Mail

Hace ya tiempo que vengo observando una la pulsión de archivo que ha intentado privilegiar la revisión de pilas enormes de documentos o la realización de miles de horas de entrevistas. Es algo que percibo como una actitud investigativa que intenta cerrar ciertos vacíos (y abrir otros) respecto a los relatos predominantes en la historia del arte colombiano que se presenta como oficial. En general, considero que esa clase de acercamientos son supremamente saludables. Pero estas lecturas son reflexiones claramente diseñadas para circular en contexto rigurosamente predefinido, donde señalamientos, suspicacias, desaprobaciones y demás elementos que sabemos producir tan bien los humanos cuando juzgamos las acciones de nuestros semejantes, están ausentes.

Pantallazo de correo electrónico. ¿Por copiar este pedacito estaré en problemas con la ley esa de Derechos de autor?

En el último capítulo del nunca bien ponderado Del poder y la gramática, de Malcolm Deas (1), el historiador plantea un panorama donde destaca la forma en que la historia ha tenido distintos usos  durante el siglo XX. De hecho su intención es la de hacer un esbozo metodológico sobre la manera en que los historiadores del futuro podrían comprender cómo los colombianos (algunos colombianos) interpretamos el desarrollo político de la administración de este país, incluyendo en nuestros comentarios los relatos de las peripecias, desgracias, errores y agravios a los que nos sometidos por venderle nuestra alma al político que quisimos (el que nos consiguió un cupo en un colegio, el que nos pavimentó la calle, el que nos dio Tejas, Ladrillos y Cemento en su campaña electoral).

En su texto, Deas le advierte a los historiadores que esta cuestión tiene que ver con la manera en que representan -o excluyen- ese tipo de información en sus observaciones. “Ni siquiera una historia de la vida cotidiana puede excluir la política. Sin embargo, debe representarla de manera distinta. No se debe tratar, por ejemplo, bajo este enfoque, sencillamente de una historia de la participación popular. Tampoco es una historia de cómo las estructuras políticas o los sucesivos sistemas políticos afectaron a la gente del común, a los colombianos no tan políticos.”

Este post no trata sobre recomendaciones historiográficas, sino sobre la forma en que Deas hace uso de un archivo al que tuvo acceso para defender el uso de documentos no necesariamente catalogados en grandes revisiones bibliográficas. Y todo porque puede ver en él “la temperatura política normal de un pueblo”. Según el autor, se trata de un “documento de una naturaleza muy rara”, el diario personal que comenzó a escribir desde 1874 una habitante del pueblo de Suaita (Boyacá). Para Deas, la autora “era una persona muy humilde, sin ninguna pretensión, por lo menos muy cerca del ‘puro pueblo’ en su vida diaria”, y a partir de sus palabras considera posible extraer cierta relativización sobre asuntos como el poder real de la Iglesia en los pueblos colombianos, por ejemplo.

Por mi parte, considero que a esas reflexiones puede sumarse una relacionada con el tipo de configuración que adquiriría un campo no tan diferente del la política como el artístico, a partir de la revisión de los mails que producimos quienes trabajamos en él. Esto con el fin de obtener una descripción mucho más adecuada al tipo de campo “real” que “realmente” construimos. En otras palabras, ¿cuántas aseveraciones enteramente opuestas al discurso oficial sobre los juegos de poder que se dan dentro del campo, al manejo y construcción de valores que constantemente se articulan con relación a autores y obras, podrían sacarse de la lectura pormenorizada de los correos electrónicos que maneja, por ejemplo, un crítico? En cierta medida, el filtro personal admite la emisión de ciertas posturas jamás defendidas en la arena pública, por cuanto se trata de demostraciones de sinceridad no formalizada.

Hace ya tiempo que vengo observando la pulsión de archivo que ha intentado privilegiar la revisión de pilas enormes de documentos o la realización de miles de horas de entrevistas. Es algo que percibo como una actitud investigativa que intenta cerrar ciertos vacíos (y abrir otros) respecto a los relatos predominantes en la historia del arte colombiano que se presenta como oficial. En general, considero que esa clase de acercamientos son supremamente saludables. Pero estas lecturas son reflexiones claramente diseñadas para circular en contextos rigurosamente predefinidos, donde señalamientos, suspicacias, desaprobaciones y demás elementos que sabemos producir tan bien los humanos cuando juzgamos las acciones de nuestros semejantes, están ausentes.

Para no ir más lejos, podría citar el zafarrancho que se originó en el site de facebook de esferapública, tras la publicación del documento que hiciera Cristina Lleras, respecto al debate derivado de la exposición de muñecas Barbie en el dormido Museo de Arte Moderno de Bogotá. Junto a los insultos, la verborrea, las acusaciones y las débiles argumentaciones generales (por lo menos las mías), poco a poco se produjo un acercamiento hacia cierto tipo de administración de recursos y espacios en el campo artístico local, difícilmente detectables en escenarios ajenos al de la conversación privada o, para entendernos mejor, al intercambio entre sujetos que se consideran iguales.

Creo que la existencia de este material abre un abismo insondable por el que se podrían perder millones de horas de becarios dispuestos a colaborar en la investigación de un autor reconocido. Pero también creo que allí podría perfilarse la presencia de actitudes y posturas vitales para orientar decisiones tomadas en el campo de lo público. Si alguien odia a alguien y eso se conoce, quizá resulte más fácil entender porqué nunca le dio su apoyo a nivel, digamos, teórico. Si una persona se siente fastidiada por la presencia de otra y de las opiniones que emite, evaluar el efecto de esa molestia a partir de documentos no sometidos ni a la edición académica ni al despliegue de erudición, ni a la ecuanimidad, nos brindaría luces sobre el examen al que la someta públicamente. En realidad, sí.

De ahí que me atreva a hacer una recomendación pública a las personas que escribimos sobre arte en Colombia: organicemos muy bien nuestras carpetas en nuestros correos electrónicos y pongamos en nuestros testamentos -con la prohibición explícita de no consultar esa información sino varios años después de nuestra muerte-, las claves de nuestros mails y el uso que se podrá hacer de ellos. El aporte de esa recomendación sería el de brindar lecturas quizá inéditas, quizá mucho más enriquecidas sobre el tipo de campo artístico que teníamos en nuestra mente y, por supuesto, el nivel de contradicciones que terminamos creando cuando lo pusimos en circulación. Lo que haremos será permitirle a un observador paciente y cuidadoso que los utilice para comparar unos con otros y encuentre las diferencias.

 

Yo ya lo hice. No me cobraron tanto por el trámite.

 

Notas

 

1.- Malcolm Deas, Del poder y la gramática. Taurus. Bogotá, 2006. Pp. 355-370.

 

–Guillermo Vanegas