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Un comentario autobiográfico abre el libro. Tal como le sucedió a los miembros del Equipo Transhistoria, el encuentro con parte de la obra del Taller 4 Rojo es casual. O lo era. O ya no lo será. Puesto que Alejandro Gamboa ha decidido reducir casualidad y ampliar canon en una investigación de tres partes, donde enseña las consecuencias de la omisión histórica reiterada.

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Alejandro Gamboa, El Taller 4 Rojo: entre la práctica artística y la lucha social. Bogotá, IDARTES, 2011. Yo le quitaría el “El” al título.

“El artista politizado, intentó equipararse con el hombre del común, repugnó la distancia que lo aislaba del cuerpo social, denigró de su condición de clase media, e intentó un nuevo arte para la ‘nueva sociedad, que imaginaba muy cercana.”

Alejandro Gamboa

 

Un comentario autobiográfico abre el libro. Tal como le sucedió a los miembros del Equipo Transhistoria, el encuentro con parte de la obra del Taller 4 Rojo es casual. O lo era. O ya no lo será. Puesto que Alejandro Gamboa ha decidido reducir casualidad y ampliar canon en una investigación de tres partes, donde enseña las consecuencias de la omisión histórica reiterada. Que bien pudo ser de buena fe, pero como omisión al fin y al cabo distorsionó el relato. Es decir, Gamboa nos recuerda –y eso nunca sobra–, que la historia del arte es una ficción que se dice “objetiva” pero que –creámoslo–, a pesar de tanta “objetividad”, es escrita por hombres y mujeres que –creámoslo también-, por más historiadores que sean, tienen gustos, acarrean clichés y detestan a otros hombres y mujeres que, sobre todo por eso, habrán de quedar por fuera. Es decir, este libro hace parte del revisionismo reciente del arte colombiano producido en la década de 1970, pero también sirve para ilustrar la forma en que se fragua esa Historia general de la infamia en el arte local que tanta falta nos hace como documento.

De ahí que las partes más jugosas del libro sean las dos primeras. Una, donde Gamboa señala a algun@s responsables de la desaparición historiográfica del Taller 4 Rojo, a la vez que narra el origen, auge y autodestrucción del grupo. Otra, en que cuenta cómo buscaron y/o comprendieron sus integrantes la manera de mantenerse dentro del panorama institucional del arte colombiano mientras se abrían a la movilización de la izquierda local. Para hacerlo ofrece un punto de vista que promete: tratará de comprender los cambios en el lenguaje visual de las producciones atribuidas a ese Taller en lapso de tres años. Es decir, analiza el proceso en que sus imágenes pasaron de un cartel donde una mujer apunta con un fusil a quien la mira mientras detrás suyo se desarrolla una protesta; a una pintura al óleo donde dos hombres en primer plano encabezan una manifestación en que todo el mundo mira hacia el cielo con los puños en alto y la mujer aparece en segundo plano. El examen visual de una regresión ideológica.

Entre los factores que desencadenaron la fundación del Taller, Gamboa destaca la presencia de Nirma Zárate y Umberto Giangrandi en la Casa de la Cultura –importante iniciativa liderada por el director de teatro Santiago García con la idea de producir “un amplio movimiento artístico experimental y politizado.” Además de esto, influyó la labor docente de Carlos Granada y Giangrandi en la Universidad Nacional o las ventajas estratégicas que dio a Zárate y Diego Arango el conocimiento y manejo de la reproductibilidad serigráfica.

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La primera imagen del Taller fue un cartel dedicado a la líder María Cano. Y ahí ya estaba inscrita la paradoja: ¿cómo lo pondrían a circular en la esfera pública? ¿Apelando a los circuitos ya establecidos o abandonándolos? ¿Yendo y viniendo? Optaron por la última. Participaban y-no-participaban en eventos masivos de exhibición artística, recibían y-no-recibían premios en Salones Nacionales de Artistas, fueron apoyados por LA crítica del mainstream artístico colombiano (que vio en su obra una “adopción crítica de los lenguajes del arte pop”). Es decir, comenzaron-y-no-comenzaron. Tiempo después, volvieron a empezar, trazándose una serie de principios que iban a terminar por destruirlo todo. En palabras de Gamboa,

“dado el fortalecimiento del trabajo y el reconocimiento que iba adquiriendo, el Taller 4 Rojo desbordó los linderos de su propia producción y probó un funcionamiento como red de trabajo […] de esta manera, acercó a individuos y agrupaciones de diferentes disciplinas […] y también entabló relaciones permanentes con organizaciones de trabajadores, campesinos e indígenas.”

Estas últimas resultaron tan sensibles que en gran medida llevaron a que los estertores del Taller sonaran en clave de tradicionalismo realista. Según indica Gamboa, en la etapa final del grupo,

“… Diego Arango y Nirma Zárate retomaron la pintura al óleo que años antes habían abandonado, entraron en los cauces de un realismo más tradicional. Si bien las temáticas básicas eran similares, hubo una marcada reducción de la complejidad y densidad conceptual, apuntando a un contenido más directo y combativo […] El potencial político de la reproductibilidad técnica de las serigrafías y las formas renovadas de construir sentido que exploraron en las primeras obras del Taller 4 Rojo se fueron desplazando hacia preocupaciones por difundir explícitamente los contenidos representados, sin importar si para esto debían retornar a la pintura como objeto destinado a la contemplación…” (mi cursiva)

Pero esto que tan bien se lee, se ve minimizado incluso antes de que comience el libro en propiedad. Sus prolegómenos reiteran varias veces que escribir historia de arte en Colombia es, como todo, un ejercicio difícil. Que exige, por ejemplo, que el historiador se disculpe por lo que habrá de encontrar o que sólo cante las excelencias de sus fuentes primarias o se limite a hablar bien de los entrevistados. De ahí que, por ejemplo, en su comentario al libro, Adriana Suárez, señale que

“Esta situación […] efectivamente representa un importante obstáculo para el investigador pues, aparte de que lo obliga a ser muy cuidadoso con el manejo de los datos obtenidos a través de las entrevistas (ciertamente, al emprender esta metodología se debe partir de la premisa de que no se puede transgredir la confianza que el entrevistado deposita en uno), también lo constriñe –a veces en detrimento de los postulados que orientan la indagación- a seleccionar la información inédita que se publicará.”

Por lo que se ve, los artistas vanguardistas son supremamente sensibles con su inscripción en la tradición. Y esa petición oculta, pero pertinaz, de llegar a aplicarse resulta cómoda –escribir libros para tener más y mejores amigos–, pero peligrosa. Si no se puede escribir una investigación sobre un grupo de artistas beligerantes y contradictorio como casi todos, cuestionando sus prácticas ¿cómo hacerlo entonces, con abogados?

 

–Guillermo Vanegas