Por un arte burgués

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En 1846 Charles Baudelaire, a los 25 años, escribió una dedicatoria en el libro de su crítica al Salón de ese año, el importante evento organizado por la Academia de Bellas Artes en Paris. La publicación iba dedicada “A los burgueses”:

“Vosotros sois la mayoría, —número e inteligencia—; luego sois la fuerza, que es la justicia […] Podríais vivir tres días sin pan, sin poesía, nunca; y se equivocan aquellos de vosotros que dicen lo contrario: no se conocen. […] Los aristócratas del pensamiento, quienes reparten del elogio y la censura, aquellos que acaparan las cosas espirituales, os han dicho que no teníais derecho a sentir y a gozar: son unos fariseos. […] Vosotros, burgueses —reyes, legisladores o negociantes—, habéis creado colecciones, museos, galerías. Algunas de ellas, que hace dieciséis años sólo estaban abiertas a los acaparadores, abren ahora sus puertas a la multitud. […] Vosotros sois los amigos naturales de las artes, porque sois ricos unos, sabios otros.”

Baudelaire apelaba a un espíritu burgués que le permitiría al arte tener, por extensión, la misma fuerza que algunos “reyes, legisladores o negociantes” le habían inyectado recientemente al ambiente de negocios de la época. Los negociantes darían todo de sí para que el ocio se antepusiera al negocio y harían lo “justo” por las causas del arte: “habéis formado compañías y hecho préstamos para realizar la idea del futuro con toda su diversidad de formas, política, industrial y artística. En ninguna noble empresa habéis dejado la iniciativa a la minoría que protesta y sufre, que es, por otra parte, la enemiga natural del arte. Pues dejarse adelantar en arte y en política equivale a suicidarse, y una mayoría no quiere suicidarse”.

La burguesía extendería la misma equivalencia general del dinero, su capacidad de comprarlo todo, su contingencia y su poder, su razón y sinrazón, a los aconteceres inoficiosos de la estética, al estimulo filantrópico, a crear una patria del mecenazgo, un mundo del arte que superaría con creces —y con  obras— el cerco numérico de la ficción monetaria.

La dedicatoria de Baudelaire lucía más cándida que irónica, un encomio, un reto para que la burguesía se pusiera a la altura del elogio del crítico y firmara un cheque en blanco girado al poeta y sus colegas artistas: “Es, por tanto, a vosotros, burgueses, a quienes este libro está naturalmente dedicado; pues todo libro que no se dirige a la mayoría —número e inteligencia— es un libro absurdo.”

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Dos años después Karl Marx y Fiedrich Engels afirmaban en el Manifiesto del Partido Comunista: “La burguesía despojó de su halo de santidad a todo lo que antes se tenía por venerable y digno de piadoso acontecimiento. Convirtió en sus servidores asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote, al hombre de ciencia.” La figura del artista en la esfera burguesa se limita a una profesión sujeta —como cualquier otra— a la rentabilidad. El arte —junto a la medicina, la ley, la religión y la ciencia—, antes que ser un derecho esencial, actividad “venerable” y digna” propia de un interés desinteresado, es un servicio sometido a las leyes del mercado, un oficio más en la nómina contable de la empresa humana.

La discusión sobre arte se debate en dos posturas, apoyar o no apoyar a la burguesía, y entre dos roles, ser o no ser un burgués.

Por un lado, esta el que tasa al artista como todo un profesional que oferta servicios y va a la estela de la tendencia económica del momento: hay que asumir el rol y chuparle rueda a la bonanza que dejan las especulaciones financieras, usar, dejarse usar, abusar y ser abusado, ser un parásito del parásito, tener talento, sí, pero también talante, ser dúctil en lo plástico y en lo social, creer que el arte es una promesa de bienestar pero no por ello dejar de ofrecer contenidos críticos, algo de burla o de terror, recreacionismo intelectual, revelarse vende, no importa si el artista muerde la mano que lo alimenta (siempre y cuando suelte presa). Hay un artista entre un millón que obtiene el boleto ganador en la lotería del glamour, querer ser ese triunfador, desear que a medida que crece el capital de la reputación también aumente el capital económico, un ingreso de igual o mayor cuantía al que ofrece el arte a la sociedad, la sincronía entre valor y precio ha de ser vista como una ley natural incuestionable, un juego de especulación donde la única regla es que no hay reglas y todo es posible: toda venta es factible, todo es arte.

Y por otro lado, está el guión que le insufla un halo de santidad al arte y a los artistas, que habla de autonomía, independencia, emancipación, que ve en el capital a un gran demonio y se resiste a concederle al dinero estatus de lenguaje, que busca argumentos morales y sentimentales para criticar la moral y el sentimiento, que gradúa al artista como eterno sufridor y maestro de la queja, que se revela con gran solemnidad ante lo solemne del mercado, que busca en la filosofía sustentos para demoler el clisé del genio creador, que en su aspiración al absoluto desecha lo material, que mata al autor e incendia el museo, que invoca la comuna, que clama por un estado de excepción, por una suerte de política, sobre todo estatal,  que regule y permita a los espíritus sensibles alcanzar una anhelada —o ilusoria— independencia de la feria bursátil y exima al sufrido cuerpo del artista del uso y el abuso corporativo (y de paso el subsidio evite todo ese trabajo oficinesco que aqueja al resto de los mortales). El arte, dice ese guión, fue secuestrado por el mercado, es promesa inconclusa (aunque no sobra que recordar que fue el dinero lo que liberó al arte de sus antiguos mecenas —el Estado, la Iglesia, la Nobleza—, pero al parecer solo cambió los barrotes de hierro de la cárcel por unos dorados).

Hoy, por razones de interés, incompetencia, desgracia o aparente necesidad, un guión se impone sobre otro y una noche de epifanía se cierne sobre una nueva generación: la ficción del arte burgués acrecienta su dominio, fuerzas más benignas y perversas, más locales y globales, más visibles e invisibles interactúan dándole a otra camada la oportunidad de vivir la quimera del joven Baudelaire. Ante esta situación, cabe invocar algo que el crítico escribió antes de ser un poeta maldito o un maldito poeta, antes de participar en la revuelta comunitaria y terminar revolcado pues una cosa es lo que uno quiere hacer con la vida y otra lo que la vida hace con uno.

Self-portrait (1857-1858) by Charles Baudelaire (1821-1867) French poet and art critic. Pen and Ink.

Baudelaire, a los 24 años, en la introducción a los textos del Salón de 1845, dijo: «Y en primer lugar, a propósito de esa impertinente denominación: el burgués, declaramos que no compartimos en absoluto los prejuicios de nuestros grandes colegas artísticos que se han afanado desde hace años en lanzar un anatema sobre ese ser inofensivo… Y en suma, hay tanto burgués entre los artistas que, en definitiva, más vale suprimir una palabra que no caracteriza ningún vicio particular de casta».

Y así, sin prejuicios ni culpas (o con el juicio embebido y la culpa diluida en un gran cóctel colectivo), aceptemos al arte burgués —esta media verdad o verdad y media—, asomemos la cabeza por esta ventana de oportunidad (antes de que se convierta en guillotina).

La vista es la de un plácido paisaje ferial, el artista burgués ve con meridiana claridad el momento prefigurado por el joven poeta parisino: “Unos sabios, otros propietarios; —llegará un día radiante en que los sabios sean propietarios, y los propietarios sabios. Entonces vuestro poder será completo, y nadie protestará contra él.”

¡Artistas burgueses de todo el mundo, uníos!

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(Versión extensa de un texto Publicado en Revista Arcadia # 95)