Notas sobre la disneylandización

¿Hasta dónde llevar la apertura de las salas de un museo? ¿Cómo articular la orientación de sus estatutos con los cambios culturales que sufre todo entorno social? ¿Cómo asumir que no podrá jamás ser una institución completamente dispuesta para satisfacer las necesidades de todo tipo de público? ¿Cómo entendería ese público que un museo reconociese su instauración de un tipo de hegemonía? ¿Qué tipo de profesional debe asumir ese tema? ¿Un relacionista público o un académico? ¿Un administrador de empresas o un sociólogo? ¿Hasta dónde debe llegar una curaduría y hasta dónde la dirección de un museo?

La mascota del Mundial Sub20 mira la escultura Navegante (1965), de Édgar Negret en el  tercer piso del Museo Nacional, durante la celebración de la Noche Mundialista, el 19 de agosto de 2011. Entre las 6 de la tarde y las 10 de la noche, el Museo Nacional recibió a 1947 visitantes. Fotografía: Catalina Plazas.

Es costumbre que la cultura, los profesionales que se desempeñan en ella y los contenidos que moviliza reciben más atención de parte de quienes buscan evitar la transmisión de cierto tipo de información o de quienes creen (creemos) que lo mejor es hacerse (hacernos) visibles hablando sobre aquellos que viven de producir eso, visibilidad. Puede pensarse que esta situación es una de las condiciones estructurales para la existencia de este sector. Sin embargo, la cuestión va más allá, tocando temas mucho más delicados como hasta dónde debe llegar la regulación de contenidos dentro de una exposición, cuál es la mejor forma de exhibir un objeto e incluso qué efecto debería producirse entre quienes vean una presentación.

Algunos recuerdan un debate entre personas cercanas a la curaduría del Museo Nacional, respecto a la manera en que se presentó una celebración patriótica. Tal como fue publicado, el debate podría simplificarse con el par antitético Museo mediollenoMuseo mediovacío, del cual se derivaron una serie de reflexiones asociadas, la más reciente, del investigador  Martín-Barbero.  El problema era entonces “¿qué ver?” Y para enfrentarlo, la actual curaduría del Museo tomó una serie de decisiones, decidió mostrar algo de cierta manera. Y eso cayó mal entre algunos espectadores.

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Para muchos de sus lectores, esferapublica asumió su mayoría de edad con el cubrimiento del debate que generó la desastrosa presentación de una franquicia de muñecas caras en la sede del lote de engorde donde queda hoy el Museo de Arte Moderno de Bogotá. En ese momento, algunos de los argumentos que defendía el Museo revelaron una pobre comprensión de la apertura de sus espacios a la presentación de producciones culturales no afiliadas con la idea de alta cultura. Nociones burdamente construidas de “purismo” y “manoseo” polarizaron las opiniones. Para muchos, el problema de la exhibición era la entrada de los intereses de la empresa privada a las salas de exposición de un lugar (supuestamente) al margen de tales manejos, mientras que otros vieron una descarada manipulación por parte del interés privado de su dueña respecto a la orientación que podría darle una curaduría con objetivos distintos. Al final triunfó la manipulación, se hizo la muestra, renunció la curadora, entró a trabajar otra persona como curadora (menos beligerante, más diplomática, más apreciada –por el museo-) y el museo siguió entonando su patético canto de cisne.

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¿Hasta dónde llevar la apertura de las salas de un museo? ¿Cómo articular la orientación de sus estatutos con los cambios culturales que sufre todo entorno social? ¿Cómo asumir que no podrá jamás ser una institución completamente dispuesta para satisfacer las necesidades de todo tipo de público? ¿Cómo entendería ese público que un museo reconociese su instauración de un tipo de hegemonía? ¿Qué tipo de profesional debe asumir ese tema? ¿Un relacionista público o un académico? ¿Un administrador de empresas o un sociólogo? ¿Hasta dónde debe llegar una curaduría y hasta dónde la dirección de un museo?

Es necesario tener en claro que el tema de por sí no es antipático, incluso su análisis lo convierte en un proceso sumamente enriquecedor. Pero al mismo tiempo no se debe descuidar que tocarlo en público es algo que se suele ser visto como una mala señal. Si alguien habla de las contradicciones estructurales de una institución, entonces estará diagnosticando una serie de debilidades. Sin embargo, cerrar los ojos y concentrarse en creer que una entidad funciona bien por el número de personas que la usan, simplemente es algo que no lleva a ninguna parte o, peor, conduce al populismo de buena fe. De ése que suena a propaganda oportunista (el helicóptero usado de la Operación Jaque en la Plaza de Bolívar), que no permite la construcción de una serie de políticas capaces de integrar la entidad con la población a la que busca dirigirse. Si una persona cree que un museo, para que sea museo,  debe permanecer mediovacío, debería empezar a pensar por qué cree que puede entrar a ese museo, qué razones le permiten acceder. Pero si otra piensa que hay que renovar la retórica que soporta un museo para mediollenarlo, debe esforzarse por integrar una gran cantidad de variables que le permitan defender en cualquier momento las decisiones que tomó. Para que cuando alguien  se dedique a reclamar su cabeza, pueda sostener el hecho de que se haya dedicado a investigar producciones de cultura material que no necesariamente producen una aceptación consensuada y le resulte viable reducir la contradicción de eso que intentó mostrar.

Uno de los problemas que acarrea la existencia de una institución museal es que siempre va a hacer propuestas que resulten fallidas de alguna manera para algún segmento de la población. Y, además de eso, hay que complejizar la situación pensando en que, a pesar de todo lo democrático y aperturista que un museo trate de ser, siempre estará condicionado por un odioso planteamiento: debe trabajar por crear y extender una jerarquía sobre eso que “debe ser visto”.

Y las jerarquías son odiosas.

 

Guillermo Vanegas