¿A quienes sirve el patrimonio?

La reciente presentación de las obras de artistas contemporáneos en museos de arte religioso, de arte colonial, en iglesias o en el Teatro Colón, con motivo del Salón Regional en Tunja y su presentación en Bogotá, ha generado opiniones encontradas. Independientemente de la calidad o pertinencia de las obras en sí (muchas de ellas se limitaron a interpretar el contexto de manera literal, con lo cual el diagrama de la obra carece de fricción crítica al convertirse en la ilustración de una correspondencia formal o temática), la actitud progresista de los directores de estos museos y espacios que decidieron acoger el salón es algo digno de resaltar. Y escribo estas líneas pues la discusión tras bambalinas, más allá de analizar las obras, se ha centrado en la conveniencia o no de actuar en contextos “no artísticos”, o más exactamente, en contextos que no son neutrales en términos museográficos ante la presencia de obras patrimoniales.

Las críticas más adversas se centran en el supuesto atentado a la dignidad del patrimonio, en una interpretación cerrada y convencional de lo que significa esta palabra y de la función de los museos en la sociedad contemporánea. Es evidente que para muchos de los oponentes los museos son el reflejo del país que perdieron, es decir, un país en el cual el arte era la expresión de la sociedad -siempre y cuando se entendiera “sociedad” como un conjunto fijo de valores “universales” (léase heredados de Europa). Ese país de exclusiones tajantes entre la cultura “culta” y la “popular” se resiste a entender que las cosas han cambiado. La “cultura culta” producida por unas élites para su propio consumo o para educar a “los otros” no ha entendido que estamos –así sea sólo en el papel de la Constitución del 91- en un país diverso, pluriétnico y respetuoso de la existencia de varias creencias y religiones. Un país en el que los museos que cuentan su versión de la Historia deben entender que hay otras versiones posibles, otros puntos de vista. En este contexto, intervenir en los museos “patrimoniales” (en rigor, ¿qué museo no lo es?), además de ser una posibilidad artística, se constituye también en un acto político.

Nunca conviene justificarse invocando precedentes o acciones similares en museos del primer mundo, pues se trata de realidades diferentes. Pero lo que si es importante de resaltar es que aquellos museos enciclopédicos que poseen patrimonios cuantitativa y cualitativamente más importantes que los nuestros, tienen, paradójicamente, una actitud más fresca respecto a la posibilidad de entender este patrimonio: no como una acumulación de cadáveres culturales embalsamados, sacralizados en la cámara ardiente que era el museo tradicional, sino como un material vivo.

El Louvre, el Museo “patrimonial” por excelencia, invita desde hace más de una década a artistas y curadores a tomar su colección como un material de trabajo, no solamente permitiendo sino propiciando yuxtaposiciones y coexistencias en las intervenciones de artistas contemporáneos con sus colecciones, refrescando así su patrimonio por la acción de lecturas alternativas. Acaba de exponer el artista brasileño Tunga, conocido por sus excesos barrocos. La escala de estas intervenciones pone de presente que para el Louvre no se trata de poner un pequeño texto al lado de una obra, o de realizar una intervención “sutil y respetuosa”. La única forma de respetar el patrimonio es desafiándolo, entendiéndolo como un interlocutor válido. Es más sana la actitud de cuestionar al viejo de la tribu, aprendiendo de su sabiduría en un diálogo activo, que trabajar a partir de las memorias escritas del abuelo eminente, mientras que lo relegamos a un hogar geriátrico. Son especialmente agudas las lecturas que hicieron pensadores como Jacques Derrida, Jean Starobinski, Julia Kristeva y Peter Greenaway. Y no estamos hablando de cuadros menores de artistas desconocidos. La Kristeva incluyó obras de Rodin, Rembrandt, Raffaellino del Garbo, Solari, Cavallino, André Masson, Picasso, por citar sólo algunos. Un autorretrato de Artaud dialogaba con un dibujo de Rembrandt. Una figura explotada de Bacon con un cuadro de decapitación del siglo 18. Y el montaje también era un partido tomado: películas mudas de los inicios del cine en pequeños monitores al lado de sanguinas del siglo 17; agrupaciones de grabados en contraposición al montaje neutro en línea, etc.

La Tate Gallery y el Cetro Pompidou rechazan las lecturas lineales de la historia del arte en favor de montajes temáticos en los cuales las relaciones entre obras de diferentes épocas permiten romper o por lo menos descentrar el canon y entender que Europa y Estados Unidos no son los únicos contextos que han producido arte, y que América Latina, Asia y África han tenido propuestas sincrónicas o anteriores a los movimientos artísticos modernos como el Conceptualismo o el Minimalismo, enriqueciendo el campo de discusión sobre las prácticas artísticas.

En Colombia, el Museo Nacional ha también dado pasos en este sentido. Hace unos años el artista croata Braco Dimitrijevic realizó uno de sus “Trípticos post-históricos”, instalación con naranjas y bicicletas en las cuales había también una serie de pinturas de la colección del museo. Artistas como Lucas Ospina y Nicolás Consuegra también han propuesto intervenciones en el museo que alteran el discurrir tranquilo de la historia y plantean otras historias paralelas u otras formas de entender las versiones oficiales de los acontecimientos. La BLAA tuvo en algún momento un montaje temático de su colección, que permitió que las obras contemporáneas, que casi nunca tienen un espacio adecuado respecto al arte colonial, republicano o moderno, fueran vistas en relación con estas obras, haciendo comentarios agudos sobre la vigencia de géneros como el paisaje, el retrato o la naturaleza muerta.

La intervención de Rolf Abderhalden en el Museo de Arte Colonial es la pieza más fuerte del Salón Nacional, que en su nueva etapa le ha apostado al el derecho de auto-representación que tienen las regiones, a través de proyectos curatoriales -de calidad muy desigual pero que sin embargo reflejan un mirar más atento sobre los procesos de cada región. Este salón debe ser considerado, en mi opinión, una transición hacia algo mejor que vendrá en el futuro cercano, que sólo será posible si se empieza el nuevo proceso desde ya y se le da a los responsables de la elaboración de las curadurías el tiempo necesario que requiere una lectura de la producción artística de un área específica del país.

Al instalar las imágenes que referencian la alienación del mundo debido a la locura en un recinto tan cargado como la capilla del Museo de Arte Colonial, Abderhalden está realizando un doble desplazamiento de sentido, en el cual el recinto y lo que contiene se definen mutuamente, en un diálogo incómodo pero necesario. El acto de voltear los cuadros, que ofrecen su lienzo desnudo a la vista del espectador, es especialmente conmovedor en un país en donde tenemos siempre, como lo anotara Caballero Calderón, el cristo de espaldas. Y de hecho ha conmovido -en un sentido más político. Cuando los olvidados ingresan en el templo, muchos tiemblan: ¡se nos metieron al rancho! No hay que olvidar que la palabra Patrimonio proviene del latín patrimonium, e indica “los bienes que el hijo tiene, heredados de su padre y abuelos”.

El patrimonio proviene justamente del Padre, y significa literalmente “herencia”. En consecuencia, no es de sorprenderse que quienes defienden a capa y espada la “dignidad del patrimonio” estén defendiendo la cultura de una sociedad patriarcal, jerarquizada, en la que los valores pasan no de padre a hijo, sino de patriarca a patriarca, en una línea de mando en la que no existen otros protagonistas –y mucho menos los secularmente excluidos en los demás ámbitos de la sociedad.

 

 

José Roca.