Otra época, otras poéticas (Algunas consideraciones sobre el arte actual)

 

Muchas de las manifestaciones artísticas del siglo XX transitaron por los límites posibles para el “arte”. La pregunta de hasta dónde se podría llegar, cuáles podrían ser los alcances de lo referido por ese término, incluso los espacios y momentos para su propia disolución en un siempre exigente más allá de sí mismo, fue central al menos hasta el último tercio del siglo. Después, poco a poco, las prácticas artísticas fueron dejando de aspirar a la exploración de esos límites, estando cada vez menos interesadas por el ensayo de nuevas formas de significación, o por la indagación acerca de la instauración de nuevos universos de sentido.

Hoy, más que preguntarse acerca de cómo podría ser el mundo o qué mundos serían aún posibles, el arte se cuestiona sobre qué es un mundo, qué mundos existen y cómo se relacionan o excluyen mutuamente. El arte ya no tiene entre sus fines prioritarios el invitarnos a vivir —aunque sea en la fulguración de una mirada— en otros mundos imaginados o posibles. Más bien, lo que podemos esperar del arte hoy es el señalar modos auténticos de la diferencia en un mundo donde la diferencia es el concepto más inflacionado, en el que la diferencia es siempre requisito de cara a la homologación total y en el que todo parece consistir en permanentes ejercicios de diferenciación.

El arte contemporáneo siempre ha sido apertura a la diferencia, a formas otras de tratar con el mundo, de relacionarnos en él, de pensarlo, de concebirlo. Pero si en gran parte de las corrientes de vanguardia y neovanguardia ese ofrecimiento se escoraba hacia la diferencia generada por lo nuevo, por aquello que aún no había sido, por lo que todavía no había tenido lugar o que había permanecido impensado o no visible hasta ese momento, el principio de novedad hoy ya no nos sirve, apenas podemos esperar nada de él. Desde luego, la diferencia sobre la que opera la creación artística en nuestros días no tiene nada que ver con lo que su singularidad aporta en relación a la historia de los lenguajes artísticos.

Y lejos también de una invitación a comportarnos “estéticamente” lo que debemos esperar del arte hoy es una invitación a pensar en qué consiste la diferencia más allá de su perversión como mera estrategia generalizada de mercado. Pues frente a la diferencia entendida como distanciamiento o ruptura respecto a lo dicho en relación al mundo, a las formas de representarlo o de concebirlo, la diferencia a la que nos tratan de exponer las mejores obras de nuestro presente tiene que ver con formas de diferenciación respecto del propio decir del mundo, entendido ya, ante todo, como mundo de lenguaje. Mundo el de las sociedades de más elevado consumo que nos habla siempre en términos estetizados, de forma intensamente seductora.

Sin embargo, no cabe duda de que la estetización que vivimos no está alumbrada por el arte, al contrario de aquélla que pretendieron muchos de los movimientos de vanguardia, que si bien no creían ya en los potenciales “ennoblecedores” de las obras, sí que confiaban al menos en las capacidades “dislocadoras” (y sólo por ello emancipadoras) de los rupturistas gestos artísticos. Ciertamente, muchas de las corrientes de vanguardia soñaron con poner en marcha una estetización del mundo a la luz del arte, en la que no sería pensable el primado de formas prediseñadas de experiencia, inhabilitándose toda forma de imposición de sentido. A los deseos de descomposición de los órdenes del mundo correspondían entonces múltiples ensayos de “descomposición” del lenguaje.

Por el contrario, el despliegue de lo estético que caracteriza nuestro tiempo se halla promovido por las pautas del consumo y sustentado por estrategias de seducción. Estrategias encaminadas por lo general a la disuasión de los actos interpretativos (allí donde hay seducción suele haber poca interpretación).

Precisamente por ello, la singularidad que reclamamos ahora del arte frente a cualquier otra práctica de producción de imágenes es la de no colaborar en el tipo de estetización de la vida que las industrias que articulan ahora la sociedad del consumo desarrollan. En el arte la comunicación estética debe ser capaz de encontrar un ámbito en el que poder escapar de la colonización económica que hoy sufre, y sobre la que se consolidan las nuevas “industrias de la subjetividad”. Frente a las de éstas, las formas de producción visual que son propias del arte sumergen nuestra mirada en esos tejidos comunicativamente densos que son las obras de arte, organizados en torno a estructuras de indeterminación que el espectador ha de tratar de concretar. Al contrario de lo que sucede con el mensaje publicitario ninguna interpretación puede agotar el sentido de una obra, su carácter abierto y multisignificativo hace de ella algo infinitamente interpretable. Y si acaso las obras de arte son manifestaciones concretas, finitas, de algo “infinito”, no lo son en cuanto expresión material de ideas o valores, sino solo por ser apertura a un ejercicio interpretativo siempre inagotable.

La obra de arte, pues, debe ser invitación a la experiencia de formas comunicativas y de experiencia sutiles y activas, exigentes siempre de interpretación. Sería de hecho posible afirmar que la relación que establece el espectador con una obra sería un modelo de actuación de deseable aplicación a todas las circunstancias y momentos de la vida: un tipo de relación que, trasladada al ámbito de lo social, sería equivalente a la promoción de una ideal otredad radical: amar la diferencia en vez de simplemente tolerarla.

Por todo ello, y en oposición a la actual colonización económica de la comunicación y de la esfera de las experiencias estéticas que domina nuestro tiempo, con sus excesos de sentido e hiperluminosa claridad, siempre simplificadora, el arte apunta a zonas sombrías. En la obra de arte se detienen, aunque sea solo de forma momentánea, durante ese tiempo mínimo que suele durar su experiencia, los complejos ensamblajes que mueve y produce el sistema de estetización que nos envuelve, productor de una plenitud simulada de sentido que, al igual que la lógica del deseo de la que se deriva, trata continuamente de instaurar su propia lógica como la lógica del mundo.

Operando en lo visual, la obra de arte, con su particular pregnancia, ralentiza nuestra mirada habituada a transitar rauda, como si acaso aquélla fuese productora de una luz lenta, que rechazara ser digerida de forma instantánea.

Las mejores obras tienen la particularidad de ser capaces de ampliar nuestro horizonte vital expandiéndolo por caminos sutiles y poco transitados, ámbitos que, aunque pudieran ser del todo desconocidos para el espectador, le permitirán reconocer en ellos algo esencialmente suyo. Ciertamente, no podemos olvidar que toda experiencia del arte posee ese componente de crecimiento que tiene que ver con un cierto reconocimiento. En las obras de mayor interés reconocemos una mirada que podría ser nuestra, un pensamiento que debería haber sido nuestro.

Ellas nos ofrecen un sentido del mundo que escapa a pautas prefijadas de pensamiento y actuación. Y precisamente en esa apertura a una comunicación más sutil, densa y libre de condicionantes ajenos a ella misma, la obra de arte actúa como crítica de los procesos de simplificación y estandarización a los que estamos sometidos, interpelándonos para que nuestro pensamiento y forma de relacionarnos con el mundo sea libre como ella lo es.

El arte hace obvias otras necesidades que la cultura del consumo, con sus permanentes ofrecimientos y con su promesa de satisfacernos al instante, no es capaz de cubrir. Y probablemente la más importante que satisface el arte es la de conferir una forma a nuestra experiencia de vida, permitiéndonos concretarla como imagen, dándonos así la posibilidad de vivir el mundo, digamos, como lo otro de sí mismo. El mundo en el arte es radicalmente otro, pero al mismo tiempo es posible que sea sólo entonces cuando es (más) idéntico a sí mismo.

Si en muchas de las corrientes artísticas del siglo XX la obra de arte trataba de coincidir con el mundo en su fractura, hoy coincidiría con el mundo en sus carencias, en sus vacíos, en sus exclusiones, en sus separaciones.

Siendo misión del arte, como ya he propuesto, la de señalar modos auténticos de la diferencia en un mundo donde la diferencia es el concepto más inflacionado, el arte necesariamente ha de tratar también de la diferencia en lo que ésta tiene de desigualdad (entendido este término como desequilibrio injusto de posibilidades para la acción en el mundo).

Como práctica siempre comprometida con el sufrimiento humano, el arte ha querido muchas veces parece haber querido de nuevo hacerse pobre quizá para seguir denunciando la sobreabundancia de la pobreza[1] que asola nuestro tiempo, esta época de crisis y durísima polarización económica del mundo y que ha hecho de él un lugar cada vez más violento y empobrecido. No puede extrañarnos pues que muchos artistas hagan de la precariedad una estrategia de actuación poética.

No obstante, esa elección de la precariedad tiene cada vez menos que ver con lo negativo de lo deficiente o de lo frágil, y cada vez más con los potenciales inmensos que contienen las metáforas de lo no-establecido, de lo no-estabilizado y de lo no-garantizado[2].

Desde luego, el migrante forzoso, el exiliado, el desplazado, son lamentablemente figuras características de nuestro tiempo que, junto a sus problemáticas asociadas (los problemas de traducción, la incomprensión, la marginación, etc.) han devenido también centros temáticos esenciales en el arte de las últimas décadas. Poéticas sobre los tránsitos por un escenario globalizado pero a la vez profundamente conflictivo y violento que no pueden dejar de tematizar las fricciones culturales y la complejidad que radica en los procesos de circulación de los signos en la época del capitalismo transnacional.

A este respecto el arte, un ámbito sin duda siempre idóneo para la reflexión sobre la identidad, lo ha sido en los últimos años en una vía totalmente contraria a como lo fue en décadas anteriores. Podríamos afirmar que el gran tema del arte hoy no es la identidad sino la circulación de las formas identitarias, su permanente tránsito, su sometimiento a contextos “otros”. Los artistas llevan ya mucho tiempo poetizando sobre los procesos de desidentificación, de desprendimiento de la estabilidad que toda forma identitaria proporciona[3], conformando así una importante vía de la creación más reciente que bien podríamos caracterizar como “poéticas del desarriago”. Prácticas con las que volvió nuevamente el viaje y la errancia transcultural a recuperar su papel como metáforas primordiales, y bajo cuya sombra veremos producirse una exagerada profusión de obras centradas en metodologías relacionadas con análisis etnográficos y con prácticas de archivo vinculadas a éstos. Poéticas que, llevadas al límite en los últimos años, están sin embargo mostrando ya más que obvios signos de agotamiento.

En cualquier caso, no podemos dejar de apuntar que todas estas prácticas artísticas en torno a la crisis y a los desplazamientos, al tránsito conflictivo de los signos y de las formas de vida, no han hecho sino recuperar algunos de los elementos más singulares de ciertas vías creativas del siglo XX que reclamaron una nueva tipología de imaginación espacial. Vindicación que se concretará en la sustitución de las prácticas de actuación estética basadas en el tiempo por otras centradas en los desplazamientos y en la movilidad. Duchamp, por ejemplo, ya aludió insistentemente en su trabajo a una nomadalogía de los signos, remitiendo en muchas de sus obras, como en la La Boîte-en-valise (1935-41) a la idea de transporte, envío, destino, trayecto, azar, construyendo un mini museo portátil que, visto desde nuestro presente, podríamos casi imaginarlo como un pequeño disco duro portátil donde guardar imágenes propias, comprimidas, reducidas. Imágenes que fueron depositadas en un maletín de piel (porte-monnaie) que, no debemos olvidar, era del tipo que utilizaban los jugadores más exclusivos de los casinos de Montecarlo, maletines cuyo contenido era el resultado del puro azar, de un juego siempre incierto. Deberíamos también recordar a este respecto el Musée d’Art Moderne, Département des Aigles de Marcel Broodthaers, iniciado en 1968 y conformado por contenedores de obras de arte, cajas de embalaje vacías, con las que se introducía en el envío la movilidad de la palabra y del sentido, negando toda posible fijación o estabilidad de valores y signos. Pero también, es evidente, los nuevos nomadismos entroncarían con una vía que iría desde las caminatas urbanas de Thomas de Quincey (a quien no en vano se le ha considerado en muchas ocasiones como el gran precursor de la “deriva” situacionista) a aquella interminable deambulación de cuatro surrealistas en una ciudad escogida al azar de 1923. Poéticas de la movilidad y del caminar revisitadas en las obras de artistas como Richard Long, Hamish Fulton, Iain Mott, Masaki Fujihata, Teri Rueb, Stefan Schemat, o Vito Acconci, llegando hasta nosotros con gran nitidez e intensidad en las poéticas del desplazamiento transcultural, como es el caso, por ejemplo, de muchas de las obras de Francis Alÿs o Waheeda Malullah.

Por otra parte, no deberíamos tampoco olvidar que también el pensamiento filosófico reclamó hace mucho tiempo su condición nómada, como máquina de producción de “líneas de escape”, llegando a ser identificada la filosofía como un “sintetizador de pensamientos” cuya misión sería la de “hacer viajar el pensamiento, hacerlo móvil”[4].

Ciertamente, en nuestro tiempo parece revivir aquella vieja ya reclamación de una filosofía y una estética del espacio frente a otra del tiempo. Pues frente a los que reivindican hoy las ideas de historia y memoria como rasgos esenciales del arte de nuestra época, yo afirmaría más bien el predomino de un enfoque profundamente espacial, de una “situología” crítica heredera de todas estas consideraciones, y entre cuyos antecedentes estaría también, cómo no, lo propuesto por Chris Marker en trabajos como Inmemory (1997) una obra en las que se evidenciaba muy claramente una tematización del recuerdo en términos geográficos antes que históricos.

Se me ocurre que incluso podríamos también encontrar un remoto antecedente de estas consideraciones en aquel grabado de finales del siglo XVI que representaba un mapa antropomórfico, y en el que el rostro de un bufón se veía sustituido por el mapa del mundo. Imagen ante la que parece que no nos queda más remedio que reconocer, recordando a William Burroughs, que la exploración de las áreas geográficas es también exploración de áreas psíquicas[5]. La frase Nosce te ipsum, escrita en la parte superior de ese grabado, no puede, desde luego, dejar hoy de emocionarnos.

Sin embargo, ese abuso que antes he señalado de las metodologías cercanas a lo etnográfico y de las prácticas en general de documentación vinculada a cuestiones geopolíticas (la presencia de una sede de la última Documenta de Kassel en Kabul no sería sino otra muestra más de los excesos de este tipo de retóricas) hace que el futuro de las poéticas nomadológicas y de la errancia se oriente hoy en una vía bien diferente, incentivada sobre todo por el vertiginoso desarrollo de las tecnologías de la conectividad. Hoy la metáfora de la red, ya presente mucho antes de la aparición de Internet en los proyectos de Archigram, por ejemplo, como en aquella Plug-in-City de 1964, va deviniendo el eje central de las nuevas poéticas.

En torno a la red la noción de espacio deja de ser la de un contenedor de cosas para devenir un puro sistema de relaciones entre puntos y sitios, un espacio que es creado por sus propios contenidos, expandido continuamente por la multitud interconectada.

A ello contribuye intensamente que hoy todos los medios de comunicación interpersonal se hayan hecho portátiles. Ahora todo es accesible desde cualquier lugar, exigiéndosenos conexión de forma permanente. Con los nuevos dispositivos somos intensos consumidores y productores de información en tránsito, habitantes de nuevos territorios informativos híbridos.

En este nuevo contexto siguen predominando las poéticas de la errancia, pero ahora como formas de navegación por esa memoria-Ser, por esa memoria-mundo que conforman las redes de infinitas memorias interconectadas. Y no equivocadamente se ha identificado al tipo de artista más comprometido con la investigación sobre la sociedad-red como un “professional surfer[6].

Por supuesto, también en las obras de los artistas que indagan en torno a cómo la conectividad está deviniendo condición fundamental de la vida en nuestra época, se da el primado de las formas de la precariedad. En efecto, los nuevos artistas hacen suya esa estética precaria del videocreador o fotógrafo ocasional que comparte sus creaciones y autorrepresentaciones en la red, recuperándose así la figura del artista como un recolector, como un coleccionista y ensamblador de materiales encontrados, situándose la práctica creativa a caballo entre la del coleccionista-comisario, el etnógrafo y el “Internet surfer”.

A este respecto, y como he comentado ya en alguna otra ocasión[7], muchas de estas nuevas prácticas artísticas recordarían mucho aquellas míticas peregrinaciones de Joseph Cornell en los años 40 por librerías, viejas tiendas, almacenes, casas de subastas, edificios abandonados y montones de basura en busca de fotos, grabados o viejas películas y que acabarían depositados en sus cajas-collage. Lo que sucede es que esas peregrinaciones parecen haber devenido ahora un tránsito digital, una navegación en la red, a través de páginas web, blogs, redes sociales y repositorios colectivos de fotografía y vídeo. Es como si aquellas cajas de Cornell se transmutaran ahora, con las nuevas prácticas de remezcla digital, en otros espacios o planos de composición, “planómenos” digitales, generadores de otra dimensión completamente distinta del principio “collage”. Incluso me atrevería a decir que en las obras de los mejores representantes de estas “poéticas de la conectividad”, toman cuerpo muy claramente las formas actuales de aquella “esquizo-fragmentación” posmoderna que Fredric Jameson definía hace ya casi dos décadas no tanto como una coexistencia de mundos múltiples y alternativos sino de borrosos conjuntos inconexos y subsistemas semiautónomos que se traslapan perceptualmente[8].

Por otra parte, y entendiendo el arte como una óptima forma de resistencia en el contexto del Sistema-red, es posible esperar de él una anticipación, en el ámbito de lo poético, de lo posible que subyace -aún latente- en el poder constituyente de la multitud conectada. En mi opinión, en los mejores ejemplos de estas poéticas de la conectividad es viable pensar, cuando menos, en un conato de reconfiguración poética de las interacciones sociales protagonizadas por la multitud. En esas obras se afirmaría la existencia y el poder de la excepcionalidad de cada uno de los elementos que conforman la inmensa multitud de vidas interconectadas, al tiempo que también lo común que subyace a todo ese mundo de singularidades: la necesidad de vivir más plenamente, de más expresión compartida y solidaria, de una vida conciliada con la de los otros no por la vía de la homogeneización sino por la del disfrute de las diferencias. En última instancia, de lo que se trataría es de llegar a la evidencia de eso “común” a través precisamente de la celebración y consignación de infinitas singularidades.

Las poéticas de la conectividad de mayor interés son productoras de obras que no son sino manifiestos de la exigencia del pensar interpretativo, de la comunicación crítica y significativa, de una forma más creativa, consciente y reflexiva de habitar en un sistema de hiperconexión global y permanente. Son obras que anticipan una cierta forma de “libertad liberada” que debemos entender como opuesta a la concepción de la libertad como mera estrategia de actuación empresarial (y que, en realidad, es a la que se somete la mayor parte de la producción creativa amateur).

De modo que uno de los aspectos esenciales en la valoración del interés mayor o menor de las producciones creativas en el contexto de la sociedad-red sería el grado de intensidad con el que esas creaciones expresan y anticipan una forma de esa “libertad liberada” antes mencionada. Más específicamente, el interés de una determinada propuesta artística en torno a la conectividad dependería primordialmente de su capacidad para evocar en el interior de la singularidad de esa producción concreta que es la obra no sólo lo abstracto de la vida de un espacio global sino, sobre todo, las tensiones de renovación y transformación, de crítica, de goce, de más libertad y de más singularidad que son inherentes a la multitud. Lo cual, probablemente, no sea sino avanzar en una forma de resistencia que anticipa lo que se enunciaba en la consigna “otro mundo es posible” y que, como afirmara Negri, no implicaría sino “un éxodo que va hacia nosotros mismos”[9].

 

Juan Martín Prada*

*Este texto es una versión reducida de la conferencia inaugural del I Congreso Nacional de Investigadores en arte. El arte necesario. La Investigación Artística en un Contexto de Crisis impartida el día 11 de julio de 2013 en la Universitat Politècnica de València.

[1] Vid. Adorno, Theodor, Teoría Estética (1970), Madrid, Taurus, 1992.

[2] Vid. Hirschhorn, Thomas, “Crystal of Resistance-Swiss Pavilion at The 54th International Art Exhibition of the Venice Biennale” 27 de junio de 2011 [http://www.modernism.ro/2011/07/27/thomas-hirschhorn-crystal-of-resistance-swiss-pavilion-the-54th-international-art-exhibition-of-the-venice-biennale/]

[3] Un enfoque en esta línea sería también el defendido por Nicolas Bourriaud en su texto Radicante. Una estética de la globalización, Adriana Hidalgo Editora, Buenos Aires, 2009.

[4] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix, Mil mesetas, capitalismo y esquizofrenia, (1980), Valencia, Pre-textos, 1994, p. 347.

[5] Burroughs comentó una ocasión que “In my writing I am acting as a map maker, an explorer of psychic areas” en“The future of the novel” (1964), Word Virus. The William S. Burroughs reader, (James Grauerholz e Ira Silverberg eds.) Grove Press, Nueva York, 1998.

[6] “Professional Surfer”, fue el título de una muestra colectiva organizada por Lauren Cornell para Rhizome, en el 2007. [http://www.rhizome.org/events/timeshares/professionalsurfer.php].

[7] Vid. Martín Prada, Juan, “El Blog-art”, en Prácticas artísticas e Internet en la época de las redes sociales, Akal, Madrid, 2012.

[9] Jameson, Fredric, Teoría de la postmodernidad, Madrid, Trotta, 1996, p. 294.

[9] Negri, Antonio, “El arte y la cultura en la época del Imperio y en el tiempo de las multitudes”, Ediciones simbióticas, 2005. [http://www.edicionessimbioticas.info/article.php3