Terapia: Los diez más poderosos del arte nacional (Segunda sesión)

¿Qué pasó con la preponderancia de la Galería El Museo que en los años noventa tenía una edificio de cinco pisos en la Zona Rosa y el apoyo tácito de un poderoso mecenas? ¿Qué pasa con la Galería La Cometa que cuenta con una amplia sede propia y que, junto a El Museo, tienen un variado y valioso surtido en bodega? ¿Que le pasó al espacio de la Alonso Garcés Galería, con su espléndida escalera, su gran sala de techo alto, donde expusieron los más importantes artistas de los ochentas y noventas, y que llegó a representar a Doris Salcedo? ¿Qué pasa con Valenzuela y Klenner, una de las empresas precursoras y con más experiencia en esto del “arte contemporáneo”? ¿Por qué nadie se peleó por representar a los artistas que quedaron sueltos a raíz del cierre de Galería Al Cuadrado? ¿Qué pasó con la nómina inicial de ocho artistas a la que le apostó la Galería Nueveochenta en su fundación y que luego fueron saliendo uno a uno de este espacio?

Catalina Casas

¿Por qué esta galerista es la segunda más poderosa? A lo ya dicho por La Silla Vacía —los privilegios del programa “Colombia es pasión”, el tour de curadores extranjeros y el posicionamiento internacional de sus artistas— se podría añadir, en la onda sicomágica de las constelaciones, que el padre de Catalina Casas, Alberto Casas, exministro de Cultura y caballero de la mesa redonda de Julio Sánchez Cristo en La W, no es ningún aparecido en esto del arte: coleccionista por décadas, se casó con una artista y tuvo la agencia de Publicidad Atenas que patrocinó el Salón Atenas y marcó a la generación de artistas emergentes en el tránsito de los años 70 y 80. Casas padre compró la antigua Galería Diners que su hija retomó en el 2005 y a la que ella le cambió el nombre por el de un espacio que había manejado en Miami desde el 2001. Pero este enfoque marcado por el complejo de Electra limita a Casas hija a navegar bajo la estela mítica de su padre, y tal vez lo más importante de esta galería y de la labor de su directora, ha sido precisamente saber matar al padre: el tomar distancia de la generación anterior de galeristas y de antiguos conocedores de arte, aprender de los actores de la “franquicia del arte contemporáneo”, catalizar con método esas experiencias a favor de su espacio y saber comunicar sus logros.

¿Qué pasó con la preponderancia de la Galería El Museo que en los años noventa tenía una edificio de cinco pisos en la Zona Rosa y el apoyo tácito de un poderoso mecenas? ¿Qué pasa con la Galería La Cometa que cuenta con una amplia sede propia y que, junto a El Museo, tienen un variado y valioso surtido en bodega? ¿Que le pasó al espacio de la Alonso Garcés Galería, con su espléndida escalera, su gran sala de techo alto, donde expusieron los más importantes artistas de los ochentas y noventas, y que llegó a representar a Doris Salcedo? ¿Qué pasa con Valenzuela y Klenner, una de las empresas precursoras y con más experiencia en esto del “arte contemporáneo”? ¿Por qué nadie se peleó por representar a los artistas que quedaron sueltos a raíz del cierre de Galería Al Cuadrado? ¿Qué pasó con la nómina inicial de ocho artistas a la que le apostó la Galería Nueveochenta en su fundación y que luego fueron saliendo uno a uno de este espacio? Tal vez lo que ha pasado con estas y otras galerías es que la ambición rompió el saco.  Es tan variado lo que tienen y lo que ofrecen, quieren llegar a un mercado tan amplio que han terminado por desdibujarse. Ese afán de complacer todos los gustos les ha salido caro porque perdieron credibilidad. Estas galerías hacen tantas fintas y apuestas que más que variedad muestran inconsistencia, más que apertura a formas variadas de entender el arte dan palazos de ciego a ver si le aciertan a algo. Las apuestas curatoriales de estas galerías no han podido superar los montajes decimonónicos, cuando quieren rescatar a un artista del pasado o mostrar un nuevo artista revelación, o sacar de la bodega la colección, o montar un local en alguna feria, el juego les queda mal hecho, el diseño gráfico y los textos de sus comunicaciones son descuidados, no invierten los recursos necesarios ni invitan a gente con criterio y propuestas bien pensadas.

Por supuesto, el destino camaleónico de muchos de estos espacios y el constante travestismo de sus propietarios son también producto del hábitat cultural en que se mueven, del mercado local del arte, de su incipiencia, de sus épocas de vacas gordas en que la especulación propicia el todo vale y eleva los precios, y de sus épocas de recesión en que solo asoman unos pocos coleccionistas por los que todos se pelean (coleccionistas buchipluma que a veces no pagan y que cuando lo hacen piden rebajas sustanciales, algo que jamás harían, por simple pudor, en un almacén de lujo de Hugo Boss o en el restaurante Harry’s Bar).

El segundo puesto de Casas es un reconocimiento a la rutina hacendosa que funciona en su galería, la confianza inversionista que le tienen sus clientes, el buen diseño que logran algunos de sus artistas y que es correspondido por el stand “tipo tienda Mac” en las ferias de arte, pero lo que mejor señala es el encumbramiento de esta galería a partir del rezago de las otras. Tal vez el crédito de Casas se limite a hacer que otros galeristas se pellizquen y con algo de suerte (“Colombia es pasión”), las cosas mejoren y muchos artistas consigan el espacio, el modelo expositivo y la estrategia comercial que necesitan y otros queden en la trivialidad que sus obras merecen. Quizá la próxima vez que alguien se le mida a hacer este ejercicio de destacar a un galerista sobre otros la competencia esté más reñida. Ya hay señales, y habrá que apurarle antes de que la próxima recesión borre del mapa tanto entusiasmo, cunda el desespero y los defectos se hagan más latentes.

Doris Salcedo

Para ser esta una lista de los poderosos en el “arte nacional”, mucho dice de nuestros artistas el que haya que esperar hasta el puesto número tres para encontrar a uno de ellos. Y qué sorpresa, en esta época de artistas políticos se trata de un artista político, Doris Salcedo, una artista política. Pero la inclusión de Salcedo como estrella rutilante debe ser contrastada con el brillo del astro rey, ese que la acompaña en su singladura por el brillante firmamento de la plástica: Fernando Botero. Y así como para un público “más contemporáneo” y con ínfulas cosmopolitas es Salcedo quien “definirá la memoria de la violencia de este país” y quien mejor nos representa, para un público del país anterior a la constitución del 91, y de la bohemia del siglo pasado, Botero es y será quien ya definió esto y muchas más cosas.

Ambos artistas tienen intereses sociales que los sacan de su taller y los ponen a jugar más allá de la esfera de la plástica, filantropía la llaman unos, gestión, lo llamarían otros. Si Doris Salcedo se ha encargado de llevar a cabo de forma más o menos anónima homenajes a Jaime Garzón o a los diputados del Valle masacrados por las FARC y quien sabe qué otras iniciativas que no se han publicitado, Botero no se queda atrás, en la pasada y eterna tragedia invernal hizo un performance: acompañado de un colosal cheque en plotter le donó a la Primera Dama de la Nación 600 millones de pesos. Un gesto altruista que le da a este artista acceso inmediato a altas esferas del poder gubernamental e institucional (aunque parte de los recursos donados podrían venir del mismo erario público al que el artista los retorna: hay que recordar que en 2010 Botero le vendió a la Alcaldía de Bucaramanga una escultura conocida como “La Gorda” por la suma de US$1’350.000.00).

Sin embargo, el caso más evidente del poderío de Botero es su donación y autodonación al Banco de la República y la exhibición a perpetuidad de 260 obras de su autoría en el Museo Botero y en el Museo de Antioquia (al que hizo cambiar el nombre, antes se llamaba Museo Zea). La reserva y blindaje legal para los mausoleos que llevan su firma fueron hechos ampliamente discutidos y debatidos en una entrada que circuló por La Silla Vacía y por Esfera Pública (vale la pena leer los comentarios de Halim Badawi para ver el ejercicio de autoentronización histórica que significa esta curaduría de Botero hecha por Botero para favorecer a Botero).

En términos de mercado, ambos artistas son sin lugar a dudas los más poderosos: Botero en las subastas de la franquicia del “arte latinoamericano” es usado como imán y precio de referencia, y Salcedo, por la envergadura y cotización de sus obras, no solo está por fuera del circuito de exposiciones locales, sino por fuera de la modesta escala del mercado local. Aunque pensándolo bien, los colombianos somos compradores de un valioso Salcedo después de que el Banco de la República decidiera pagar más de 800 millones de pesos a una galería en Nueva York para ponernos a todos a la altura de la política de ventas de esta artista tan política.

En términos plásticos Salcedo & Botero han hecho piezas poderosas, liberadoras, independientes, las esculturas e instalaciones de una están al mismo nivel de las pinturas icónicas, hermosamente monstruosas, controladamente imperfectas que hacía el otro antes de la década de los setenta, pero así como lo hecho por Salcedo solo parece recibir reseñas líricas y su grieta es ilustración de todo tipo de comparaciones hiperbólicas, lo mismo sucede con Botero. El mejor regalo que recibió este artista el año pasado cuando cumplió 80 años fue el libro Botero, la búsqueda de un estilo: 1949-1963 de Cristian Padilla, una narración que saca a la luz las olvidadas piezas experimentales y vanguardistas de hace más de 40 años, y que fue opacado, por supuesto, por la barahúnda de discursos protocolarios, actos patrioteros, homenajes faranduleros y claro, por las mismas declaraciones del artista (hay que liberar a las obras hasta de sus propios autores, y esto va también para Salcedo).

Así las cosas, la dupla Salcedo & Botero, casi impensable como pastiche expositivo, es una quimera bicéfala que representa bien al país y danza de forma armónica y solitaria en la pista de baile del poder, es una pareja tan emblemática que difícilmente podrá ser emulada por otros competidores.

Nota: para muchos espíritus sensibles son los artistas quienes debería ocupar los primeros lugares del Top del «Arte Nacional”, así las cosas, Salcedo & Botero deberían subir al primer puesto y desplazar al político, a la gestora cultural y a la galerista a lugares secundarios. Lo mismo podría decirse de Vincent Van Gogh en su época quien, a pesar de tener un hermano en “la rosca” (Theo era galerísta alternativo), no logró reconocimiento alguno en términos de valor y precio, no registró en la academia ni el mercado y menos en un hipotético Top de su momento; tal vez si un político, un gestor o un galerísta de prestigio hubieran apostado por Van Gogh cuando estaban produciendo, algo se habría sumado a la cadena de valor (y/o precio) y la historia sería otra. Ignorados en vida, hoy los hermanos Van Gogh comparten en tumbas contiguas el prestigio que nunca recibieron… ¿Dónde esta la bolita? ¿Quién tiene del poder?

Beatriz González

A las razones que expone el Top para poner a González en este lugar —su vinculación pasada como curadora del Museo Nacional, su participación en algunos de los comités del Banco de la República y consultas ad honorem, junto a Doris Salcedo, para el Ministerio de Cultura, su labor como curadora, docente, investigadora, artista— habría que sumar que no parece haber nadie de su mismo perfil y generación que esté vivo y con quien se pueda hacer contrapunto: unos están muertos (piensa uno en Luis Caballero y en Bernardo Salcedo) y otros terminaron encerrados en la cárcel del estilo (o en el taller que tienen en la finca donde ven como pastan sus ideas en la placidez de su retiro).

Solo se puede contrapuntuar a González consigo misma, y su reconocimiento es significativo comparado con artistas que gozan de mayor difusión dentro del género del “arte político” pero que prefieren actuar dentro de la comodidad de estetizar galerías, decorar ferias y consagrar museos, y así evadir la participación activa en la conformación de las políticas del gremio al que pertenecen, o siquiera dar su opinión a nivel público en situaciones álgidas donde sería importante —y apenas coherente por aquello de lo “político”— contar con su concurso crítico.

González continua usando los medios del arte del pasado, pinta, hace dibujos, estampa, y hace algo inmenso como la instalación del Cementerio Central, esa “acción de tutela artística”, bautizada así por Antonio Caballero, que evitó que los columbarios de este lugar fueran demolidos por el Distrito para hacer un patinódromo y una ludoteca. O, para irnos lejos, hay que recordar la poderosa elocuencia del ícono de Los Suicidas del Sisga, su dimensión política, una poderosa narración menor tan apabullante como otra de sus piezas más mediáticas y recientes, el retrato de Yolanda Izquierdo, que alcanzó para generar un “efecto Guernica” que ancla la historia de esta mujer asesinada a un presente que se activa cada vez que se cuestione la imagen en busca de algo de memoria. La versión de González de la historia del país y del arte en Colombia es única e irrepetible, su agudeza, sapiencia, suspicacia, provocación y fina malidicencia son memorables; uno quisiera, como lector, que también tradujera a escritos de amplía difusión el dulce veneno de sus conferencias.

Y así, casi rayando en el panegírico, podría yo decir que Beatriz González ha usado su poder para poder hacer, y aunque se ha puesto en juego y en riesgo, su capital político sigue intacto desde su gestión no exenta de polémicas como curadora y luego crítica del Museo Nacional. Y a pesar de los nuevos teóricos e historiadores decolonialistas, ningún deconstructivista, o algún aparecido “deloqueseaísta”, supera su vigor para continuar actuando sobre el lenguaje con vigencia y beligerancia, algo que se agradece en medio de tanta corrección política y formas cancillerescas.

Y la terapia continua…

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