaria ya que desde el 2000 doy un seminario de Historia Oral y desde entonces les propongo a los estudiantes trabajar sobre los grupos. Esto implicó que algunos estudiantes entraron a formar parte de esos colectivos o que alguien de tales grupos venía a dar una clase a nuestro curso. Se dio esa interacción que, desde mi ámbito de trabajo que es la academia, siempre es deseable pero no siempre posible. Varios de estos estudiantes empezaron a investigar sobre los esténciles que mapeaban los muros de Rosario, por ejemplo, y eso era algo que yo había llevado como interrogante a la clase, porque había sacado muchas fotos. Después tenía mi participación escribiendo crítica sobre exposiciones, algunas más de mainstream y otras no. Lo que encontré entonces fue que la crisis y las tácticas de recuperación aparecían en todos lados, de una manera o de otra. No se trataba de una investigación global con hipótesis y objetivos con los cuales yo iba a buscar a un archivo, sino que fui parte, desde mi lugar, de la construcción de ese archivo.
Hubieron varias discusiones en torno de si se renovaba la relación entre arte y política. ¿Cuáles señalarías como los puntos más importantes del debate?
–Uno de los grandes temas que surgieron fue si había habido un cambio de régimen estético o no después del 2001. Yo no creo. Lo que se vio fueron formas de trabajo que se pueden manifestar a través de distintos mecanismos y resultados, pero la matriz asociacionista existe desde hace muchos años. Entonces, hablar de un cambio de régimen estético me parece que es equiparable al del Renacimiento, lo cual es sacar las cosas de su lugar. Sí creo que hubieron rasgos característicos y específicos muy fuertes: de hecho, nunca hubo una generalización tan grande del trabajo en colectivos como entonces. En un momento, había más de cien. Prácticamente un artista se presentaba a sí mismo como parte de un colectivo, aunque siguiera existiendo la actividad en el taller. La otra gran discusión es si todos los colectivos hacen y son lo mismo. Una aproximación más detallada y seria deja ver que cada colectivo tiene una poética y que articula las formas de desarrollarla de distintas maneras, por eso el hecho de juntarse a trabajar no implica que hagan lo mismo. Fueron construyendo una dinámica del campo estético, muy intenso en esos años de crisis, a la que uno debe aproximarse como se hace con una obra: preguntándose cuál es su poética, qué es lo que está buscando a través de sus prácticas, cómo las organiza, cómo trabaja.
Pero, en todo caso, las formas de politización en la crisis afectaron el modo de ser de los colectivos, sus procedimientos asociativos…
–Creo que hubo una tensión importante. Por un lado, los testigos de otros grupos anteriores que, por muchas de las discusiones que presencié, tenían una especie de reclamo genealógico. De decir: “Esto ya se hizo”. Como si cada uno que empezara a trabajar en colectivos tuviera que hacer una suerte de genealogía y de reconocimiento de todos los que trabajaron antes para empezar a hacer algo. Lo cual es contradictorio. Implica reclamar una historia, casi canónica, de la práctica de juntarse para hacer una obra a la hora, justamente, de hacer algo nuevo. Es como si estuviéramos traspasando a una actividad que en muchos casos tienen bastante de anónimo o de desdibujamiento de la figura del artista individual una historia casi canónica, o historia del arte; como si estos colectivos no hubiesen podido existir si no hubiesen existido otros anteriormente. Y yo creo que la actitud de muchos de los y las jóvenes que participaron en ese momento no era de desconocimiento de la historia; era de necesidad vital de instrumentar prácticas para sentirse integrados a esa dinámica política desde el lugar desde el que participaban. No es que no les importaran las genealogías, sino que les importaba el presente. Probablemente estaban usando estrategias que habían sido usadas antes, pero ellos no trabajaban desde la historia del arte, sino desde la necesidad de involucrarse con un presente concreto. Además, hay que tener en cuenta que muchos grupos surgieron antes del 2001 y esto es importante para no pensar que lo que pasó fue un puro espontaneísmo. Había prácticas que ya estaban articuladas, vinculadas algunas a organizaciones de derechos humanos y a organizaciones que reclamaban contra el modelo neoliberal, cuyo fracaso ya se vivía aunque la crisis no había detonado. Esto es importante porque es el antecedente inmediato de articulación de estrategias.
¿Se altera la noción de eficacia artística frente a esta actividad colectiva?
–Es una eficacia distinta, porque la que podíamos visualizar o concebir a finales de los años ‘60 era una eficacia cuyo objetivo era transformar la sociedad en su totalidad. Siempre digo que Tucumán Arde tenía esa idea poética de que alguien entraba a la instalación sin conciencia revolucionaria y salía convertido en un revolucionario. Pensemos que el lugar en que esto transcurría era la sede de la CGT más combativa, por lo cual es aun más paradójico: ¿quién tenía más conciencia que un trabajador sindicalizado allí? En los últimos años esa eficacia se redefine con relación al objetivo específico: ¿cuál era el reclamo en el momento de la crisis del 2001 y cuál era la visualidad que daba cuenta de ese reclamo de manera más eficaz? ¿Cómo la imagen y el reclamo lograban coincidir de modo que ni el reclamo quedara fuera de la imagen ni que la imagen fuera incapaz de dar más contundencia al reclamo? Creo que lo que redefine la noción de eficacia en este momento es el tratamiento horizontal a la hora de analizar las propuestas y, al mismo tiempo, la adecuación de esas propuestas con los reclamos colectivos.
¿Este clima llegó a conmover los procedimientos de legitimación artística?
–En ese momento, ser parte de un colectivo era ser. Era un rasgo de identidad, aun provisorio, pero daba una legitimidad. No diría una legitimidad en el mercado, obviamente. Hubo otro debate fuerte sobre si los artistas entraban en los colectivos para ir a las bienales internacionales. Sin embargo cuando te fijas cuántos colectivos fueron, tampoco es que coparon la escena u opacaron a los artistas individuales, y si analizas quiénes iban como enviados oficiales del país, es muy relativo su impacto. Ahí hubo un debate grande donde las acusaciones se cruzaron, y se decía que todos querían presentarse haciendo arte político para que los curadores internacionales los miren. Pero planteado así se empobrece mucho el debate, la dinámica y la situación real donde la sociedad sintió que tenía que salir a las calles, no sólo para reclamar por sus fondos, sino para dar lugar a formas de colaboración incluso mínimas: desde sacar la basura preparada y a determinada hora para los cartoneros, hasta ayudar en un comedor o dar dinero. Aun en muy distintos niveles, esto se generalizó. Creo que lo mismo pasó con los artistas que se preguntaron: ¿cómo participamos en este proceso desde lo que nosotros sabemos hacer?
¿Cuál fue la repercusión internacional –un tema que vos analizás en varios momentos– de este arte en la crisis?
–Una vez me quedé muy sorprendida porque llegó al país una intelectual muy prestigiosa de Stanford y traía todo el cronograma de las asambleas, con horarios y lugares, como si fuera un programa de teatro. Si uno piensa que el libro Imperio de M. Hardt y A. Negri se publica en el 2000 y se traduce en el 2001, casi al mismo tiempo que se produce la crisis argentina, vemos que hay una simultaneidad que le da centralidad a lo que pasa aquí: ellos lo leen como ejemplo de las multitudes, que era la figura o sujeto histórico que identificaban en ese libro. De todas maneras, a nivel internacional los procesos de los colectivos artísticos se identifican fuertemente con la Argentina, en el sentido que parece atrapar un fragmento de historia con gran contundencia social.
Vos situás en el 2004 el momento de “vuelta al atelier”, es decir, una suerte de repliegue hacia el trabajo individual…
–Todas las fechas son empobrecedoras a menos que tengan un hecho tan claro como el 19 y 20 de diciembre. 2004 es una generalización pero al mismo tiempo sí pasa algo que uno puede constatar y es que se inauguran un montón de museos en el país. Lo cual es un hecho que, analizado, adquiere otras resonancias. Especialmente al interior de una secuencia que incluye que la Argentina se vuelve un centro turístico porque es barato, porque es lindo, y con museos con colecciones de arte contemporáneo formadas ad hoc, de un día para otro. Los museos entonces se constituyen como un elemento dentro de los atractivos turísticos de las ciudades. Esto marca una re-emergencia institucional. Como si todo un proceso se volviera a encauzar en un circuito institucional y que, en este caso particular, es un circuito nuevo.
Toda la polémica desatada alrededor de la muestra de León Ferrari que vos curaste en el CC Recoleta a fines de 2004, ¿es pensable como un reverso reaccionario de la ciudad después de momento de ebullición más callejera?
–Lo leería desde otro lugar. Diría que sólo en ese clima fue posible esa retrospectiva, y que hoy no lo sería. Entonces había un gobierno progresista en la ciudad, había un gobierno progresista a nivel nacional, existían formas de organización que permitían articularse rápidamente, ya que una de las características de ese proceso fue que cada cosa que pasaba podía ser reapropiada socialmente en forma de respuesta de una manera casi inmediata. Creo que esos años marcaron un momento de mayor definición de lo legal, sobre todo con relación a los derechos humanos, pero también en relación, en este caso, con el arte y la libertad de expresión. Creo que hubo un ámbito conversacional en discusión que también fue posible porque era un momento de intensos debates. Lo cual no quiere decir que hoy haya más libertad de expresión, sino que en ese momento se redefinió con relación al orden público, a los pactos internacionales y a la constitución. Quizás hoy hay más autocensura. Pero el fallo judicial sobre la retrospectiva dejó en claro que la libertad de expresión debe ser también para el arte crítico, y no sólo para el arte en general. Esto quiere decir que el arte crítico también debe ser respaldado por las instituciones y eso era algo que no estaba tan claro. Esto, nuevamente, no quiere decir que haya instituciones, curadores o artistas dispuestos a organizar tales cosas.
Discutís en un capítulo la noción de vanguardia en el arte latinoamericano. ¿Tiene sentido pensar estas producciones colectivas bajo esa noción?
–Tal como las vanguardias fueron definidas en su momento de emergencia histórica no han dejado mucho margen para lo nuevo reconocible como nuevo. Ni tampoco como para plantear una estrategia institucional radical como la que se pudieron plantear los artistas frente al Salón o destruyendo sus obras frente a instituciones prestigiosas como el Di Tella. Hoy el artista es mucho más consciente de cómo filtrar las instituciones y las instituciones son mucho más conscientes de cómo los artistas pueden filtrarlas. En realidad, lo que se da muchas veces es un diálogo cómplice entre la institución y el artista. Creo que hay mucha conciencia en relación con el sentido anti-institucional de la vanguardia. Y en relación con el sentido experimental de la vanguardia, me parece que el hecho de que los artistas no escriban manifiestos, que no se presenten como portadores de una estética inédita, también es una forma de medir este desmarcamiento del término vanguardia. Creo que hoy un artista no piensa como podía pensar en los años ‘60-’70 de que a través del arte iba a colaborar en una revolución en ciernes. Todas esas palabras han perdido el poder de definición que tenían en ese momento.
En la poscrisis, ¿se pudo ver alguna modificación en el lugar de enunciación y el modo de trabajo de la crítica?
–La percepción es que la crítica siguió actuando con relación a las galerías y las exhibiciones y no cubriendo las actividades de los colectivos, que salió más en las secciones culturales como fenómeno que en las páginas de arte. Recibí elogios por mi libro justamente porque era acerca de este período, del que no había nada. En realidad no es que no hay nada, pero tal vez lo que no existía es una lectura que focalizara en el proceso y que, al mismo tiempo, no hablara exclusivamente de los colectivos sino que los ubicara en un contexto mucho más amplio.
Una idea que atraviesa el libro es que no te convence caracterizar al arte de los ‘90 como arte light…
–Esta denominación, desde un punto de vista puede leerse como peyorativa y, desde otro, puede leerse positivamente: si un artista no quiere comprometer su arte con ningún tipo de demanda, llamarlo light es una manera de darle una caracterización positiva. Mi gran desacuerdo pasa por una afirmación que se hizo diciendo que el arte del CC Rojas era el arte del menemismo. Y eso no fue así. Había galeristas que les vendían obra a los sectores de poder del menemismo, tal vez ése sea el arte menemista. En todo caso, es algo que merece mucho más análisis. Muchos aspectos de lo que se llama una estética light eran críticos: por ejemplo, todo el trabajo de una poética gay en una sociedad como la nuestra es un movimiento crítico impresionante, aunque no se esté manifestando en términos de una militancia, sino en una determinada estética. Además, si se piensa en los artistas del CC Rojas hay que agregar que no tenían ninguna difusión internacional, era un grupo completamente autocentrado en ese sentido, mientras eran otros los artistas que representaban a la Argentina en las bienales internacionales.
Entrevista a cargo de Veronica Gago
Visto en Arte Nuevo, publicado por Pagina 12