Palomas

Una de las especies que más ha proliferado en las ciudades contemporáneas es la de los críticos desempleados. Pero a ella no está dedicada esta nota, sino a las Columbas. Una de las pilatunas del Proyecto Mayhem en una película de los noventa consistía en darles bastante comida en la noche para que cagaran carros de alta gama (que no podían comprar los críticos ni en los noventa ni ahora). En algunas ciudades está prohibido alimentarlas (como a los críticos).

Adriana Salazar, Paloma viva frente a la instalación Paloma #1. Grabación realizada durante el taller  de mecánica que dictó la artista en la exposición  Proyecto “Vida quieta”, Fundación Teatro Odeón, Bogotá, Agosto de 2012. Para ver el video pulse aquí 

Carlos Bonil, Paloma muerta. 2007. Papel, pegante y acuarela. Exposición “¿Puedo hacerlo yo?”, Galería Valenzuela Klenner, Bogotá, 2007.

Una de las especies que más ha proliferado en las ciudades contemporáneas es la de los críticos  desempleados. Pero a ella no está dedicada esta nota, sino a las Columbas. Una de las pilatunas del Proyecto Mayhem en una película de los noventa consistía en darles bastante comida en la noche para que cagaran carros de alta gama (que no podían comprar los críticos ni en los noventa ni ahora). En algunas ciudades está prohibido alimentarlas (como a los críticos). La gente suele compararlas con ratas aladas (como a los críticos). Pululan porque no tienen depredadores y les sobra alimento (como a los críticos). El problema es ese: hay comida y seguridad y críticos de sobra. También son los animales que más veces aparecen aplastados en las calles, y en las exposiciones de arte contemporáneo local.

¿Le ha sucedido con algunas cosas, estimada persona que lee esto, lo mismo que cuando se enamora: que al mirarlas todo desaparece alrededor? ¿Sí? Bien. Pues tanto usted como yo estamos en capacidad de entender aquello de la fetichización del objeto. Y que Carlos Marx tenía razón. Y que si leemos con suficiente asiduidad nuestro El Capital de bolsillo, aprenderemos que está mal poseer. Que es mejor dejarle esa tarea a otros, ojalá a quienes se la pasan dando lata con aquello de la renuncia material pero son incapaces de vivir por su cuenta.

Entonces, volviendo al arte y a lo de enamorarse de objetos, aquí se trata de dos palomas, una de Carlos Bonil y otra de Adriana Salazar. La primera apareció cinco años ha, en el piso de una galería privada. No se movía. Estaba muerta de verdad. Era de papel cuidadosamente recortado y pintado seguramente a mano (Bonil, destacado representante de la escultura Lo-Fi local, cuya sutileza tanta falta hace entre tanto coleguita de deditos torpes-). Estaba ahí, sin ficha técnica. Si uno se descuidaba la podía aplastar con el zapato. Bestial, uno -pero ella lograba capturar la atención-. La segunda, está en el sótano de la Fundación Teatro Odeón hasta el 6 de septiembre, hace parte de una muestra colectiva. Además, no está sola. La acompañan otras. Muertas “de verdad”, porque “son” de verdad -bueno, “fueron”-, y terminaron re-contextualizadas, como un Objet trouvé macabro. A esta paloma, una tarde, en medio de un taller que dictaba Salazar, llegó a acompañarla un palomo confundido. Es decir, un macho que podría estar enfermo de frío o de amor (casi lo mismo), y se paró cerca de ella para mirarla cada cierto tiempo. Durante mucho tiempo.

Vale la pena detenerse en el dispositivo de exhibición de ambos animales. A cinco años de distancia, dos artistas decidieron mostrarlos en el piso. Aportándoles la horizontalidad de la muerte. Y tratando de reprimir el dispositivo museográfico de su identificación. En ambas obras no existe el señalamiento directo, sino la suposición institucional: pareciera que hacen parte de una muestra (aunque eso al palomo no le importó). La diferencia es cómo se relacionan con el movimiento y con la manera en que las vemos: la de Bonil reposa, la de Salazar agoniza. Uno espera que esta última comience a levantarse, se recupere o se vaya. De hecho, hay otra paloma a la que se le mueve la cabeza. Es la peor. Falta que abra y cierre los párpados. Es decir, que mire y diga, “slide”. (Pero olvidémosla por ahora.)

Dos categorías: movimiento y mirada (Lacan sonreiría). Horizontalidad sin muecas (aunque el escalofrío siempre será una opción). Dos intentos para representar animales, donde el primero aporta imagen usando papel; mientras el segundo da vida con la mecánica. Ambos buscan lo mismo que viene intentando el arte hace millones de años: eternizar. Pero, “los procesos de industrialización, urbanización y modernización radicalizaron la separación entre hombres y animales que en un comienzo fue razonada, y hoy es más física”, diría Juan Mejía (1). Entonces, entre las palomas de Bonil y Salazar encontramos una separación escalada: mientras la primera es resultado de una única manipulación delicada (artista usó papel para hacer paloma, fin); la otra, lo es de una secuencializada (artista produce máquina que se mueve una y otra vez en el cuerpo del animal, sin cesar hasta que se funda el motor… que entonces se reemplazará por otro, no hay fin). Mientras el primero es un recuerdo solidificado, el segundo es más un procedimiento de tortura. Siguiendo a Mejía, mientras uno es abstracto, el otro es físico; y, a medida que pasa el tiempo, será cada vez más amenazante: en unos años, los cartílagos del ala se pudrirán, las plumas se quebrarán y, si no hay alguien vivo que sepa reparar los daños, la obra se destruirá… pero el motor podrá seguir rotando. Será el triunfo del progreso. No hay fin. Extinción, de pronto, pero ¿Fin? Mmm, no.

 

Notas

1.- Juan Mejía, “Rinocerontes colombianos: mirada a unos animales en el arte colombiano”, en Colección de ensayos sobre el campo del arte. Compilación de ensayos, 2004. Bogotá. I.D.C.T, p. 55.