Nota

Siempre se ha pensado que una semana del sonido debe contar con una exposición que la acompañe. Y que no se puede reciclar la museografía de una pésima exposición anterior para solucionar una muestra de mecanismos construidos con la idea de hacer ruido. Mientras en una sección de la sala de exposiciones estaban en silencio, montados sobre módulos o en mesas, desconectados, dispuestos para el momento en que habrán de funcionar. En la otra, pasarían por lo menos dos veces a un lugar bastante parecido a como nos han dicho que son los escenarios interiores de las ferias ambulantes del Dust Bowl: luz cenital, cortinas negras y un telón rojo al fondo. Contra este escenario, por horas, sonaban.

Elkin Calderón, Tábata (2012). Proyectores alterados de 8 mm y 16 mm y sensores fotosensibles. Obra participante en  la exposición Sonantes (Curaduría: Humberto Junca), Sala de exposiciones Academia Superior de Arte de Bogotá, 3-7 de septiembre.

Siempre se ha pensado que el mejor texto crítico es aquel que se puede memorizar como una canción. Muy pocos autores han explotado esa faceta, quizá por temor a -valga la palabra en este punto-, sonar ridículos. El problema es que, a pesar de ello, no pueden evitarlo: suenan mal.

Siempre se ha pensado que una exposición sobre ruido debe “hacer ruido”. Y así, cuando uno vaya a la muestra, que estará sin un alma -como deber ser, ¿no? (pues, para qué se hace una exposición si no es para que nadie vaya nunca)-, cada dispositivo producirá su mensaje y uno lo escuchará y aprenderá una nueva faceta de la vida. Que el ruido es riqueza y demás. El problema es que cuando eso pasa, los primeros en enloquecer son los trabajadores del lugar de la exposición.

Siempre se ha pensado que la repetición garantiza la memorización.

Siempre se ha pensado que las personas que están a la vanguardia musical (sobre todo si son coleccionistas), deben ser inmamables, socialmente estúpidas, y muy inteligentes referenciando nombres de músicos, canciones y álbumes. Es cierto, con una enorme mayoría.

Siempre se ha pensado que en Bogotá debería haber una Semana del sonido. No la había. A comienzos de este mes la realizaron gracias al apoyo de la Fonoteca de RTVC.

Siempre se ha pensado que una semana del sonido debe contar con una exposición que la acompañe. Y que no se puede reciclar la museografía de una pésima exposición anterior para solucionar una muestra de mecanismos construidos con la idea de hacer ruido. Mientras en una sección de la sala de exposiciones estaban en silencio, montados sobre módulos o en mesas, desconectados, dispuestos para el momento en que habrán de funcionar. En la otra, pasarían por lo menos dos veces a un lugar bastante parecido a como nos han dicho que son los escenarios interiores de las ferias ambulantes del Dust Bowl: luz cenital, cortinas negras y un telón rojo al fondo. Contra este escenario, por horas, sonaban.

Siempre se piensa en John Cage cuando se organizan este tipo de presentaciones. Y eso está muy bien, pero de tanta reiteración la gente -que es tan quisquillosa-, comenzará a aburrirse. Eric Satie, entonces.

Siempre que hay curadurías de temas, se suelen privilegiar unas técnicas sobre otras, de tal manera que al final se asocien contenidos con procedimientos de elaboración. En Sonantes, había un grupo de mujeres que le gritaba a un metrónomo cada cuarenta pulsos siguiendo la caricatura que hacia mediados del siglo XX dibujaba encima de un taburete a una persona con tacones, blusa blanca, falda hasta las rodillas, los brazos encogidos, parada en las puntas de sus pies, dando alaridos. Y una estructura de tubos que también debía activarse mediante el cuerpo. Performance y música y objetos que despertaban cuando sentían la calidez de un cuerpo cercano. O cuando les pasaban corriente eléctrica.

Siempre que se tome un cuchillo elaborado artesanalmente y se golpee contra una barra de metal fundida con una aleación que permita generar una nota musical específica pensaremos en la paz. Pero, siempre que estemos en medio de un combate y escuchemos una melodía de trompeta quizá pasemos saliva utilizando la garganta que alguien nos habrá de tajar después. Y siempre que estemos frente a un instrumento musical de percusión realizado con armas, nos podría resultar difícil relacionar un acto de violencia demencial con el arte musical, que es tan bello. Pero en la guerra, como en la religión, como en el arte, es muy importante saber el significado del ruido.

Siempre que se recuerda la excentricidad de los músicos, el lugar común más visitado es aquel que enseña que cuando se trata de experimentación auditiva + arte, el cruce debe ser desequilibrado. En muchos estudios alrededor de la fortuna crítica de John Cage se suele destacar que en el campo de la música este autor no suele ser tan bien recibido como en el de las artes visuales. Aquí tendríamos un equivalente criollo de Cage (en este sentido): Elkin Ramírez, consagrado cantante, también ha incursionado en las artes plásticas, dejando a su paso una estela de obras invariables, profundas y, ya en serio, cargadas de símbolos e imaginación. En él sucede algo parecido: cuando cierra conciertos destruye la dignidad de todos sus oyentes, que extasiados se entregan a la miel de su voz,  pero al pintar no suele causar el mismo efecto. Quizá allí se implique algo de destrucción de la dignidad.

Siempre se imagina que una exposición debería dura más de una semana, pero como se trataba de la Semana del sonido, la muestra se apegó al criterio temporal del título. Valdría la pena repetirla, exacta, en el mismo sitio, durante un mes. Para que mucha más gente se la perdiera. Y otros repitiéramos y repitiéramos y repitiéramos.

 

–Guillermo Vanegas