una crítica de arte

El interés por la crítica de arte ha disminuido notablemente en las últimas décadas. El crítico de arte desapareció y su puesto fue ocupado por el curador de arte. Esta transacción no pasó de un día a otro, fue un proceso lento y gradual. Algunas veces se dio una mirada al asunto y tanto el público como los especialistas se vertieron con estusiasmo sobre ciclos de conferencias y publicaciones dedicadas a resaltar la importancia de la crítica de arte, pero estas iniciativas nunca alcanzaron una dimensión significativa: los hechos siempre demostraron que preguntarse por la crítica de arte era contraproducente, las inquietudes de ese tipo eran una herencia del pasado ajena al espíritu de estos tiempos. La crítica de arte ponía límites donde ya nadie los veía: si un curador decía que la obra de un artista era política, el crítico de arte diría que para que fuera política tendría que alcanzar antes una dimensión política; si un periodista era fiel a los comentarios de un artista y los amplificaba en la prensa, el crítico de arte usaría las palabras del artista para medirlo bajo sus propias premisas; si un publicista inventaba una campaña de caridad donde los artistas hicieran obras, el crítico de arte “criticaría la calidad de las obras” olvidando el noble fin que había detrás de la campaña; y finalmente, si un medio de comunicación daba espacio a un crítico de arte, tarde o temprano el crítico terminaría criticando al medio de comunicación. Esta actitud del crítico de arte no era consecuente con la idea de religar arte y vida, al contrario, al describir los límites de la obra de arte el crítico lo que hacía era evitar que el arte fuera parte de esa promesa de paz y libertad que ilusiona a la humanidad en los momentos más difíciles. El crítico de arte mediante su descripción no añadía nada, se limitaba a limitar; el crítico de arte era un parásito que nadie sabía para que servía o que interés perseguía.

Ha sido siempre urgente dar una respuesta a los cuestionamientos apocalípticos que se empeñan en declarar el fin del arte —o a aquellos más recientes que preguntan sobre el papel del arte ante la globalización o que versan sobre la responsabilidad ética del artista transnacional dentro de la moralidad postcolonial (por no decir posmoderna)– esas preguntas, y muchas otras, demandan una respuesta inmediata y cualquier digresión que entorpezca esas pesquisas de la teoría es un ejercicio practicado únicamente por diletantes. Porque preguntarse aquí y ahora sobre “¿Porqué o para qué hacer crítica de arte hoy día?” es propiciar una paradoja. Se sabe que el arte actual es tan crítico que el espacio que ocupaba la crítica de arte ha sido invadido por la obra misma, decir “crítica de arte” es un sofisma, pretender criticar al artista es desconocer el nivel de especialización al que ha llegado el sector de la cultura. Ya no es la época en que el artista sabihondo de técnica pero falto de teoría era víctima de comentarios malévolos y algunas veces justificados, “bruto como un pintor” se decía. Ahora gracias a la profesionalización del arte, los artistas que se gradúan de las universidades han dejado bien atrás a su pariente el artesano y han alcanzado un nivel de conciencia histórica y de autoreflexión que hace posible, por ejemplo, que esa mala pintura que vemos en la galería no sea una mala pintura (como la llamaría un crítico de arte) sino una crítica a la mala pintura. “Pinto mal para poner en evidencia la mala pintura” es el gesto del artista contemporáneo, una crítica que demuele a la academia, una crítica que demuele al comercio y finalmente, una crítica que demuele a la crítica (de arte); y si bien el crítico de arte podría inferir cierta contradicción en el hecho de que la crítica que demuele a la academia sale de la universidad o que con la crítica que se demuele el comercio se comercia, estos argumentos confirman el ocaso de un pensamiento procrastinador que mediante comentarios irrefutables pero poco convincentes se abstiene a participar del goce de este mundo.

lucas ospina

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