manuel hernández: sus obsesiones

Las declaraciones recientes de Botero en Monterrey son elocuentes, y políticamente correctas; aclaran puntos sensibles de la querella entre artistas modernos y contemporáneos, demarcan con claridad sus campos de interés: obsesiones privadas y voluntad de solidaridad: Freud y Marx. El corolario de estas intervenciones es simple: el artista moderno fue formado para el oficio, a expensas de otros intereses de la profesión como la reflexión teórica y la crítica.

La diatriba cortesana de Botero contra el arte contemporáneo ha dejado mal parada a la pintura y desdice mucho de su formación como pintor. Afirmar que la definición que realizó Poussin de la pintura es la más precisa para regir el criterio de nuestros días, es un argumento más en contra de las expectativas de la pintura contemporánea, que en contra del arte contemporáneo en general. La pintura, afirma Botero que decía Poussin, es una expresión sobre una superficie plana con formas y colores para dar placer. Ni siquiera el término expresión sería aceptado por la contemporaneidad.

Poussin atendía las demandas de placer de la internacional cortesana ociosa, en el peor de lo sentidos, que antecedió a la Revolución Francesa, de ahí que no sean descabelladas tales ideas para ese siglo. No obstante, legitimar la pintura como reflexión con plena vigencia para el siglo XXI requiere perspicacia, mayor sensibilidad por lo particular: el tiempo de Botero es mítico, ya lo había afirmado Marta Traba. Es decir, sus cosas están por fuera del tiempo que padecemos las mujeres y los hombres de carne y hueso. Ahora, si Botero se equivoca en sus juicios de gusto y en la comprensión de su oficio, sus juicios sobre la crueldad en las instituciones públicas dejan mucho más que desear. Afirma que las denuncias sobre las torturas en Abu Ghraib le produjeron tanta ira e indignación que tuvo que apaciguarlas imaginando pictóricamente estos acontecimientos; –que donó esta serie a la Universidad de Berkeley porque ha mostrado mucho interés por los derechos humanos. Si se trata de educar en derechos humanos, ¿no hubiera sido más sabio donarlas a una institución que no los respeta? ¿De qué le sirve un cesto de pan a Bill Gates? ¿No lo aprovecharía mejor una familia de Ciudad Bolívar? El interés de Botero por la solidaridad se hace sospechoso de insinceridad, pues, en Colombia han pasado cosas peores, que no han merecido mayores acotaciones plásticomediáticas por parte suya. Botero pareciera saber más de Irak que de los acontecimientos que han enlutado y oprobiado a tantas familias colombianas: si tiempo es mítico. También parece confirmar la triste premonición de Traba: al igual que el caso de Andrés de Santamaría, de quien se pueden contar en una mano los años que vivió en Colombia, «algún día se escribirá (…) que Botero fue un pintor extranjero» [1] el tono de esta idea es sugestivo, así Traba hubiera construido este argumento para criticar nuestro provincialismo. Si en asuntos estéticos a Botero le falta perspicacia, en asuntos morales y políticos carece de sindéresis. Botero es importante para el arte orientado hacia las obsesiones privadas que caracterizan la vida privada, pero irrelevante para formar en la solidaridad, lo cual no demerita su obra.

La pintura ha dejado de ser la princesa de las artes, esto no tiene vuelta de hoja. La contemporaneidad le ha aportado a los artistas contemporáneos instrumentos alternativos para ayudarlos a pensar y hacer sensibles sus ideas, para dotarlas de sensualidad en menor grado. Pero si la pintura ya no es la princesa hedonista que cortejó Poussin, está lejos de ser la pordiosera en que fue convertida por algunos curadores y académicos de arte contemporáneo. La defensa de la pintura que están haciendo algunos expertos del pensar artístico, debe entenderse en el sentido de que la pintura es una técnica más, tan legítima y tan importante como la fotografía, el video y el concepto, para la capación de nuestra época en perceptos. La contemporaneidad no privilegia ninguna mirada, a todas les reconoce su legitimidad; no construye altares, pues, ha dejado de creer en órdenes jerárquicos o autoritarios. Si la princesa de las artes debe conformarse con ser una ciudadana más de las artes, tampoco hay lugar en nuestras democracias para un príncipe de las artes. La exigencia de la inclusión de la pintura en los circuitos del arte contemporáneo en Colombia ha de comprenderse en este sentido.

Manuel Hernández es consciente de que al concepto no se puede llegar directamente. Aunque no tiene el menor interés por captar esa presencia inmaterial, sabe que la única vía de acceso al concepto es a través del percepto, es decir, de lo sensorial comprendido como el conjunto de emociones y creencias que nos proporciona nuestra primera visión de mundo. Sería fatuo pretender que sus pinturas son sensuales o tienen como propósito producir placer en los espectadores. Nada más aburrido y empalagoso que un artista al que se le nota su desesperación por proporcionarnos placer, por darnos gusto, nada más patético: ¿en esto creerá Botero que consiste la politización de la estética? La gesta primigenia de Hernández, entonces, no es en pos del placer, mucho menos de la forma y el color; nada más trivial para la contemporaneidad que una discusión sobre las cualidades plásticas del instrumento en que se apoya el pensar. La discusión, si ha de darse, debe ser sobre el pensar mismo: en la percepción ya hay pensamiento.

Hernández tiene claro que lo suyo es una obsesión privada, la búsqueda de ese sí mismo olvidado entre los fragmentos de sus cosas que han logrado sobrevivir; –que es la exploración de una región riesgosa para el entendimiento, pues allí las cosas son y no son, la duda las carcome permanentemente y las reduce a protoformas que no logran ser habla. Allí la vida es muerte y la muerte es vida, cada una habita la otra. La intuición de la muerte por parte del artista propicia la oportunidad de volver a nacer. El artista sabe que la muerte es donación de humanidad, que esta donación es el habla sobre el ser y el no ser, que aprendemos a morir cuando aceptamos nuestra mortalidad anticipada por el habla, y que la vida no es más que morir lentamente. Morimos un poco con los otros todos los días. No obstante, experienciar la muerte del otro que soy yo, es la oportunidad de volver a nacer, este es un privilegio para el artista. Las pinturas de Hernández expresan esa angustia por nacer, por hacer flexibles los brazos de la muerte, que no repudiarlos. La rigidez de la vida cuestionada por la flexibilidad de la muerte es una constante en sus protoformas. Sus pinturas nada tienen que ver con el lirismo que le han atribuido los críticos de arte del pasado.

Algunas de las pinturas de Hernández son poéticas no porque sean líricas. Son poéticas porque propician el surgimiento de muchas ideas, porque instauran presencia espacial, porque generan relaciones y aproximaciones, porque son lugar de encuentro. La presión sarcástica que ha ejercido el concepto sobre el percepto ha desfigurado la experiencia poética. Recuperar la poesía en las artes, en la pintura en este caso, no es otra cosa que potenciar nuestra facultad de pensar. Nada más subversivo para el positivista reduccionista ansioso por demostrar argumentos. La obsesión de Hernández con el sentido de las cosas es evidente. Sus protoformas intentan ser signos, por supuesto, sin éxito. Son una ficción de la percepción, pero no por ello carentes de verdad; la verdad de sus pinturas queda legitimada por su anhelo de libertad. Las protoformas nos develan la urgencia de nacer; nacer para él es la repetición constante de un acto fallido. Hernández parece haber luchado toda su vida por nacer, por crearse a sí mismo, por desprenderse de los condicionamientos materiales y sociales. Poco importa que el arte contemporáneo considere estas obsesiones como esteticismo. El interés privado es tan legítimo como el público. Para las sociedades contemporáneas de Occidente, son igualmente relevantes Marx y Freud.

Las pinturas de Hernandéz son autoretratos, en sentido no trivial. Apreciamos elementos fragmentados que intentan ser órganos, que luchan por conformar un orden, por desprenderse del abrazo de la nada, otra vez sin éxito. Alcanzamos a intuir en sus ideas, brazos, torsos y piernas que no logran articularse porque no hay una inteligencia que ordene el magma en el cual están atrapadas. Las cintas que a veces las circundan no tienen más propósito que evidenciar esta agonía de la muerte ante la vida. Cuando la mortalidad deja de ser horizonte para la humanidad, incursionan en la vida todo tipo de crueldades.

Signo solo es una estructura que ha sido ubicada en el cuarto piso del Museo de Arte Moderno de Bogotá. Después de que hemos retardado una y otra vez los desplazamientos en los cuatro pisos del Mambo, nos sale al encuentro Signo solo, para develarnos el misterio que envuelve las protoformas de Hernández: una proforma simple, elemental, cortante, fálica: origen mismo del pensar artístico. Signo solo nos permite comprender la angustia por el pensar y la ansiedad que expresan unas protoformas que luchan con desesperación ser signos, que anhelan recuperar el habla, el único bien humano que extrañamos ante la presencia atemporal de los dioses después de que la muerte nos ha bendecido. Habla para Hernández es diálogo, es liberación, es apoyo, es sumisión; la liberación, intuimos, no se da sin sumisión. Vaya contradicción. No obstante, en la región que ha habitado Hernández la contradicción es la característica que potencia la actividad de pensar. Cuando el percepto deviene concepto cesa la contradicción. El pensamiento se vuelve trivial, predecible. Hernández no es un artista conceptual, es un artista perceptual. La exploración del percepto nos devela los misterios insondables de la vida en sus nupcias incestuosas con la muerte.

Poco podemos decir de la puesta en escena, no hay mayor interés en llamar la atención sobre el espectáculo. Los cuatro pisos del Mambo recogen una producción vasta de pinturas. Pocos textos interfieren esta experiencia visual que es el pensamiento de Hernández. Solo queda una pegunta: ¿cuál es el propósito de esta retrospectiva? ¿Qué la diferencia de otras que se han realizado en el pasado? ¿Desea destacar las presencias que reivindican las cercanías y las lejanías trivializadas por la Internet? El homenaje a la vida de un artista debe consistir en proporcionar ideas que refuercen o controviertan las tesis que se han construido en torno a su pensamiento. El artista ha hecho lo suyo; el Museo debe realizar lo que le corresponde: cuidar. Cuidar es propiciar a la presencia encarnada por el artista, una permanencia. Lo que permanece es lo que se transforma por medio de la comprensión y el análisis. En esta oportunidad, el Mambo ha retardado inexplicablemente la publicación del catálogo, el cual nos hubiera permitido comprender los propósitos de esta muestra tan generosa materialmente, en presencia.

Jorge Peñuela

[1] Traba, Marta, Las dos líneas extremas de la pintura colombiana: Botero y Ramírez Villamizar; Revista Eco 112, pág. 364, Bogotá, 1969.

4 comentarios

Admirable el esfuerzo dialéctico de Jorge, el problema es que Poussin tenia razón. Que mas podría ser la pintura que eso, por mucho que Carlos Salazar -su gran teórico entre nosotros- piense lo contrario.

Jorge Peñuela pone de manifiesto algo interesante en su texto: el ser contemporáneo no está determinado por una técnica en particular, artísticamente hablando. Botero seguirá siendo un artista no moderno sino PREmoderno, así su obra comenzará a hacerse en un computador. Lo que le hace fuera de la contemporaneidad no es al asumir una técnica artística tan antigua como la pintura al óleo, sino el no entender lo que significa el ser contemporáneo, que valga la pena recordarlo es lo existente al mismo tiempo, en simultáneo. Sin embargo aquí, la simultaneidad no debe tomarse propiamente de una manera lineal, pues como bien nos lo demostró Didi-Huberman (1), el pasado puede ser contemporáneo; anacronismo diría él, haciendo eco a Benjamin, Einstein y Warburg. Dicho en terminos de Hal Foster, «una simultaneidad de lo radicalmente dispar»(2).
De ahí que los artistas que crean que son contemporáneos por el simple hecho de asumir técnicas «actuales» y de paso desdeñar el pasado, están muy equivocados. Duchamp es nuestro contemporáneo no porque haya abandonado la pintura, sino porque ha asumió su presente de una manera radical, así como Sade es nuestro contemporáneo, pese a que vivió en el siglo XVIII, pues es su radicalidad lo que le hace nuestro contemporáneo. En efecto estimado Peñuela, la pintura contemporánea existe, así los puristas del «arte contemporáneo» afirmen lo contrario. Para ser contemporáneo hay que ser ante todo radical y entender el presente y no propiamente realizar un matrimonio con una determinada técnica artística. De ahí que todo debate sobre arte contemporáneo que se centre en la defensa enceguecida de una determinada técnica artística, es hic et nunc algo irrelevante.

notas:
(1). Didi-Huberman, George. Ante el tiempo. Buenos Aires: Adriana Hidalgo. 2005.
(2). Foster, Hal. El retorno de lo real. Madrid: Akal, 2001.

Bien, primero seria mejor hablar en un solo articulo de un tema, creo que el tema de Botero está opacando el tema de Manuel Hernández, de otro lado creo que no puedo estar de acuerdo en como articula el percepto y el concepto, no hay conceptos que dinamicen con perceptos, son los afectos que estan en devenir con los perceptos, Manuel Hernández explicaba que en su pintura había un sentido de flotación, pues bien acaso esa sensación no es más que suficiente para comprender su pintura? Más si hablamos de el análisis en un pintor moderno como Hernández.