Piso

Es bastante sencillo reconocer las aspiraciones del modo de vida de un ciudadano colombiano promedio. Mejor dicho, era. De hecho, antes de la crisis del modelo de financiación de vivienda que creó el gobierno de Misael Pastrana Borrero bajo el acrónimo UPAC, la idea era que toda familia fuera depositaria de tres tipos de bienes: casa, carro y beca. Y, como siempre que la publicidad establece alianzas con las entidades bancarias, este modelo de triunfo social se convirtió en un rentable slogan.

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Piso. Mariana Murcia, Rentabilidad real nula, M I A M I, 25 de Julio-4 de agosto, 2013. Bogotá. Fotografía: Paola Sánchez. Sí, no salgo de M I A M I.

Es bastante sencillo reconocer las aspiraciones del modo de vida de un ciudadano colombiano promedio. Mejor dicho, era. De hecho, antes de la crisis del modelo de financiación de vivienda que creó el gobierno de Misael Pastrana Borrero bajo el acrónimo UPAC, la idea era que toda familia fuera depositaria de tres tipos de bienes: casa, carro y beca. Y, como siempre que la publicidad establece alianzas con las entidades bancarias, este modelo de triunfo social se convirtió en un rentable slogan.

Pasaron los años y el optimismo se fue desvaneciendo, el modelo fue entrando en crisis -por «exceso de éxito», qué paradoja- y, como siempre que la policía establece alianzas con las entidades bancarias, los deudores de créditos con tasas de interés básicamente impagables sufrieron algunas -demasiadas y salvajes- magulladuras. Menos mal eso no sucede hoy en día: ya no hay estabilidad laboral como para comprometerse en deudas a treinta años para pagar una casa de treinta metros cuadrados más o menos tres veces seguidas. Que bien por los bancos. Tal  como ellos mismos nos enseñaron a pensar, no perderán su dinero -el dinero que, en verdad, nunca perderán– a manos de nosotros, ahorradores irresponsables. Desarrollo financiero.

De ahí que la última exposición de Mariana Murcia en M I A M I sirva como útil experimento dentro de las expectativas que ofrecen esos minilaboratorios de tercerización que son las programaciones de los espacios autogestionados (y generalmente autoprecarizados) de arte contemporáneo en Bogotá. Su hipótesis estaba clara: se pondría en exhibición un piso elaborado a partir de módulos de icopor forrados con cartón plastificado, cuya extensión equivalía a la sala principal del lugar. Esa cubierta estaba a la venta, a partir de una contabilización de metros cuadrados según la cotización diaria y, lo más importante, al estrato de la vivienda que habitara el feliz comprador. En caso de presentar una oferta seria, este personaje debía mostrar un recibo público de su hogar, se hacía la conversión y voilá, piso propio.

Como suele suceder con la mayoría de muestras que se curan en ese espacio autogestionado de arte, el texto de presentación de la exposición omitía -y es de agradecer- las interpretaciones pseudofilosóficas del arte que se aproxima a estos temas con base en la figura retórica de los pares opuestos (público/privado, dentro/fuera, arriba/abajo, día/noche, frío/caliente, etc.), para poner blanco sobre blanco el esquema teórico que sostenía la obra de Murcia. Decía Gabriel Mejía: «No es para nada inocente el hecho de que el metro cuadrado de piso se venda […] bajo los parámetros del estrato social [pues] nos sumerge en el juego de la usura, porque sabemos que comprando desde el estrato uno podemos revenderlo a un estrato cuatro o cinco.» Directo, no esteticista.

Y ante la opción que destaca Mejía, no hay que descuidar el hecho de que Murcia también hacía parte de la obra. Durante la apertura, estuvo sentada tras un escritorio precario, atendiendo las solicitudes de la inquieta audiencia. Su presencia no recurría -y es de agradecer- a los movimientos lllllleeeeeennnnnttttttooooooos para dar a entender una molestia espiritual por la burbuja inmobiliaria que cada vez se nota menos -porque no hay con qué contrastarla, ¡lo está invadiendo todo!- en algunas zonas de esta hermosa ciudad. Y esa mesura activista se notaba en otros detalles del trabajo. En medio de  la charla que se programó como apoyo de la exhibición fue posible hablar de la manera en que la factura de la intervención no revelaba ni una regañona postura antisistémica hyppie, ni mucho menos un lloriqueo nofuturista punk. En cambio, se trataba de baldosas de juguete de alto diseño. Que, al compararse con las estrategias visuales de las recientes movilizaciones contra el «nunca» «demostrado» «abuso» del sistema bancario, tomaba distanciaba de la precariedad simulada. Frente a las manifestaciones con pancartas redactadas sobre pedazos de cartón mientras se sacan fotografías por Iphone, la denuncia de Murcia se reconoce como una propuesta visual sofisticada. Y no siente vergüenza por ello.

Para cerrar, ya se ha dicho que una de las lecturas de esta obra apunta a la manipulación exagerada del mercado de vivienda. Por otro lado, ya se ha dicho también, toca el tema del valor de cambio de la obra de arte. En esta segunda vía funciona, además, como un catalizador de creatividad maliciosa. ¿Cómo? Veamos, el valor de la obra cambia según el lugar donde se viva. Y, suele suceder, los coleccionistas habitan lugares con metros cuadrados algo costosillos. Entonces, si se interesaran por ella les saldrá más cara que, por ejemplo, a un profesor universitario que vive de dictar clase por horas. Respecto a la asignación de un precio a partir de la lectura de un recibo de servicio público se podría imaginar a un coleccionista astuto -y con servidumbre (en serio, aun los hay que contratan empleadas de servicio, les ponen uniformes ridículos, nunca las dejan caminar a su lado -siempre atrás- y les asignan la crianza de su prole)-, pidiéndole a aquel empleado suyo que viva en un barrio de estrato uno o dos, ir donde la artista y comprarle la obra por menos dinero. Puede que hasta aprenda un nuevo dicho: «según la cara del marrano». Genial. Duplicaría las funciones de su servicio. O, también se podría imaginar que obtiene un mejor precio si la adquiere cuando sea instalada en una ciudad con tendencia a la depresión inmobiliaria. Siempre ganaría. Pero, bueno, como ya dije, esto es producto de mi imaginación: los coleccionistas son humildes (y todos, todos, todos, pagan a tiempo por las obras que adquieren y nunca, nunca, nunca, piden rebajas en su precio.)

 

–Guillermo Vanegas