Natalia Ávila, sobre el Estado de Excepción Académica, el crédito y la muerte de la tesis

Natalia Ávila intenta graduarse hace tres años, tal cual queda consignado en la exhaustiva documentación de su blog http://unahistoriadedesamor.blogspot.com (que recomiendo consultar a todo el que aún no lo haya hecho, pues allí hay una verdadera exhibición de atrocidades que violenta incluso la categoría "Poder Institucional", tan presente en todos los debates que giran en la plataforma de Esfera Pública). Su caso no es particularmente sorprendente en el entorno de la carrera de Bellas Artes en la Tadeo, salvo por el hecho de que se atrevió a hacerlo público. Como muestra de ello me gustaría que se considerara el hecho de que, durante los últimos dos años, sólo seis estudiantes de la carrera se han graduado (me encantaría afirmar que esta ausencia de graduandos se debe a un intento por el elevar el nivel académico de los proyectos presentados por los estudiantes, pero no es ese el caso) y que un alto porcentaje de la planta docente ha desertado, ha sido despedida sin explicación o simplemente ha encontrado de un momento a otro su cátedra ocupada por un nuevo profesor.

Estos hechos, en boca de todos y en papel de ninguno, señalan una crisis a la que nadie ha querido prestar atención a pesar de todas las voces que, de forma ciertamente ahogada, se han levantado en escenarios más bien informales, y de la desarticulación de una comunidad académica estable y crítica arrasada por voluntad administrativa. No sobraría aquí preguntarse dónde están los funcionarios del Consejo Nacional de Acreditación para hacerle un seguimiento riguroso a las irregularidades que la Facultad sigue cometiendo y de las cuales siguen siendo presas los estudiantes.

De hecho, el inicio de esta crisis podría situarse en el momento de la acreditación del plan de estudios de la Carrera, a partir del cual, como ocurre en general cada vez que un programa se acredita, deja de considerar a la educación como un derecho inalienable para transformarse en un servicio "a crédito" y del cual hay que dar crédito. Algo que el estudiante, en tanto debe (porque siempre se trata de "créditos"), nunca puede tener. A partir de ese momento, incluso el perfil de los primíparos aceptados a la carrera empezó a cambiar, y un cierto matiz de desadaptación difusa que caracterizaba a los estudiantes fue poco a poco reemplazado por niñas bien vestidas, educadas y desganadamente sonrientes que no tenían, a fuerza de ascepcia, ninguna intención de llevar la contraria a nadie. O por lo menos a nadie con el suficiente poder como para decir que en el ejercicio de la contradicción había diversas clases de crítica y no una crítica de clase.

Así que el asunto con respecto a Natalia Ávila empezó a complicarse en ese momento. Su primer proyecto de grado, una investigación sobre arte y narcotráfico en Colombia, fue abiertamente censurado por la decana de la Facultad, Sylvia Escobar, a quien el tema le parecía demasiado escabroso, y por Juan Manuel Caballero, el vicerrector académico de la universidad, quien, como consta en todos los documentos anexados por Natalia en el blog, fue la palanca institucional que validó todas las desafortunadas actuaciones académicas y administrativas de Escobar. Sin contar claro, que veamos la firma de los rectores Jaime pinzón y José Fernando Isaza una y otra vez puesta en los documentos, lo que nos deja entrever la dimensión de los hechos. Sobra decir que ninguna de estas negativas fue estructurada con argumentos, teorías o debates sino con memorandos y razones dejadas en contestadores automáticos, con llamadas de secretarias y sellos de vicerrectoría.

Tras este primer traspié (que no es el primero en tanto ya habían pasado meses de incertidumbre sobre los procedimientos para trabajos de grado, nunca definidos por la Facultad), Natalia intentó presentar un ejercicio de gestión cultural en torno a El Bodegón (espacio del que hace parte), el cual no fue aceptado por ser propuesto de forma colectiva (lo cual nunca antes había sido considerado un impedimento) y así, finalmente, se vio abocada a plantearse un proyecto como el que finalmente llevó a cabo: Punto de tensión.

La idea del trabajo se sustentaba sobre una acción de desgaste en la cual Natalia se propuso, con disciplina inquebrantable, no hacer nada, aunque esa nada estuvo recubierta de un matiz perverso que era un golpe en la cara de la institución académica: permaneció entre las 9 am y el momento del cierre, día a día entre el 1º y el 31 de diciembre de 2006 (es decir, en medio del frenesí navideño), en las instalaciones del centro comercial Salitre Plaza. Cada día sin excepción llegaba para ver abrir las tiendas, y sólo se iba cuando ya todo estaba cerrando.

Su acción no tenía que ver con ninguna crítica a la sociedad de consumo, no planteaba una oposición a cualquier forma de capitalismo o a la desintegración de la familia por el mercado y, ni siquiera podía ser vista como una rendición al mundo de las formas. Si de algo se trataba era, precisamente, de que su tiempo (entendamos "su vida") se consumiera durante un mes completo en la pasividad del estar. Forzar el ritual de la propia presencia en un espacio para el que la existencia particular de un individuo resulta completamente asignificante, y hacerlo a modo de trabajo de grado, es decir como mecanismo de "acreditación académica", ya implica una serie de conclusiones que, de haber sido evaluadas de forma medianamente acertada por la universidad, la facultad, y los jurados (entre los que se contaba, como es la norma, la decana Escobar), habrían puesto a tambalear el sustrato académico que lo permitió. Porque, digámoslo abiertamente, el mes que Natalia Ávila pasó en silencio, inactiva, echada en un sofá del centro comercial o ante una vitrina, tras años de infructuosos intentos de tesis, y que no fue ocupado en ninguna clase de investigación, ni en la producción de ningún trabajo o la profundización de cualquier aprendizaje, son responsabilidad de una estructura burocrática totalmente ciega a los procesos pedagógicos que está administrando. Es decir, que si hoy no tenemos sobre la mesa los resultados, por modestos que pudieran ser, de una necesaria investigación sobre los narcos y el arte en Colombia, ni una hipótesis sobre la existencia y funcionamiento de los espacios artísticos independientes en Bogotá, se lo debemos a las actuaciones arbitrarias de una Facultad para quienes sus estudiantes ni siquiera son clientes, en tanto no se les concede siquiera el beneficio de la duda pues de razón ni hablar.  

Por el cont
rario, la Universidad se blindó una y otra vez acusando a Natalia tras cada uno de sus más que justos reclamos; la Facultad, en cabeza de Sylvia o extendida en la persona de sus subalternos enredó, esquivó y complotó para, una vez más echar por tierra el proyecto tras una sustentación en la que, tal cual consta en la transcripción, no hubo un solo comentario de fondo o una crítica al trabajo.

Leyendo los motivos por los cuales el proyecto se rechazó, puede verse la trama de una arbitrariedad convertida en metodología establecida, por la cual una tesis termina reprobándose porque, supuestamente, no dio respuesta a preguntas que, de hecho, nunca se plantearon y porque, la mala elección de los evaluadores, ignorantes del contexto en el cual se inscribía el proyecto, nunca pudieron crear un entorno propicio para hacerse un sinnúmero de valiosas preguntas implícitas en la materialización del ejercicio de tesis y que fueron torpe o, quizás, hábilmente esquivadas por el jurado. Que una tesis sea reprobada porque no da respuesta a la precariedad de una pregunta del estilo: "y para ti, ¿qué es el ocio?", cuando jamás se planteó el ocio como un componente argumental del trabajo, es como quitarle la corona de señorita Colombia a una candidata porque no puede explicar la evolución histórica del performance de desgaste y el modo en que ha sido usado por Marina Abramovic durante casi tres décadas.

No hablo desde una perspectiva desapegada en tanto, desde el comienzo, he sido interlocutor académico de Natalia en el desarrollo de sus proyectos y, por lo tanto, he podido ver la evolución de una situación que pasó de ser simplemente arbitraria a totalmente surrealista. Por supuesto que tampoco soy imparcial en tanto mi historia dentro de la Tadeo hace parte de la diáspora inducida por la administración de Sylvia Escobar y de la cual podrían dar cuenta desde Manuel Santana hasta Fernando Escobar, Fernando Uhía, Mario Opazo, Miler Lagos y un etcétera tan largo que me da pereza recordar. Ni siquiera puedo considerarme contestatario en tanto me vi victimizado por la situación y perdí incluso la distancia crítica. Sin embargo, puedo hablar desde ese umbral en que permanece quien no está fuera ni adentro y, por ello mismo, como frontera entre institución y persona, privado de voz y de sustancia, alejado de toda posibilidad práctica de reconfigurar un contexto que me era familiar y que terminó siendo simplemente siniestro.

Y es este siniestro, precisamente, del que habla Natalia Ávila, y son su silencio y su negativa de hacer, la única voz que podría elevarse para que los fantasmas digan lo que ocurrió a una generación cegada por una creencia demasiado cómoda en las formas de una institución académica en que se empeñaron en permanecer. Así pues, más allá de un trabajo sobre narcos, o de un proyecto para hacer un sitio de exposiciones de arte sin vocación comercial, o de un performance largo, aburrido e insignificante, de lo que se trata es de una compleja historia institucional en la que se replican, en el seno de una pequeña comunidad académica, formas oscuras de administración del poder: censuras, silencios, omisiones, respuestas amañadas, víctimas sin rostro y decisiones sin soporte que nos recuerdan constantemente las figuras del Estado de Excepción y de la naturaleza Biopolítica de todo ejercicio de poder en el que, una anónima y bastante mediocre figura administrativa puede decidir sobre la vida y la muerte, en este caso académica, de un miembro, por cierto siempre destacado, de su comunidad.

Ya Derrida había planteado el momento de la tesis como un escenario de muerte para el estudiante, en tanto sale muerto como discípulo en la contestación de sus maestros, entregado a la locura de la decisión por la cual rompe el reflejo y se da a hablar. Pero tristemente aquí, esa ruptura nunca se dio frente a ningún maestro (empezando porque ya no trabajan en la Tadeo) sino tras el funcionario. Silenciada por una fuerza de ley que la constriñe y ahoga, la muerte de esta estudiante, de la que espero podamos conservar el nombre Natalia Ávila, es un caso más entre aquellos que expiran en medio de un estruendoso silencio académico y sin que nunca se aclaren los motivos de su supresión ni, mucho menos, se haga responsables a los culpables. 

Víctor Albarracín