Volcamiento

La beligerancia de la abstracción moderna fue más el producto de una rabieta crítica que un axioma rigurosamente perfilado por los productores. Por eso, creo, personas de proveniencias regionales, no de clase, disímiles, hicieron su respectivo Monumento al estudiante muerto: Alejandro Obregón, Edgar Negret, Julio Abril. El asunto parecía más el de utilizar el arte para representar un hecho terrible (siempre que muere una persona jóven, los viejos tenemos más oportunidades de hacer las cosas mal e impunemente), que establecer declaraciones de principios estéticos…

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Otto Moll, fotografía de Julio Abril. Cali, 1960. Debió sentir calor el escultor con esa prenda tan abrigada para un clima tan templado. 

Página 53: Muerte de un estudiante. Desde el punto de vista del fotógrafo, la escultura es una masa compacta de personas que coinciden en mantener elevada una antorcha. Que debe pesar bastante, de lo contrario ¿para qué se necesitarían tantos empujando hacia ella? La imagen muestra rostros sin distinción. Y brazos levantados, amontonados como un pequeño bosque sobre la cima de una montaña de roca. En la superficie de la estructura se nota el paso enérgico de la mano del artista. Las marcas de sus dedos sobre el material que quería dominar.

Es fácil imaginarlo ceñudo. Siempre serio: un escultor moniquireño dispuesto a todo. A todo lo que podía permitirse un artista del siglo XX en sintonía con su tiempo: el arte, la política, la propaganda, los encargos gubernamentales, la educación y la crítica. (¿Qué se permitirán los artistas del siglo XXI en sintonía con su tiempo? Además de atender convocatorias, quiero decir.) Es fácil pensar en él como una persona sintonizada con el Zeitgeist nacionalista de índole rural-popular, que colapsó bajo la presión del internacionalismo modernista de tinte urbano-elitista. Es fácil hablar como mamerto bogotano setentero. Es fácil notar en sus artículos el creciente desespero que le agobiaba al notar el repliegue de las aspiraciones estéticas que defendía. Es fácil percibir su enojo ante la desenvoltura y el dominio mediático que comenzó a adquirir la aguda retórica y el poder de gestión de una mujer súper-bien-relacionada, articulista y presentadora de televisión. Es fácil seguir la senda historiográfica que lo puso como simple compañero de viaje de un grupo de artistas que se resistió al influjo de la articulista y presentadora de televisión.

Se le puede definir como uno de los últimos defensores del nacionalismo figurativo. Una biografía atractiva, aun no escrita. O aun no publicada. O aun no re-interpretada. Por lo menos no en clave formalista. Una manera de hacerlo podría hacerse siguiendo el camino marcado por aquellos historiadores que se han tomado la tarea en serio. Por ejemplo, el que firman Carmen María Jaramillo y Jorge Jaramillo en aquel texto introductorio al catálogo de la retrospectiva dedicada Judith Márquez en Bogotá (2007). Allí, entre otras cosas, sostenían que para revisar la producción visual de las décadas de 1950 y 1960 era necesario separar cuidadosamente los juicios críticos de la producción visual. Y reconocer sus discrepancias: mientras la crítica alegaba en defensa del formalismo a ultranza, los artistas trabajaban en sus proyectos individuales, incluyendo relatos regionales o figuraciones explícitas, sin preocuparse demasiado por el componente literario que terminaran alcanzando sus piezas. Mientras una excomulgaba todo aquello que oliera a manipulación-del-espectador-vía-representación-figurativa; otros hacían. NO había una equivalencia exacta entre artículos y productos de arte. ¿Ven que se puede, investigadores?

En contexto: la beligerancia de la abstracción moderna fue más el producto de una rabieta crítica que un axioma rigurosamente perfilado por los productores. Por eso, creo, personas de proveniencias regionales, no de clase, disímiles, hicieron su respectivo Monumento al estudiante muerto: Alejandro Obregón, Edgar Negret, Julio Abril. El asunto parecía más el de utilizar el arte para representar un hecho terrible (siempre que muere una persona jóven, los viejos tenemos más oportunidades de hacer las cosas mal e impunemente), que establecer declaraciones de principios estéticos.

Y este artista tenía varios problemas. Por ejemplo, comprobar constantemente que el oportunismo modificaba el comportamiento de sus colegas. En la introducción del libro que se le publicara en Tunja en 1973, afirmaba participar de una cruzada mediante la cual promovería el “… enjuiciamiento de aquellos elementos arrivistas (sic) que por ganar publicidad viven sometidos a los dictados de la crítica de turno, produciendo un arte de taquilla, mixtificado, imitativo del arte que se produce en otras latitudes, con base en la ilustración de la ultima revista que nos llega, a fin de no aparecer desentonando con la moda.” Para él, la adaptación del lenguaje artístico local a los postulados del arte contemporáneo internacional (que en esa época se dictaba con agresividad y tesón desde Manhattan) era un fenómeno que cabía bajo la categoría “sumisión”. Un artista sumiso era, para él, un seguidor de las corrientes más actuales. Y en esa descalificación, había tanto una cerrada defensa hacia la producción local más arraigada y sus practicantes, como un nada soterrado chauvinismo hacia sus opositores, los artistas y críticos cercanos a la abstracción post-cubista.

Dentro de su aparato ideológico, ese concepto representaba el mayor pecado que podía cometer un productor o un intermediario visual, pues a través de él, decía, podía caerse en una “actitud antipatriótica”. Lo cual impediría la “representación adecuada” de un continente “saturado de violencia y de potencialidad de riquezas, en donde la pujanza y la grandeza de las cosas debiera, como su misma naturaleza, emerger con rabia y turbulencia desde la jungla misteriosa hasta las elevadas rocas de los Andes.”

Los textos presentes en este libro (transcripciones de programas de radio, de artículos de prensa, reflexiones, entrevistas), presentan a un artista enfrentó el trauma que representó para el campo artístico colombiano el tránsito entre el academicismo de pastillaje a una modernidad bifronte (con sus caras apuntando hacia un nacionalismo intelectualizado o una abstracción fanatizada), viéndose envuelto en la vorágine del cambio: “no soy conservador del arte, porque el Maestro Abril tiene acciones en la Revolución Plástica Colombiana iniciada en el año de 1948, pero no es responsable del desviacionismo antinacional que ha sufrido el Arte [mayúscula capital del autor] de Colombia en los últimos tiempos.” Sí, escribía mezclando la primera y segunda personas del singular, como Gustavo Petro, pero eso no le resta mérito.

De hecho, Abril no se erigió en víctima de ese proceso. No declaraba lloronamente -como tanto artista “concernido”- ser bearing witness del conflicto. Por el contrario, trataba de entender qué época le tocó vivir. Para él, después del período identificado como la República Liberal, “se había presentado el momento propicio para concretar el movimiento renovador en las estructuras mismas de nuestro arte, ya que en lo político sólo predominaba la retaliación y la violencia.” Pero los artistas e intelectuales que debían encargarse de esa labor se pusieron del lado de la imitación. Ese fue su diagnóstico. Y de hecho, adelantaba reflexiones que casi ninguno de sus contemporáneos alcanzó a detectar y luego otros entendimos como una revelación historiográfica (firmada por autores europeos o estadounidenses -más imitación-). Por ejemplo, que el Departamento de Estado utilizó al expresionismo abstracto como arma de propaganda. Para él, “el abstracionismo se volvió importante cuando empezó a tomársele para usarlo como bandera política, para demostrar el atraso de los rusos en el campo de la plástica.” Y esto no era fruto de una inspiración teórica. El escultor afianzaba su alegato indicando que “los Estados Unidos hicieron suya esa bandera, paradójicamente, fueron entre otros, los mismos rusos emigrados a los E. E. U. U., quienes contribuyeron a hacer famoso el abstracionismo, nieto del constructivismo y el suprematismo.” ¿Vieron amiguitos? Con genealogía y todo.

De hecho, su encono contra la crítica imperante lo llevó a proponer un juego literario que “tendría sus lectores en el novísimo mundo de los hippies” y que debería aplicar los principios tipográficos de la poesía de Mallaré o la literatura de Joyce. Si la crítica se empecinaba en proteger al abstracionismo, ¿por qué seguía manteniendo la sintaxis y la ortografía? ¿Por qué no había “podido producir todavía artículos o ensayos que resulten del volcamiento de los tipos en desorden e impresos luego, para darlos a la circulación por entregas”? Y, como aquello no había sucedido, el escultor decretaba que “la inteligencia literaria se ha quedado atrás de las líneas de combate de la inteligencia plástica.”

Como señalan Jaramillo y Jaramillo, muchos de los manifiestos artísticos que se redactaron durante ese período apuntaban más hacia la administración cultural que a la distinción visual. Se denunciaban malas actividades de jurados o gestores, en vez de arremeter contra artistas que hicieran “mal arte”. Y eso, muy pocos lo han apreciado. Abril lo intentó, lo puso por escrito, pero aun no se ha revisado su producción. Hay tantas facetas qué cubrir de este personaje. Ya va siendo hora de recuperarlo. Creo.

 

Julio Abril
La sumisión del arte colombiano. Voces-protesta de un escultor
Ediciones Biblioteca de Autores Boyacenses, Tunja, 1973.

 

–Guillermo Vanegas

1 comentario

Encuentro con relación a lo expuesto de lo que se permitía Julio Abril con su tiempo (siglo XX), y lo que se permiten lo artistas de hoy siglo XXI, como lo dices Guillermo (sobre las convocatorias), un estatismo ruidoso, y a su vez silencios, que, del alguna manera necesita ya un nuevo aire, y pienso, (pese a no tener una respuesta o alternativa a ese cambio), que sí algo necesario por subvertir.