Sabatina

El sábado los vampiros se quedan en sus ataúdes, es el día más apropiado para cazarlos; sólo los nacidos el día de Saturno pueden ver estos espectros así se tornen invisibles.

Las sabatinas de la imaginación son ajenas a los que acuden a sus designios laborales o cumplen con tareas domésticas atrasadas: «coca cola mata tinto», el sábado se embolata y no puede ser reemplazado por domingo (un día que nace arruinado por culpa del ominoso lunes).

En Bogotá, en los sábados de octubre, al otro lado de la consabida «oferta cultural» de óperas, operetas y zarzuelas, hay encuentros vitales: en el Museo de Arte de la Universidad Nacional, sala 1, hay dos proyecciones de video de Miguel Ángel Ríos: en «White suit» un gaucho baila y se pasea entre dos pantallas, zapatea fuerte y provoca con cebos de carne cruda a unos perros asesinos y voraces. En «A morir» un pequeño tablero es invadido por la danza de oscuros trompos de tamaños variados que caen sobre el escenario, giran sobre la inercia de su propia energía concéntrica, chocan unos con otros, indiferentes, hasta que caen y uno a uno es reemplazado mientras el juego continúa y se transforma en una alegoría del tiempo, danza eterna de los ciclos de la vida.

A la salida del museo atardece, la luz se cuela entre los árboles del campus universitario, una ciudad blanca y silenciosa, suspendida entre el brillo y la oscuridad, entre el pasado y el presente, entre la historia y la acción.

Cerca de ahí, en la Casa Ensamble de Bogotá presentan «Pharmakhon», una obra de teatro escrita por Carlos Mayolo, dirigida por Sandro Romero, interpretada por Alejandra Borrero. El personaje en escena es un espectro paradójico: niño viejo, genio borracho, megalómano generoso, creador impenitente, drogadicto lúcido, terco explorador, bello perdedor, poeta efímero, iracundo y feliz. El monólogo del protagonista es contrapunteado con glosas de actores amigos que hacen el rol de galenos antagónicos: tratan al paciente con una moralina geriátrica fría, inversamente proporcional al amor real que le tuvieron en vida. Quizá esta pieza nunca sea interpretada con tanto amor, humor, cuidado, calidez.

Mientras tanto, en una realidad paralela, menos profunda y compleja, un político-cuentero repite: «Quien compra una dosis personal de drogas ilícitas ayuda a explotar un carrobomba en Colombia y a destruir cuatro árboles de nuestra selva amazónica» Qué pobreza e impotencia la de éste libretista, al menos el sábado pasan otras cosas, no todo es «trabajar, trabajar y trabajar…»

Lucas Ospina*

* Profesor Universidad de los Andes

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