Sin Hernán Díaz

La exposición Hernán Díaz, fotografías, con la que el Museo de Arte de Bogotá pretendió rendir homenaje al fotógrafo fallecido, resultó ser una triste paradoja: a la congoja que trae el final de una vida bien vivida como fiesta se sumó una exposición que atentó “contra la razón del buen gusto”. La ampliación agigantada de las fotos hizo notorio y pesado el ligero desenfoque de muchas imágenes, además, el “revelado digital” anuló el baile alquímico natural del grano fotográfico y dejó a cambio un manchón estático, plano y un blanco soso.

“¿Y esta extraña foto de Fernando Botero?”, le preguntó una periodista al fotógrafo Hernán Díaz. “Se la tomé antes de que fuera famoso”, dijo, “Yo le arrimé la mesa para que pareciera hablando con la mujer del cuadro. En esa época Fernando era el pintor. Ya no es. Ahora es un fabricante de ceniceros y souvenirs.”

“Usted tiene fama, además de ser el excelente fotógrafo que logra captar el alma a las personas, de ser una persona muy necia”, le dijo la periodista. “Sí, es cierto. Y en el campo de ser necio yo no resisto ningún atentado contra la razón del buen gusto”, dijo Díaz.

Pero el atentado ocurrió. La exposición Hernán Díaz, fotografías, con la que el Museo de Arte de Bogotá pretendió rendir homenaje al fotógrafo fallecido, resultó ser una triste paradoja: a la congoja que trae el final de una vida bien vivida como fiesta se sumó una exposición que atentó “contra la razón del buen gusto”. La ampliación agigantada de las fotos hizo notorio y pesado el ligero desenfoque de muchas imágenes, además, el “revelado digital” anuló el baile alquímico natural del grano fotográfico y dejó a cambio un manchón estático, plano y un blanco soso. El procesado de las fotos —ampuloso y económico— no estuvo a la altura de la óptica íntima y el encuadre preciosista de Díaz ni de su valiosa cámara Leica. El desastre lo completó el acabado brillante de las impresiones publicitarias que reflejaba cuanta luz o espectro anduviera por las salas mal iluminadas, un barniz que dificultaba ver las fotos de frente o de cerca.

Tal vez esto es lo que se quería: una exposición para ver de lejos, en las sociales, en la prensa, un “homenaje” más para los indicadores de gestión de un museo mediocre en sus montajes. Un primer y tercer piso con joyas esporádicas, y en el segundo una galería de retratos signados por el arribismo, el criollísimo “quién es quién” evidente en las “fichas técnicas” que velaron los datos de las obras a favor de ampliar los méritos curriculares y el pedigrí de algunos retratados: Virginia Vallejo es la «nieta del ex-ministro de hacienda, Eduardo Vallejo Varela», Gloria Zea es la “hija del dirigente liberal Germán Zea»…

El orden de las fotos fue tan políticamente correcto que a una hilera de poderosos —políticos, informadores y un prelado— se enfrentó una pasarela de señoras con hidalgos apellidos y al lado del ascensor quedaron castigados los retratos de dos “necios”: un cura guerrillero y un guapo rebelde que fueron evacuados —de nuevo— del orden social. Pero eso sí, al lado del elegante retrato de perfil de una dama se colgó a una lela corronchita farandulera, una inconsistencia más que sumada a la larga serie de errores crasos generó un equivoco nefasto: “Hernán Díaz no era tan buen fotógrafo”.

Por fortuna, a Díaz lo sobreviven más de 30.000 negativos y cientos de anotaciones que algún día verán mejor luz bajo otra curaduría y en libros bien razonados; el atentado museográfico que acaban de hacerle en el Mausoleo de Arte Moderno de Bogotá será, con justicia, sepultado en el olvido.