Tiburones

Para quienes todavía están interesados en el tema de Damien Hirst, va una columna que se publica hoy en El Espectador >

TIBURONES

YO SOLÍA PENSAR QUE DAMIEN HIRST era un personaje despreciable. Hoy ya no estoy tan seguro. Sigue siendo cierto, en mi opinión, que lo que este famoso inglés vende como arte no tiene ninguna relación, digamos, con un bello cuadro de Caravaggio, de Picasso o, incluso, de Lucian Freud. No obstante, debo aceptar que Hirst sí se perfila como un gran artista, el gran artista del billete. Nunca nadie había logrado implantar una confusión tan extrema entre dinero, fama y arte como él.

No voy a inundar al lector con cosas que puede averiguar en Google o en las páginas oficiales de los periódicos. Baste con decir que en días pasados Hirst se lanzó a subastar sin intermediarios en Sotheby’s 287 piezas recientes y logró ventas por más de 200 millones de dólares, un platal. Una de las obras vendidas lleva el muy apropiado nombre de El becerro de oro y es el cadáver de un torete sumergido en formol, con cascos y cuernos de oro y una diadema dorada. Por si las moscas, Moisés todavía no ha bajado del Sinaí a armar tropel.

Agradece uno que el contenido conceptual de este arte no sea tan idiota como de costumbre. Hirst, entrenado primero por el publicista Charles Saatchie y luego por los galeristas Jay Jopling y Larry Gagosian, demostró que cuando uno se dedica a vender objetos a especuladores y a multimillonarios incultos y exhibicionistas, lo esencial es pegarle a un concepto bien escandaloso y luego generar muchísimo ruido. De ahí en adelante ya no tendrá que hacer mayor cosa, como no sea contratar a artesanos que hagan el trabajo físico y dejar abierta la cuenta bancaria para que entren en avalancha los millones.

Se suele hablar de arte conceptual: pues bien, Hirst descubrió que el concepto central de todo este asunto es el mismo que predomina en el mercadeo: la marca. Una obra suya no es más que una forma sofisticada de loción o de champú. Dicho de otro modo, la brillantez del tipo consiste en haber descubierto la conexión, que otros hacían hasta lo imposible por ocultar, entre la nueva riqueza, el mercadeo global y el así llamado arte contemporáneo.

Con todo, me parece todavía más brillante haberse convertido en un símbolo. Piénsese: ¿bajarán alguna vez de precio los objetos de Hirst? Ese día, desde luego, lo que don Damien tiene que hacer es dar un tremendo remate de corrida, por cuanto no es mérito menudo acumular esa cantidad de millones vendiendo objetos tan deleznables. Pero el hombre compró un seguro: los astronómicos precios de sus obras se han vuelto simbólicos, de modo que no sólo mucha gente no quiere que baje lo que compró a millones, sino que de devaluarse el símbolo, el resto del andamiaje se vendría abajo. Porque si mañana los cadáveres en formol, los becerros de oro y los cráneos incrustados de diamantes pelan el cobre y bajan de precio, ¿cómo vender el resto de extravagancias del arte contemporáneo a precios exorbitantes? Esto logra pura magia conceptual: el resto de los involucrados trabaja para él, a gusto o a disgusto.

La ética del asunto es, desde luego, dudosa. En la subasta de la semana pasada los galeristas amigos del artista, que además tienen muchas obras sin vender, estaban apostando. Pero eso no está prohibido. ¿Una nueva burbuja? Sin duda, sólo que al ver a los compradores girar los cheques llenos de ceros, uno piensa lo mismo que piensa cuando ve a la gente de Zipaquirá protestar contra las pirámides locales. ¿Se van a quejar? ¿Acaso alguien los obligó a creer en pendejadas? Damien Hirst a la hora de comprar arte no es bobo: se gasta su plata en cuadros de Francis Bacon.

Andrés Hoyos
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