Vacío y fantasmagoría

“Art in Theory” fue una exposición de Santiago Reyes Villaveces, que se anunciaba a través de un volante de cartón blanco cuya cara anterior mostraba un marco rojo, al interior del cual se habían hecho dos líneas rojas y recortado las letras “I” y “N”, una junto a la otra. Bajo ese marco había otra línea, igual a las dos anteriores. En su cara posterior aparecía la información relacionada con el evento (Ciclo de exposiciones, Sala de proyectos, Departamento de arte, Universidad de los Andes, 16 de marzo, 6 de abril). Su contenido era, como un buen texto, claro, conciso, de lectura sencilla.

“Art in Theory” fue una exposición de Santiago Reyes Villaveces, que se anunciaba a través de un volante de cartón blanco cuya cara anterior mostraba un marco rojo, al interior del cual se habían hecho dos líneas rojas y recortado las letras “I” y “N”, una junto a la otra. Bajo ese marco había otra línea, igual a las dos anteriores. En su cara posterior aparecía la información relacionada con el evento (Ciclo de exposiciones, Sala de proyectos, Departamento de arte, Universidad de los Andes, 16 de marzo, 6 de abril). Su contenido era, como un buen texto, claro, conciso, de lectura sencilla.

Todo lo contrario de la exposición a que hacía referencia. En la puerta de la sala de exposiciones dos cortinas negras impedían la entrada de la luz e invitaban al asistente a una experiencia localizada –en virtud del recurso escenográfico inicial-, por fuera del universo cotidiano. Dentro de la sala se veían dos sombras de textos en inglés proyectadas hacia dos paredes. Al acercarse a la fuente de la proyección se adivinaba con dificultad el mecanismo que la hacía posible: un atril sostenía dos linternas que apuntaban por separado hacia un objeto geométrico de paredes delgadas que se sostenía por la fuerza de gravedad. Este objeto era la réplica a escala de la portada, el lomo y la contraportada del libro “Art in Theory” (Blackwell publishing, 1992), hecha en cartulina y a la cual le habían sido recortados sus textos de presentación. La luz atravesaba la superficie al mismo tiempo que mostraba en lo que sería la portada una decisión de diseño similar al marco y las líneas rojas que había en la invitación. Como un ejercicio de lectura, la obra de Reyes Villaveces daba inicio al momento de poner en circulación ese volante y obtenía su conclusión al asistir al lugar donde se encontraba. Durante el recorrido hacia la sede de la muestra se iba construyendo su texto central y frente a esa pieza se advertía que la perversión óptica impuesta por la sombra difusa de los textos recortados ofrecía un documento de contenido difícil de interpretar, casi como un libro mal impreso. O mal leído.

Para realizar esta pieza, el artista sumó varias estrategias: escogió un libro significativo dentro de la literatura utilizada para estudiar “teóricamente” los discursos más difundidos sobre arte durante del siglo XX en Europa y los Estados Unidos, intervino la superficie de su portada mediante un procedimiento casi quirúrgico, extirpó sus componentes internos y lo expuso en una sala de exhibiciones de arte instalada al interior de un campus universitario de acceso restringido. Gracias a esta serie de factores, el resultado de su conjunción no sólo fue una escultura blanda, sino también un prudente alegato en contra de cierto discurso teórico que comenzó a difundirse masivamente en las principales academias de arte del país a partir de los años noventa.
“APOSTILLA

Tenía razón un corresponsal aquí citado hace pocos días: a los grandes conciertos del Colón –por ejemplo, al de Rubinstein, el viernes pasado-, se cuelan muchos snobs. Son los que aplauden extemporáneamente y luego empiezan a quejarse de que el piano estaba desafinado y de que en determinado pasaje le faltó cromatismo [? al intérprete ¿Cuándo se acabará aquí tanta erudición de pacotilla?”

Noticiero cultural, El Tiempo, Bogotá, 1951

 

En muchas de las facultades y departamentos de arte que actualmente funcionan en el país existe una preocupación por parte de estudiantes y profesores respecto a la bibliografía que habrá de orientar su trabajo pedagógico. Al enfrentarse a la cuestión del contenido teórico, gran parte de los segundos optan por seguir una vía trazada desde los centros de educación superior más reconocidos en el campo internacional y derivan de allí una apropiación de textos y autores canónicos. Lamentablemente, algunos de estos profesores acceden a dicha información sin proveerse de las herramientas necesarias para sacar provecho de dichas lecturas y en ocasiones terminan transmitiendo afirmaciones válidas para el contexto donde se escribió tal o cual documento, sin evaluar su pertinencia dentro del ámbito local. Esta práctica, convertida en un acto de lectura automática, ha terminado por convertir a venerables estudiosos y académicos extranjeros en criaturas intelectuales magníficas, superdotadas de un incomparable espíritu crítico. Para quienes hayan sufrido, o sufrirán, esta experiencia, los apellidos Kraus, Greenberg, Foucault, Derrida, etc., les despertarán un mal sabor de boca. En realidad, una de las causas de este efecto es la débil formación conceptual de ciertos profesores avenidos a estetas, críticos, comentaristas o teóricos por efecto de un simple afán de actualización intelectual. De hecho, en cierta ocasión alguien vinculado a la academia percibía la aguda desorientación que esta actitud despertaba en los estudiantes de artes, comentando que esta situación obedecía a que muchos de esos alumnos enérgicos y perdidos “reaccionaba a los consejos de unos maestros que les habían enseñado las palabras y sus formas, pero no la posibilidad de interpretarlas”(1).

De ahí que muchos agentes del sector académico tomen estos escritos como piezas autónomas e irrefutables, sin resistirse a la deformación doctrinaria que adquieren por efecto de su utilización sin debate. Como resultado de ello, esta actitud ha producido variados mecanismos de defensa o comportamientos de odio indiscriminado contra toda forma de intelectualización o, pero aun, adefesios teóricos desprovistos de cualquier balance conceptual. Molestia y erudición estúpida se ofrecen entonces como las constantes que ilustran esta circunstancia. En este sentido, Reyes Villaveces analiza el problemas de difundir y reproducir todo tipo de pensamiento teórico en las academias de arte, vaciando de sentido la necesidad apremiante de algunos ejercicios artísticos que buscan sostenerse con base en un discurso extraño a la pieza misma. Como lo demuestra en su trabajo, el documento está ahí, pero (como sucedería con un documento de teoría crítica, de Estudios Culturales o de Postcolonialidad mal comprendido por un artista), su proyección es imprecisa, miope, dificulta la tarea del espectador. Aplicando un recurso clásico del arte contemporáneo dirige toda la experiencia de la obra hacia lo sensorial (puesto que se trata de una proyección de sombras contra una pared), para desubicar el trono perceptivo que orienta la actividad del observador (puesto que su monopolio visual no queda completamente satisfecho al enfrentar la pieza). De tal manera, “Art in Theory” termina explorando la disfuncionalidad orgánica a que ha sido sometida la práctica artística luego de que ingresara (tal vez de manera irremediable, como sucede con toda esfera de conocimiento cuando queda en manos de una comunidad especializada) a la institución universitaria. Posiblemente, tanto él como todos nosotros, tenga una lista de autores preferidos u odiados y su relación con ellos haya sido problemática en algún momento de su vida. Sin embargo, al abstraer el arduo ejercicio de atracción y repulsión que se da ante un libro árido y el posible beneficio que se derive de su estudio, este artista expone la dependencia que tenemos de cierta información para conformar una gramática particular que nos permita hablar de arte en nuestra época. Como sucede en cualquier comunidad conformada por sujetos identificados bajo intereses comunes, nosotros no nos distinguimos de cualquier gremio profesional y hacemos circular ciertos documentos de cabecera. El problema del campo artístico respecto a esto consiste en configurar a partir de ciertos libros una actitud confesional, bastante cercana a la que desencadenan las obras de literatura  moralizante.

Guillermo Vanegas

Notas

1.- Lucas Ospina, “Juan Mejía es bruto como un pintor”  en La educación sentimental,  catálogo, Sociedad de Mejoras Públicas de Cali, 2005.

 

Fantasmagoría: espectros de la teoría

El texto “Vacío” de Guillermo Vanegas parece decir lo suficiente sobre la obra «Art IN theory» de Santiago Reyes. Tal vez escribir más sobre ésta obra es caer en una trampa: es una obra que satiriza la teoría pero a la vez tiene un potencial inmenso para generar más teoría (al parecer el impulso de destruir el arte sólo genera más arte). Ante esa artimaña todo escribidor debería guardar un silencio semejante al que se hace al entrar en una sala oscura —como lo era la sala de ésta exposición. Pero siempre un silencio cargado de palabras: la obra iba más allá de generar un silencio lelo, pasmado de asombro, como el que genera un espectáculo o una agrupación consistente de obras hechas con sombra, vapor o humo, que parecen más cercanas al truco que produce un mago de Disney que al desencanto veraz del Mago de Oz (al final de esa película se ve como el Mago de Oz sólo hace trucos, pero al mostrar como hacerlos contamina a todos de una magia que carece de ilusión). El fantasma de la teoría es una idea condenada a vagar eternamente por el aire; los artistas, curadores, críticos, profesores y estudiantes han sido incapaces de darle una forma física (pero no mediante la ilustración sino a través de la poesía). La fantasmagoría es el uso religioso —como credo— de la teoría para justificar la presencia y actividad de los programas de arte en la universidades y en otras instituciones. Por fortuna “Art IN theory” muestra que el contenido del libro, a pesar de estar vacío, no se ha desvanecido entre las retóricas de la diletancia —tan propias de muchos de los mercaderes que nos ganamos la vida hablando de arte. “Art IN Theory” mata el tigre pero no se asusta con la piel o con los espectros de la teoría.

—Lucas Ospina

 

“Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades sociales naturales de dichas cosas, y, por ende, en que también refleja la relación social que media entre los productores y el trabajo global, como una relación social entre los objetos, existente al margen de los productores. Es por medio de este quid pro quo [tomar una cosa por otra como los productos del trabajo se convierten en mercancías, en cosas sensorialmente suprasensibles  o sociales. De modo análogo, la impresión luminosa de una cosa sobre el nervio óptico no se presenta como excitación subjetiva de ese nervio, sino como forma objetiva de una cosa situada fuera del ojo. Pero en el acto de ver se proyecta efectivamente luz desde una cosa, el objeto exterior, en otra, el ojo. Es una relación física entre cosas físicas. Por el contrario, la forma de mercancía y la relación de valor entre los productos del trabajo en que dicha forma se representa, no tienen absolutamente nada que ver con la naturaleza física de los mismos ni con las relaciones, propias de cosas, que se derivan de tal naturaleza. Lo que aquí adopta, para los hombres, la forma fantasmagórica de una relación entre cosas, es sólo la relación social determinada existente entre aquéllos. De ahí que para hallar una analogía pertinente debamos buscar amparo en las neblinosas comarcas del mundo religioso. En éste los productos de la mente humana parecen figuras autónomas, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Otro tanto ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo no bien se los produce como mercancías, y que es inseparable de la producción mercantil.”

El Capital / Tomo I: “El Proceso de Producción del Capital”

—Karl Marx

 

¿silencio?

Tal vez Lucas visitó “Fantasmagoría” en uno de los raros momentos en donde no había público, pues -juzgando por las miles de personas que la han visto hasta ahora- la exposición genera todo tipo de reacciones menos “silencio lelo”: sería más adecuado hablar de intriga y fascinación frente a los espectros digitales de Jim Campbell; compasión frente a la procesión de sombras de William Kentridge; sobresalto ante la banca humeante de Jeppe Hein; repulsión frente a la columna de vapor con fluidos corporales de Teresa Margolles; intriga frente a la ominosa nube digital de Laurent Grasso. No creo tampoco que “Aliento” de Óscar Muñoz, una de las obras más importantes del arte colombiano en la última década, genere un silencio pasmado, ni que las imágenes de archivo que se desvanecen en el aire -como el recuerdo se desvanece en la memoria- en la obra de Rosangela Renno, no logren generar en el espectador más que una mudez de asombro.

No se si la referencia a Disney haya sido hecha con conocimiento de causa o sea un simple comentario derogatorio, pero justamente la Fantasmagoría de Robertson, que funcionó en los úlimos años del siglo 19 y principios del 20, fue el antecedente directo del parque temático contemporáneo. En su versión más compleja, Robertson montó este espectáculo en un convento Capuchino abandonado, a donde la gente llegaba luego de atravesar entre las tumbas de las monjas; una vez adentro, la sesión era marcada por sonidos espectrales, luces, humo, azufre y actores, en una perfecta sincronización para generar en el espectador una experiencia de miedo, asombro y diversión. Es esta acepción de fantasmagoría la que invoco en la exposición. Todos sabemos que el término dejó de ser usado para designar los espectáculos de “fantasmas” e hizo el tránsito en el lenguaje común para referirse a lo vano y lo ilusorio, y que en ese camino el término ha sido retomado por Marx, Adorno y Benjamin, entre otros pensadores. Pero no es a esa fantasmagoría a la que hace referencia esta muestra.

Jose Roca

 

“Vamos a ver al Mago, El Maravilloso Mago de Oz”

—de la película “El Mago de Oz”

Hace bien el curador de “Fantasmagoría” en cuidar sus obras; en evitar que todas caigan bajo el tamiz de la fórmula michicata y calificatoria —“silencio lelo”— que emitió éste opinador. El curador hace el bien al decir que las obras de su exposición generan —en las miles de personas que las visitan— intriga, fascinación, compasión, sobresalto y repulsión. También hace bien el curador al especificar que la “disneyficación” no es algo derogatorio sino un efecto que ampara a su curaduría: producir en el espectador una experiencia de miedo, asombro y diversión. En ese sentido buscar en la exposición “algo más” parece ser una fatua pose intelectual; pero qué se le va a hacer, a éste opinador le hizo falta una excepción a la regla dentro del “diseño total” de la exposición—tal vez con incluir una fantasmagoría que no correspondiera a los paradigmas del «arte interactivo» o de la ilustración me habría bastado— y de esa manera se podría haber generado un distanciamiento, o un “silencio cargado de palabras”, o un tedio (para los parámetros del entretenimiento), que hiciera que la distancia entre arte y vida no fuera llenada con miedo, asombro y diversión, o con el producto de una serie de pases mágicos (parecidos a los efectos de seguridad, idolatría y marrullería con que el presidente, o líder mago de la nación, hechiza día a día la mente de los colombianos). En la fantasmagoría del curador quedé atrapado entre las “neblinosas comarcas del mundo religioso” del arte; con mucho agrado eso sí —todos tenemos un cuerpo con ojos, aliento, piel, olfato, oído y sobretodo corazoncito—, pero mi crítica sólo puede comulgar de manera parcial con el fetichismo lelo que nos producen algunos de los productos de la eficiente máquina de la gestión cultural.

Agradezco la amplia respuesta del curador a las pocas líneas que escribí. La crítica puede ser un arte de la provocación —que a todos nos pone a improvisar. El texto de “Fantasmagoría” se escribe entre varios (ya antes alguien, adelantándose al curador y a mi, había publicado en esfera pública un texto sobre esta exposición. También no sobra revisar lo que origina esta discusión, un texto de Guillermo Vanegas sobre la exposición “Art IN Theory” de Santiago Reyes)

“Mago de Oz: Ellos tienen algo que tu no tienes: un diploma. Entonces, por la virtud de la autoridad que me confiere la Universitartus Committiartum E Pluribus Unum, yo te confiero el título honorario de PeD.

Espantapájaros: ¿Pe.D?

Mago de Oz: Eso es… Doctor en Pensamientología.”

—de la película “El Mago de Oz”

 

—Lucas Ospina

 

houdini

 

Cada cual según su medida. Cuando Lucas Ospina dice que cierta Fantasmagoría genera “un silencio lelo, pasmado de asombro, como el que genera un espectáculo o una agrupación consistente de obras hechas con sombra, vapor o humo”, no creo, como José Ignacio Roca parece creer, que esté señalando el vacío silencioso producido por una simple ausencia de público. Sugerir que a ése silencio le quedaron faltando “palabras” es, a mi modo de ver, reclamar la inteligencia que nos queda debiendo el curador en su montaje.

Justificar la respuesta del público con posibilidades de “Intriga y fascinación”, “compasión”, “sobresalto”, “repulsión” e “intriga” (bis), no sólo comprueba esta carencia sino que resulta doblemente intrigante, pues acude al repertorio emocional que utilizan los críticos de los periódicos al calificar las películas de estreno para no tener que entrar en detalles. Y para mantener el suspenso y compensar de algún modo esta salida ligera, nos sale enseguida con el naipe escondido de una declaración contundente: que Aliento, de Óscar Muñoz, es “una de las obras más importantes del arte colombiano en la última década”, para hacernos creer, con su “silencio cargado”, que a esta afirmación temeraria le sobran argumentos.

También, y aqui ya va siendo método en sus columnas y réplicas, introduce una retórica de contradicciones diversas en donde nos “deslumbra”, primero, con la revelación de “la Fantasmagoría de Robertson, que funcionó en los úlimos años del siglo 19 y principios del 20” y que “fue el antecedente directo del parque temático contemporáneo.” (que para nuestro curador ilusionista saltó ansiosamente por encima de su período moderno). Descripción deliciosa y literal del asunto, ajustado por una palabra, lo “contemporáneo”,abracadabra reciclado que garantiza desde hace un tiempo la validez anticipada de todo espectáculo. O si no, qué es lo que continúa diciendo?, pues nada menos que lo mismo, pero en detalle: “En su versión más compleja, Robertson montó este espectáculo en un convento Capuchino abandonado(!), a donde la gente llegaba luego de atravesar entre las tumbas de las monjas(!); una vez adentro, la sesión era marcada por sonidos espectrales, luces, humo, azufre y actores(!), en una perfecta sincronización para generar en el espectador una experiencia de miedo, asombro y diversión.(!)” [Mis exclamaciones. Seguida, como si nada, de una segunda revelación igualmente importante: aquella de que es precisamente “esta acepción de fantasmagoría la que invoco en la exposición.” Lo que termina por violentar el secreto escatológico de todas las magias escénicas.

Y antes de que logremos recuperarnos del “asombro” prosaico (como el que sentí alguna vez en un documental que ponía al descubierto los clásicos trucos de la magia), y para que no quepa duda de que pudo integrar la precisión con que Ospina citó la lucidez del pensamiento marxista, nos distrae la vista con un pase de manos diciendo: “Todos sabemos que el término dejó de ser usado para designar los espectáculos de ‘fantasmas’ e hizo el tránsito en el lenguaje común para referirse a lo vano y lo ilusorio, y que en ese camino el término ha sido retomado por Marx, Adorno y Benjamin, entre otros pensadores.” Para cerrar con cortinas de humo, bajo la tutela y respaldo obligado de esta trinidad referente, con una paradoja fantástica; tercera y última revelación que nos deja francamente tosiendo (por aquello del humo): “Pero no es a esa fantasmagoría a la que hace referencia esta muestra.” (!!!)

La contradicción natural y automática de sus argumentos, en este caso la capacidad de invocar lo que no hace referencia, no es algo que resulte demasiado novedoso. Si uno se toma la molestia podría descubrir en sus textos y líneas el mismo mecanismo de supervivencia que introduce simultáneamente una cosa y su opuesto

PFalguer

*Publicado en http://falguer.wordpress.com

 

Una sombra ya pronto serás

Reenvío este artículo de Humberto Junca publicado en Arcadia, que seguramente será de interés para la discusión en curso.

MBoom

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Una sombra ya pronto serás

Aliento, humo, gases y todas esas presencias invisibles son los protagonistas de una exposición inolvidable. Un recorrido por el mundo de las fantasmagorías de algunos de los artistas contemporáneos más interesantes del momento.

Por Humberto Junca

 

Sin duda alguna, en lo que va corrido del año la exposición más viva, visitada y comentada, es Fantasmagoría, espectros de ausencia, muestra colectiva curada por José Ignacio Roca que se muestra en la Sala de Exposiciones Temporales del Museo del Banco de la República hasta el 21 de mayo. Relevante por mostrar obras de doce artistas destacados en la escena del arte contemporáneo internacional y por exhibir piezas cuyo funcionamiento técnico va más allá de lo común (aunque algunas de las obras participantes funcionan con base en fenómenos de proyección y movimiento simplísimos); lo más notable es que atrapa al espectador de una forma en que pocas exposiciones lo han hecho. Al respecto su curador comenta: «Creo que esta exposición logra tocar de alguna manera una fibra que remite a ese momento en que las imágenes nos lograban maravillar y sobrecoger, como esa sombra que uno ve de chiquito estando solo y que nos sobresalta».

Al visitar Fantasmagoría la alusión a la infancia es evidente. Los espectadores se enfrentan a sombras, engaños visuales, desapariciones, o presencias tan leves que parecen no estar. Sin embargo, su génesis estuvo lejos de un mero divertimento con lo macabro: Roca fue invitado a participar en Independent Curators International, fundación con sede en Nueva York, dedicada a producir exposiciones de arte contemporáneo de muy buen nivel en museos de Estados Unidos que no tienen la infraestructura suficiente o el presupuesto para realizar exposiciones de curadores o artistas internacionales. La i.c.i. impulsa a sus curadores a hacer proyectos itinerantes que puedan presentarse en cuatro museos por año, y así reparte entre estos los gastos de producción y transporte de eventos que no se podrían mostrar de otra manera. Dice Roca: «Pensando en que la exposición tenía que viajar y en lo posible ser económica, me acordé de una cosa que me dijo el artista francés Christian Boltanski cuando estábamos montando su exposición en Bogotá hace unos años: «Yo no me complico más la vida, ahora me invitan a cualquier lado y yo hago mis muñequitos, pequeñitos, así, en alambre y les pongo un bombillo al lado y con sus sombras lleno todo el lugar». Y así lo hizo en aquella ocasión: presentó pequeñas figuras girando alrededor de bombillos en cuartos oscuros, proyectando su presencia de forma increíble.

Para solucionar un problema económico, Roca siguió el consejo de Boltanski y escribió una lista con los posibles candidatos de un proyecto curatorial alrededor de la ausencia y la pérdida, con obras hechas con sombras, con vapor o gases, y que en un comienzo se iba a llamar Sombras y niebla como la película de Woody Allen; decisión inteligente y eficaz porque está claro que no hay nada más barato que transportar fantasmas. Pero en su decisión pragmática también hay una apuesta por un tipo de arte diferente, ese que poco vemos y que reta los preconceptos y prejuicios que el visitante a galerías y museos puede tener: estamos acostumbrados a pensar la obra de arte como un objeto que no cambia, objeto nítido, preciso, precioso, un bien mueble con valor de cambio, como una pintura al óleo que uno no quiere que se quiebre ni se decolore. Esta idea clásica del objeto de arte eterno, sin cambios, se cuestionó en las vanguardias del siglo xx con un sinnúmero de experimentos que volvió al arte como los hombres y la vida misma: cambiante, inestable, finito. Las esculturas constructivistas, por ejemplo, comenzaron a moverse como si fueran sujetos. Otras piezas, incluso se rompían o deshacían frente al espectador… el tiempo comenzó a contaminar la producción artística en obras que cambiaban frente a los ojos de la gente y el cine y el teatro se mezclaron con lo plástico.

Teniendo en cuenta lo anterior, es importante observar que muchos de los artistas que usan sombras en la muestra de José Ignacio Roca, comenzando por Boltanski, hacen referencia a la tradición del teatro de sombras o de «la Fantasmagoría» (de ahí el título definitivo de la muestra), la más notable de una serie de extravagancias teatrales muy populares en Europa en los siglos xviii y xix que combinaban juegos con velos, cristales, lentes, espejos e incienso, azufre y otros olores capaces de producir mareo, todo para generar en el espectador sensaciones terroríficas y fascinantes a la vez.

Pero la sombra, protagonista indispensable en esta exposición, tiene históricamente un vínculo directo con el origen del dibujo y la pintura. Quintiliano escribió que el primer dibujo fue aquel que hizo un pastor siguiendo con su varita la sombra que proyectaba sobre la tierra una de sus ovejas. «Y en la Historia natural –observa Roca– se dice que la pintura nació en el momento en que alguien trazó el contorno de una sombra en una pared». Incluso, las proyecciones de sombras, por arcaicas que parezcan, hacen parte del desarrollo de la cámara oscura y por tanto de la fotografía y el cine (esa actual, poderosa y atrayente caverna de Platón). Otra decisión que ha hecho de Fantasmagoría, más que una exposición; una experiencia notable, es sin duda la inclusión en la muestra de obras interactivas. Aliento del colombiano Óscar Muñoz, Banca humeante de Jeppe Hein (un joven artista danés que ya ha tenido una exitosa exhibición individual en el Centro Georges Pompidou de París) y Coincidencia sostenida del mexicano Rafael Lozano-Hemmer son piezas que requieren la presencia activa del espectador como actor protagonista de la obra misma. En la de Muñoz es la respiración, el aliento del espectador, lo que la hace visible. En la obra del mexicano, creada especialmente para la exposición, un sistema electrónico de vigilancia controla el encendido de una fila de bombillos, así el visitante se mueve y los bombillos se prenden acompañándolo, haciendo que su sombra se proyecte de manera intermitente y en una secuencia y posición «antinatural», no correspondiente, en una gran pared blanca destinada para ello. La Banca humeante de Hein es la pieza más fotografiada de la exhibición: un asiento está ubicado frente a un gran espejo, cuando el espectador se sienta para mirar su imagen en él, activa un mecanismo que acciona una caja de humo como de discoteca ubicada dentro del asiento. Así una densa nube cubre sorpresivamente al espectador que ve en el espejo cómo su cuerpo desaparece tras la niebla. Ha tenido tanto éxito este artilugio que tuvieron que apagar el mecanismo unos días porque la gente únicamente entraba a la exhibición a hacer fila para sentarse en la banca y con la cámara del celular tomar la foto de su reflejo desapareciendo en el espejo.

En su libro Sobre la fotografía Susan Sontag escribe: «El acto fotográfico, un modo de certificar la experiencia, es también un modo de rechazarla (…) El viaje se transforma en una estrategia para acumular fotos. La propia actividad fotográfica es tranquilizadora, y mitiga esa desorientación general que se suele agudizar con los viajes. La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto». Que los visitantes a esta exposición se tomen fotos mientras desaparecen no es solo una coincidencia poética aislada; demuestra sobre todo el éxito de esta curaduría al ser capaz (ya sea con medios sofisticados como Hein o artesanales como Muñoz o Boltanski) de hacernos sentir a los espectadores experiencias inesperadas, como visitantes de un cuarto oscuro y misteriosamente atrayente, asombrándonos, haciéndonos sostener la respiración como niños perdidos e inseguros. Cosa fundamental hoy día, porque a veces olvidamos que no todas las cosas son lo que parecen en este mundo de proyecciones y de sombras.

fuente:
http://www.semana.com/wf_InfoArticulo.aspx?IdArt=102238

 

Muy juiciosamente me puse a oir a Roca leer su texto online. Como es bastante largo y el tono de su voz tiende a producirme un efecto hipnótico -entumeciendo mi neurona con la solemnidad evidente y anecdótica de su saturación contextual- quisiera saber si nosotros, atentos y despiadados miembros de esta esfera pública, pudieramos acceder al texto escrito para atenderlo en detalle.

Por otra parte, en esta clima de extinciones y últimas oportunidades, El Museo del Barrio de NYC está presentando actualmente en cartelera ‘the Disappeared’. (Echavarría, Muñoz, Camnitzer, etc)… pues la “cosa” está en el aire.

Ahí les lanzo entonces una reseña publicada en The New York Times-April 7, 2007 -desafortunadamente en inglés.

PFalguer