Viscoso

on familiaridad, Eduardo Serrano, el gestor artístico más brillante de Zapatoca (Santander, Colombia), recordaba así la participación de uno de los artistas más interesantes de su generación en uno de los eventos culturales más inflados del momento: “Adelante, colocados horizontalmente sobre el piso del Museo de Arte Moderno (entonces Planetario Distrital) y unificando el espacio asignado a su trabajo, se intercalaban dibujos y fotografías a escala 1:1, de las baldosas mencionadas, cuyo diseño –más tarde se sabría- correspondía con el del piso del estudio del artista.

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Wilson Díaz, Sementerio. 1994 – 1998. (Elementos: Sementerio (Pintura; de la serie: Retrospectiva, 2005); colección Humberto Polar – Elisenda Estrems, Lima; 10 dibujos remanentes con material orgánico sobre papel sellado; 229 cartones vacíos, sellados; registro fotográfico de la instalación, XXXVI Salón Nacional de Artistas; entrevista en audio a W. D. realizada por Emilio Tarazona (Cali, 2012); registro fotográfico de la destrucción de los elementos de la instalación (fotografía: Carmen Espinoza)), Cuerpo en disolvencia, curaduría de Emilio Tarazona, Fundación Gilberto Alzate Avendaño, 21 de junio- 14 de julio, Bogotá.

Con familiaridad, Eduardo Serrano, el gestor artístico más brillante de Zapatoca (Santander, Colombia), recordaba así la participación de uno de los artistas más interesantes de su generación en uno de los eventos culturales más inflados del momento:

“Adelante, colocados horizontalmente sobre el piso del Museo de Arte Moderno (entonces Planetario Distrital) y unificando el espacio asignado a su trabajo, se intercalaban dibujos y fotografías a escala 1:1, de las baldosas mencionadas, cuyo diseño –más tarde se sabría- correspondía con el del piso del estudio del artista. Y sobre ellos, entre dos vidrios separados por un marco de madera, Rojas había regado una sustancia espesa y blanca, que en la ficha técnica  la exposición se registraba como “materia orgánica” (una señora  [ji ji ji]) vomitó [ji ji ji]) al enterarse que era semen [ji ji ji].) Es decir, el ‘colbón’, había sido suprimido como medio de representación siendo reemplazado por el sujeto mismo, al tiempo que su obra se extendía involucrando a quien la mira en el especial misterio que propician las ‘ambientaciones’” (1)

Por supuesto la descripción original iba sin risitas. Pero se sentían. Mucho. Tan insidiosas que le impidieron a Serrano incluso, pensar sobre el efecto de esa obra en la mujer vomitadora. Es más, si no se ahorraba el comentario sobre las arcadas de la dama, ¿por qué no nos contaba dónde vomitó? Si lo hizo sobre la propuesta de Rojas, o tuvo la precaución de hacerlo privadamente, en uno de los baños del Museo, o en una de las esquinas de la oscura y ventosa callejuela que da acceso a ese húmedo y desprogramado y desangelado edificio.

Es decir, su recuento narraba mal una repetición del cuerpo (la presencia súbita de una reacción corporal ante la notificación de la presencia de un fluido corporal). Serrano perdió el tiempo haciendo chistes, para pasar de inmediato a comentar, confusamente, el valor material del ‘colbón’, “como medio de representación”, derivando de allí una digresión más confusa aún sobre “el especial misterio que propician las ‘ambientaciones’”. Magia + burla (+ chisme soterrado que luego se confirma). Pareciera que esta era la ecuación con que la que la crítica resolvía una serie de propuestas visuales frente a las que se percibía desguarnecida de herramientas teóricas. Por fortuna, esa época parece –repito, parece-, haberse superado.

El curador peruano Emilio Tarazona trajo en itinerancia Cuerpo en disolvencia, una exposición concebida, valga la expresión, gracias a un premio de investigación otorgado dentro de las bien orientadas y mejor dialogadas políticas de estímulos de la Oficina de curaduría de una Fundación cultural bogotana con nombre de político ultraderechista. Su interés era la exploración histórica de una variable relativamente fácil de resolver. Al preguntársele sobre este asunto Tarazona indicaba en un medio de su país: “… el tema de la exposición es la contraposición entre dos conceptos básicos, que son el cuerpo y el flujo, como conceptos complementarios pero en cierto punto opuestos. Pensar en la estabilidad del cuerpo, la solidez pensada como materia y el flujo como movimiento.” Fin. Una curaduría no amparada en la nebulosa teórica de libros mal leídos en segundas o terceras traducciones. Y si no quedaba claro, su resolución museográfica se definió así: “es una multimedia [que] consta de varios géneros, hay fotografía, objetos, dibujos, instalaciones y trabajos en video. Los trabajos reunidos en esta exhibición proponen una línea de lectura del arte colombiano de las últimas décadas.” Fin, otra vez. Fácil, ¿no?

Para materializar esta claridad la curaduría tuvo que enfrentarse a dos problemas: la presentación de materiales difíciles de manipular en términos de conservación (algunos incluso inexistentes); y la necesidad/posibilidad de mostrar aquellos hitos del arte contemporáneo nativo que se han hecho con/alrededor de fluidos.

Respecto al primer condicionamiento, Tarazona buscó alimentar su selección con documentos, comentarios impresos en fichas técnicas, registros procedentes de archivos elaborados por testigos de las presentaciones y reelaboraciones. En este sentido podían verse varios objetos junto a las fichas o al lado de las obras, que funcionaban como coartadas de las acciones. Por ejemplo, Sementerio iba acompañada con la grabación de una entrevista que Tarazona le hiciera a Wilson Díaz, su autor, más fotografías de la destrucción de la obra y algunas piezas guardadas por celosos coleccionistas; América, de María Evelia Marmolejo, contaba con la fotocopia del panfleto con que la artista acompañó su presentación en Madrid, hace veintiocho años; Glucosa en agua sal, de Erika Mabel Jaramillo presentaba lágrimas reunidas en un biberón, fotografías del montaje y un video de la presentación, etc.

Además, a lo largo de la muestra se sentía la tensión causada por la generación de información sobre una serie de obras fundamentadas en la precariedad evidente –o sobreactuada-, el repudio –primario- al museo y la reticencia –mentirosa- a la perpetuación. De hecho, esa brecha fenomenológica que aun pocos artistas colombianos han convertido en franquicia –promocionar residuos de performances arcanos a precios contemporáneos-, podía notarse en la protección que acompañaba al vidrio de Atenas C.C.: un plotter de corte pegado en el piso prevenía sobre la necesidad de no pisar el vidrio que cubría los papeles rehechos por el artista.

Ahora bien, esta proliferación de pruebas forenses parecía carecer de lo que muchas personas preguntaron durante la inauguración de la muestra y el tiempo que duró abierta: ¿por qué no hubo presentaciones en vivo? A la respuesta, que atendía el carácter histórico de la curaduría, valdría la pena añadir, de nuevo, el vacío filosófico: ¿resulta suficiente la presentación de registros de piezas ya desaparecidas para dar cuenta de su existencia en el tiempo? Los radicales de la artes del tiempo, negarán diciendo que definitivamente lo que se hizo para perderse en el viento debía permanecer así, como un recuerdo. El resto, nosotros, los historicistas, les llevaremos la contraria pensando en nuestro futuro. ¡Por supuesto que no, es necesario volver a los documentos! De lo contrario, ¿de qué viviríamos los teóricos, de hacer narración oral.

La segunda instancia se resolvió atendiendo más a la exploración de obras que no contaran con el beneplácito fácil de la taquilla convertida en canon: de Fernando Pertúz no se mostró la documentación de su ingestión de heces, de Elías Heim no se proyectó La Proeza del avaro, no hubo nada de María Teresa Hincapié, ni de María José Arjona, ni de tantos valores ya cimentados en nuestra memoria visual. Mejor aun, la apuesta de Tarazona se decantó por la exploración más esforzada y menos temerosa de refrescar la historia sin volver a las obras de siempre. Poniéndolo en otros términos, se notaba que su lectura provenía de un contexto ajeno al nuestro, pues obviaba saludablemente la talanquera estética de Plástica que ya hace tiempo muchos han tratado de resistir.

Finalmente, al recorrer la exposición no dejaba de aparecer otra pregunta, esta vez relacionada con la escasez de miradas panorámicas hacia la producción local de épocas o generaciones recientes. No sólo de dibujo, por supuesto, sino de todo lo demás. Y no sólo en libros, pues hace falta volver a ponerse en el problema de reunir y mostrar obras ya realizadas. De hecho, se necesita para entender por qué ahora se habla de una burbuja de arte colombiano y para que nosotros, los teóricos historicistas, fundemos franquicias investigativas que nos garanticen el sustento.

¡POR LA OMISIÓN DE HISTORIAS DE ARTE CONTEMPORÁNEO COLOMBIANO AFIANZADAS EN LA NARRACIÓN ORAL, PRESENTE, PRESENTE, PRESENTE!

Notas

1.- Serrano, Eduardo. «Grano y otras obras de Miguel Ángel Rojas.» Re-vista del Arte y la Arquitectura de América Latina (Medellín) 2, no. 6(1981): 42-47. Disponible en: http://icaadocs.mfah.org/icaadocs/ELARCHIVO/RegistroCompleto/tabid/99/doc/860486/language/es-MX/Default.aspx.

 

–Guillermo Vanegas