Luis Camnitzer: ¿Dónde está el genio?

Hoy, gran parte del arte se escapa de las limitaciones disciplinarias, tanto en términos de artesanía como de conocimiento. Se adentra en el activismo político, en el servicio a la comunidad, la investigación sociológica, y otras formas de la buena ciudadanía. Estas actividades prueban que el artista no tiene por qué limitarse a ser un excéntrico romántico del siglo diecinueve y que puede ser un buen ciudadano.  El buen ciudadano es crítico, y la palabra “artivismo” creada en las resistencias negras y chicanas de hace una década es un término apropiado.

El siguiente texto fue leído por Luis Camnitzer el pasado 13 de febrero en la Lección inaugural de la Maestría en Estudios Artísticos de la Facultad de Artes ASAB, de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas. Bogotá, 13 de febrero de 2018.

¿Dónde está el genio? No me refiero aquí al genio “genio”, sino al de la lámpara de Aladino, la cual me parece una buena metáfora para lo que sucede en el mundo del arte. Esto es porque los artistas fabricamos obras como si fueran lámparas con la esperanza de, no solamente que el genio esté dentro de ellas, sino además que lo podemos controlar. Los museos exponen lo que viene a ser el equivalente artístico de las lámparas, apostando a que el genio no solamente esté en el objeto expuesto, sino también que se quede allí para siempre. El genio es intangible, las lámparas son tangibles. Como resultado, el esfuerzo se pone en la ejecución física, y de ahí el acento en la artesanía y el terminado.  Y particularmente después de Duchamp, el esfuerzo incluye el cómo se presentan las obras y cómo se habla de ellas para hacer entender que el genio está allí, aún si el objeto viene de otro campo o no es tal. En otras palabras, el genio está en la lámpara porque el museo nos lo dice, y el canon es la vara de medida que se utiliza para validar la declaración.

Yo fui miembro de la generación rebelde que trabajó en los cambios curriculares de la Escuela de Bellas Artes en Montevideo. Inesperadamente logramos implementar esos cambios en 1960. Hasta entonces teníamos un profesor de historia de arte, un poeta, que todos los años repetía sus conocimientos del arte griego y romano. Por razones que todavía no entiendo, yo fui el encargado de comunicarle que dado el nuevo plan de estudios ya no queríamos sus servicios. Sorprendido me preguntó: “¿Y por qué?” Tratando de suavizar la situación le dije: “Lo que pasa es que usted reduce todo el arte al amor y la muerte. Desconcertado me miró y preguntó: “¿Pero y que más hay?”

Casi seis décadas después ese diálogo todavía me avergüenza por dos motivos. Uno es por la crudeza del joven estudiante militante que era medio torpe en el oficio de la comunicación. Hoy lo habría invitado a tomar un café antes de entrar en el tema.  El otro es que fue un intercambio en el cual ambos fuimos bastante estúpidos. El sub-texto real de la discusión era sobre cuales cosas motivan al canon y de donde se derivan sus juicios. Pero en ese momento ni él ni yo pensamos en el canon. Él había simplificado y rebajado el curso a una generalidad tan vaga que ya no tenía utilidad alguna. Y nosotros, los estudiantes, sentíamos que esa vaguedad estaba fallada porque no acomodaba las contribuciones del Modernismo ni las condiciones que informaban nuestra vida cotidiana a pesar que era dentro de ellas que se suponía que teníamos que producir nuestra obra. Ambos fuimos esquemáticos, y ni siquiera nos dimos cuenta que estábamos de acuerdo en la existencia de un canon universal para todo el mundo. Si hubiéramos discutido política en lugar de arte, probablemente compartíamos una posición anti-imperialista. Fue que no pensamos en aplicar nuestro anti-imperialismo a los problemas de la cultura.

Hoy, repensando la situación, veo que el profesor no estaba totalmente errado. El amor y la muerte realmente condicionan al arte. Pero, por otro lado, aparte que hay otras cosas también, ni uno ni otro ayuda a determinar su calidad. Son palabras lo suficientemente generales como para preparar algo que podemos denominar un “pre-canon” que luego permite elegir contenidos y a dirigir la empatía. Hay muchos cánones locales que provienen de allí, y también algunos rituales, algunas manifestaciones folclóricas, definitivamente el tango, y a veces lo que podemos llamar en forma poco elegante, el arte “educado”. Hay diferencias: los rituales y el folclore tienen permiso para determinar sus propias direcciones. El arte educado se supone que tiene que ser algo más general, que es compartido y comprado por todo el mundo al punto de lograr un mercado globalizado.

La tarea de las escuelas de arte y de los museos no solamente es la de alimentar esta imagen, sino también la de hacerle creer al público la declaración con respecto a donde habita el genio de Aladino, y que los valores especificados por el canon son imprescindibles. Todo esto crea una estética que es muy difícil de desafiar y de derrocar. Porque si el desafío es demasiado grande, la obra se escapa de lo que define al arte como tal. En la tradición occidental, el artista tiene que mostrar una ruptura suficientemente fuerte como para ser considerado “original”, pero lo suficientemente débil como para ser aceptado. Es por eso que la palabra “originalidad” en el arte capitalista se refiere al poder de la marca comercial. Se trata entonces de crear un consenso sobre el hecho declarado que el genio realmente habita en la lámpara. Eso lleva a la importancia que se le da a la lámpara, y a que mucha gente confunda la presencia del genio con el grado de terminado en la fabricación de la lámpara.

Aun si todo esto no es muy claro, tiene mucho peso. Se refiere a los valores, a la forma de conocer, y a las imágenes y formas de representación utilizadas por sociedades enteras. Eso también comprende el espectáculo. Pero mientras que muchos productores de espectáculos para el consumo aceptarían que su producción es importante para la cultura al enriquecer el tiempo de ocio del público, la mayoría de los artistas no estaría de acuerdo. Los artistas dirían que están involucrados en exploraciones mucho más profundas, esas que tienen la meta de transformar a la sociedad, y que trabajan para el beneficio colectivo. Nunca se compararían con los animadores que entretienen, sino que más bien se medirían con los científicos.

Estoy de acuerdo que el arte no es una forma de entretenimiento. Sin embargo, el arte generalmente es tratado como una actividad más de ocio conectada con el tiempo libre. Como ese tiempo libre es considerado improductivo, el arte es un lujo y un pasatiempo.  En un reportaje reciente en el periódico La Nación de Buenos Aires, el billonario y dueño de MALBA (el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires) Eduardo Costantini, discute la coordinación de su museo con el modelo del uso del tiempo libre que utilizan el Centro Pompidou y la Tate. Explica que los planes para las exposiciones temporales incluyen muestras de éxito taquillero como la de Yayoi Kusama “y otras que son para pensar, como el trabajo de Voluspa Iarpa”.[1] Iarpa es una artista chilena que trabaja con documentos sobre la tortura empleada por las dictaduras latinoamericanas que participaron en el Plan Cóndor.

Sin embargo, estas actividades organizadas para el tiempo libre por los museos no son meramente fuentes de ingreso puntual. A esta altura han generado una cantidad de categorías y de teorías alrededor de las industrias creativas. El Banco Interamericano de Desarrollo ha promocionado el término “economía naranja” para el impacto económico de las actividades creativas. La categoría  de la economía es tan amplia que uno puede interpretar la exclusión como un insulto. De acuerdo al Banco se habla de economía “porque permite que las ideas se transformen en bienes y servicios culturales cuyo valor es determinado por la propiedad intelectual que contiene”.[2] Y es naranja porque el autor del término, Felipe Buitrago, considera que el naranja es un color feliz asociado con la creatividad. Desde una perspectiva de un macro-nivel se señala que en el 2011 esta economía naranja produjo el equivalente de dos veces y media el gasto mundial militar.[3] Esta forma de pensar en arte dificulta la visión del arte como un agente de transformación cultural. La geografía mercantil hoy está sustituyendo la tradicional geografía cultural.

Cuando las artes visuales se sujetan a estos estudios económicos, la atención se desplaza hacia elementos tales como el lucro generado por las entradas, los souvenires y la consumición en los restoranes de los museos. Y luego se agregan los lucros generados por el turismo y la utilización de la ciudad en relación a las exposiciones. Una consecuencia de todo esto es que el éxito se mide por la circulación y los ingresos económicos que ésta produce. Inevitablemente esto condiciona, más que la estrategia, la ideología institucional. En el mismo reportaje a Constantini ya citado, éste comenta (sin nostalgia) que los museos ya no son lo que eran antes. Ahora son argumentos para convertir a las ciudades en destinos turísticos y, como es el caso de Bilbao con su museo Guggenheim, les agregan valor. Entretanto hay muy pocos artistas capacea de vivir de su producción, y los trabajadores en los museos ganan menos que sus equivalentes universitarios. En los Estados Unidos, sus salarios están por debajo de lo que gana un policía o un recolector de basura.

Nada de esto es una novedad, pero nos presenta la cuestión de cuál sería la verdadera misión institucional. Las respuestas dependen de a quien se le pregunte. Dentro de una construcción simplista, un museo tradicional tiene dos tareas: la de acumular artefactos para servir de referencia en el futuro, y la de presentar lo que se supone que es “bueno.”  La definición de “bueno”, sin embargo, es imponderable. En una reunión en un museo de mucho prestigio un curador dijo que su misión era la de presentar “buen arte”. Se le preguntó cómo determinaba lo que era “bueno” y contestó: “Hacemos el mejor esfuerzo posible para determinarlo”.  El amor y la muerte no son muy útiles para todo esto, y lo “bueno” entonces se convierte en un ejercicio de mezclar un pasado aceptado con una predicción del futuro. A eso se agrega un trabajo muy intenso en el esfuerzo de que la predicción se haga realidad. Esta mezcla obliga a una cierta inmutabilidad de los valores para estabilizar el canon, y por lo tanto es una actividad conservadora.

Cuando estaba escribiendo la primera versión de esta presentación, coincidió con la muestra retrospectiva de Carmen Herrera en el Museo Whitney de Nueva York. Desde 1940 Herrera trabaja en una forma de abstracción que fue hecha famosa  en los Estados Unidos por  el pintor Ellsworth Kelly. Esta muestra de Herrera fue la primera importante en un museo de Estados Unidos. Herrera es cubana, y después de una estadía en Paris, vivió en los Estados Unidos desde mediados de la década de los 50. Hoy tiene 101 años y es solamente muy recientemente que se le dio cierta importancia cuando se exhibió una obra en el mismo museo, al lado de una de Kelly. Con respecto a esa ocasión, la crítica del New York Times Roberta Smith señaló: “Es indicativo lo que el Museo Whitney está tratando de hacer […] forzar a que el canon abra un espacio para los artistas marginalizados”.[4] Una manera de interpretar lo que escribe Smith es que el Whitney le estaba dando un “pasaporte para atravesar el muro” a un inmigrante cuyo trabajo merecía reconocimiento porque tenía afinidad con el canon que estaba bien establecido del otro lado del muro. Es así como se fabrica una atmósfera de unidad entre una diversidad de discursos.  En el proceso, la función del arte como un agente de transformación cultural en un medio social determinado se sumerge y ahoga en una aplicación de los valores canónicos que sugieren que el arte es un guiso coherente.

Tradicionalmente los artistas han sido vistos como algo que yo llamo “artesanos-plus”. Son fabricantes de objetos con un cierto agregado que no es claramente identificable. Inmaterial y elusivo, es alrededor de ese “plus” que nos pasamos brincando para tratar de atraparlo. Para ello oscilamos entre la búsqueda introspectiva, el aumento de la huella que puede dejar el ego, la sobrevivencia (tanto en vida como en la posteridad), la promoción del cambio cultural, o cualquier mezcla posible de todo lo anterior. En última instancia todo es nada más que un esfuerzo de acercarse o de personificar al genio de Aladino.

La declaración que el genio “es” la lámpara hace que la parte de lámpara se convierta en algo mucho más importante de lo que realmente es. Esto se refleja en el hecho de que el genio no puede habitar una réplica perfecta de la lámpara. Aun si uno no es capaz de distinguir el original de una copia, es solamente el original el que tiene valor. Paradójicamente esa atribución de “original” no depende ni del genio, ni de la lámpara. Depende de los certificados: los documentos de la proveniencia y de las firmas. Si bien un restaurador puede retocar cualquier parte de una pintura, lo que no puede tocar bajo ningún concepto es la firma original, por más deteriorada que esté. Por lo tanto, observamos, en distinto grado, la calidad artesanal y el virtuosismo de la ejecución por un lado, y la documentación por otro. Quizás sea, como artistas, que introducimos en las obras temas ya explorados en otras disciplinas tales como historia, sociología y filosofía, en un esfuerzo de escaparnos de esas limitaciones físicas, obscurantistas y conceptuales. Lo que no queda muy claro es si al apoyarnos en ideas prestadas estamos introduciendo nuevos significados, o si caemos en la redundancia.

Probablemente fueron estos problemas y dudas los que en la década del 60 llevaron al deseo de desmaterializar el arte, y a un proceso que hoy llevó a lo que llaman “arte como práctica social”. Durante los 60 se continuó buscando al genio dentro de los confines físicos de la obra de arte. El genio se confundía con alguna versión del alma. El alma seguramente estaba aprisionada en el material, y la desmaterialización ayudaría a liberarla.

Pero resultó que la desmaterialización no resolvió el problema. El alma permaneció inaccesible porque en ausencia del material seguía envuelta en una piel conceptual. Sin embargo, el empuje desmaterializador permitió perforar la burbuja del canon lo suficiente como para permitir que la teoría de la información pudiera entrar y así forzar el tema de la comunicación. El canon tuvo que aceptar que los aspectos comunicativos del arte podían tener más importancia que la calidad del terminado técnico. Y aún más importante, que el genio, hipotético o real y todavía indefinido, no estaba en la lámpara.

Esto nos presentó con algunas preguntas posibles como: ¿qué pasa si el alma no existe? O, ¿qué pasa si el genio existe y habita en otro lado? Y si es así, ¿en qué lugar sería? Si el genio no vive en la lámpara, hay que aceptar algunas conclusiones, ya que la lámpara pierde su control autoritario sobre los significados. O sea: el significado contenido en la lámpara tiene que ser entendido como el resultado de una interacción externa: por un lado, las instituciones que le sirven a la integridad y a la continuación del canon, y por otro los actores anónimos que interactúan con la lámpara. Esta última conclusión plantea la posibilidad de que la agencia cultural existe a través del tejido social y que por lo tanto, en realidad, el genio habita en todos nosotros. Y si es así, la función de la lámpara en el mundo trasciende en mucho la satisfacción del gusto, el adoctrinamiento del consumidor, y la expansión del comercio. Llega a incluir el servir como un punto de partida para los genios que están en todos lados: un estímulo para despertar la conciencia social y para iniciar procesos nuevos.

De esta manera llegamos a un entendimiento más claro de la relación pedagógica que existe entre el arte y el público. Podemos apreciar mejor el papel que tienen o que deben tener los museos y las escuelas como instituciones pedagógicas. Cuando las instituciones se autodefinen como guardianes de los valores canónicos y evalúan su trabajo en relación a referencias a los criterios del consumo, pierden la oportunidad de hacer algo mucho más importante y poderoso. Olvidan la posibilidad de desencadenar la energía latente y no utilizada por el público.

Deberíamos, entonces, preguntarnos cuál es la utopía para la cual trabajamos, porque ésta también define qué punto de vista adoptamos para todos estos temas. Si es la utopía del consumo global, esa utopía requiere objetos o situaciones que se ajustan a un denominador común que funciona para todo el mundo. Si bien la idea de globalización implica abarcar toda la capacidad e inclusión geográfica, en los hechos solamente refleja el gusto y los hábitos de consumo de un pequeño segmento de la humanidad. Ese segmento constituye la pequeña parte de una clase media educada y económicamente afluente que cree en el canon europeo/norteamericano. En cambio, los entendidos tácitos locales quedan reducidos a lo vernáculo.  La idea subyacente de esta posición es que el arte es un lenguaje internacional y sin fronteras, y que todas las culturas tienen que adoptar este lenguaje. Pero en este proceso el conocimiento local se empobrece, y el pegamento que mantiene a las comunidades como tales se debilita.

Tenemos otras utopías disponibles y que personalmente prefiero: aquellas que tratan de mejorar el mundo por medio del desarrollo individual y la construcción de comunidades. Aquí el artista define sus actividades pedagógicas y de comunicación dentro del trabajo apropiado. Aun si para esto se utiliza la artesanía, la actividad se dirige al conocimiento y no a la producción de mercancía. Ya en el siglo XVIII, el maestro de Kant, A.G. Baumgarten, escribió en su introducción a la Estéticas Teóricas, que:

“El uso de la estética en la educación artística, un complemento natural de la estética, consiste entre otras cosas de: 1) Darle materiales apropiados a las ciencias, las cuales se apoyan más que nada en el reconocimiento racional; 2) Adaptar a la comprensión de todos, aquellas cosas que son reconocidas por la ciencia; y 3) Mejorar el reconocimiento más allá de aquello que es reconocible.”[5]

Leído hoy día seguramente le atribuimos a la cita más cosas que el autor pudo predecir en su momento. Sus dos primeros puntos seguramente se referían al uso del arte como ilustración de la ciencia. Pero lo que es interesante es su visión de las limitaciones del pensamiento científico en pleno momento de creación del cientificismo racionalista, poniendo el acento en lo no reconocible, en lo desconocido. Típico de su tiempo, Baumgarten se preocupaba por la belleza. Pero ésta era como un filtro que sirve para darle un orden al conocimiento. Al mismo tiempo también veía sus peligros y, muy explícitamente, no quería descartar la confusión, ya que para él la confusión es un caldo de cultivo para las ideas necesarias para llegar a un orden. Desde esta perspectiva, interpretamos hoy, los objetos resultantes de la producción artística no son nada más que ayudas para la comunicación.

Hoy, gran parte del arte se escapa de las limitaciones disciplinarias, tanto en términos de artesanía como de conocimiento. Se adentra en el activismo político, en el servicio a la comunidad, la investigación sociológica, y otras formas de la buena ciudadanía. Estas actividades prueban que el artista no tiene por qué limitarse a ser un excéntrico romántico del siglo diecinueve y que puede ser un buen ciudadano.  El buen ciudadano es crítico, y la palabra “artivismo” creada en las resistencias negras y chicanas de hace una década es un término apropiado. Pero en términos cognoscitivos, sin embargo, todas esas actividades muchas veces producen redundancia. No hay una exploración de lo desconocido. El conocimiento aquí pocas veces trasciende el ingenio, y no se expande.

Si el arte se define como una forma de conocimiento, las preguntas presentadas al público se desplazan del usual “ ¿Entendiste?”  “¿Te gusta?”, o “¿Tomás consciencia?” a otras. Las preguntas pasan a ser: “¿Qué vas a hacer con esto?”, y “ ¿Cómo vas a elaborarlo por tu propia cuenta?” Esto nos lleva a que todos—artistas, gente de museo, profesores—seamos facilitadores para lo que en última instancia será un desarrollo social y político enriquecido.

La elección entre un arte como producción por un lado, y un arte como adquisición y expansión del conocimiento por otro, por lo tanto exige compromisos distintos. Es mucho más fácil promover un canon o una escala de valores si el arte es definido como producción tangible, y es por eso que los proponentes del mercado global lo favorecen tanto. La tarea, para ellos, es la de acercar al público a la obra para que se sofistique. El campo de la “apreciación del arte” ayuda en la tarea. Expande la base de consumo y la estabilidad del canon. En cambio, el promover un acercamiento de la obra al público es considerado como algo negativo ya que se supone (a veces correctamente) que conduce al didacticismo paternalista y a lo convencional.

Esto es justamente un problema que le concierne a la pedagogía en general. En la educación tradicional se imparten conocimientos viejos en lugar de crear conocimientos nuevos. Dado que esto produce un consumo más cómodo, es útil para el mercado y también para la estabilidad social.  Lo conocido se ubica dentro de un canon internalizado que a su vez define lo que se enseña y lo que se aprende. Esta pedagogía se basa en una serie de acuerdos tácitos que generalmente no son cuestionados: 1) que el tiempo es propiedad del empleador y no del empleado; 2) que hay que trabajar para sobrevivir; y 3) que el tiempo de ocio se utiliza para consumir. Además, que las actividades relacionadas a la educación formal, aparte de crear una meritocracia, ayudan al prestigio y la competitividad del país. Cada país, por supuesto, es mucho mejor que todos los demás países, y el nacionalismo apoyado en el prestigio de los países es más importante que la maduración de sus ciudadanos.

Típico de todo este trabajo en honor de esa abstracción que es la nación-estado, es el empuje que adquirió STEM, la sigla inglesa que agrupa Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas, y que lentamente se está expandiendo por todo el mundo. Que yo sepa no hay un movimiento de resistencia ni en los museos ni en las escuelas de arte en contra de esta distorsión de la educación. Estados Unidos proclama al STEM oficialmente como el instrumento necesario para “posicionarse en forma de competir con éxito en la economía global.”[6] Y en Inglaterra el gobierno declara que “si se quiere permanecer como líder en la investigación y la tecnología…” etc. etc.[7]

Pero esto solamente nos muestra la superficie del problema. Los ideólogos del STEM creen que si se promueve la interdisciplinaridad y la creatividad dentro de un currículo orientado hacia la ciencia y la tecnología, se responde a todas las críticas que se le hace por su promoción de una especialización extrema. Pero de hecho, al encerrar la creatividad dentro del campo tecnológico se está limitando la posibilidad de la especulación y la fantasía, obligando a limitar el conocimiento dentro de un marco de referencia racional y funcional. El mensaje subyacente es que la creatividad está muy bien siempre que no sea arte. La creatividad es buena siempre que se pueda aplicar dentro de una disciplina aplicable y útil.  Y entretanto secuestran el idioma que hasta ahora se utilizaba para la creación libre y se le cambian los significados.

La nueva moda es hacer que los niños jueguen con juguetes robóticos y aprendan a escribir algoritmos básicos. Es cierto que este nuevo alfabetismo es útil, que los va a equipar para lidiar con el mundo del futuro y los convertirá en adultos más rápidamente que en el pasado. Pero es poco probable que también los prepare para criticar las direcciones en que el mundo está yendo. La otra nueva moda es el libro para colorear para adultos.  Mientras que los niños tienen que transformarse en adultos lo antes posible, por otro lado se infantiliza a los que ya lo son. Es una forma de asegurarse que ellos tampoco puedan criticar y cambiar el mundo.

La discusión del canon se hace mucho más complicada si decidimos tratar del arte como una forma de conocer en lugar de mantenerlo como una colección de objetos. Está primero la cuestión del papel que juega el conocimiento: ¿es un campo que hay que dominar, o es una plataforma desde la cual exploramos lo que no conocemos? Incluso en la primera interpretación más conservadora, la gente tiene ideas distintas, sabe cosas diferentes, invoca referencias diversas y no comparte  todos los sobreentendidos tácitos. Todas estas diferencias se proyectan sobre la obra de arte y hacen que la comunicación directa sea un éxito o un fracaso. Las escuelas y los museos tienden a concebir el desafío que les corresponde como el tener que encontrar la manera de iluminar los rincones oscuros de la ignorancia pública. Cómo rellenar el conocimiento incompleto.

Pero la  noción de la posibilidad de lo incompleto pertenece al pensamiento disciplinario. Allí, las cantidades de información se guardan en los cubículos de la especialización, y éstos tienen que estar llenos. Pero si en cambio aceptamos que el conocimiento es una configuración que le da cierto orden a nuestra percepción del universo, entonces resulta que tenemos una serie de conocimientos diversos, y no algunos más grandes que otros. Es, entonces, una serie de conocimientos abiertos. Aquí, uno se dedicaría a crear puentes para salvar las diferencias e incorporar o crear lo necesario.

En estos asuntos del conocimiento, el canon es uno de los instrumentos utilizados e incuestionados. Pero el canon en caso de los conocimientos abiertos es un instrumento “políticamente incorrecto”: Sus intereses no son claros, no son lo que pretenden ser, y no sirven a lo que y a quienes deberían servir, y es un instrumento que no abre sino que cierra el conocimioento.  En la especulación artística, cualquier conocimiento cerrado es una herramienta que confina. La creación en un sistema cerrado conduce solamente al ingenio y no pasa de él. La creatividad requiere un sistema abierto para producir arte.

Para funciona de la mejor manera, las instituciones pedagógicas tienen que trabajar con sistemas de conocimiento abiertos, (o tratar de abrirlos), para así poder desencadenar el proceso autodidacta en el observador o el estudiante. Esto requiere un proceso no limitado y completamente flexible para definir qué cosa es el canon, y que valores incluye. Cualquier presentación de un canon tiene, entonces, que incluir la posibilidad de desafío y de ajuste, de manera que se coordine con la gente en lugar de imponerse sobre ella.

En un reportaje que le hizo el comisario Hans Ulrich Obrist al artista Ai Wei Wei, quien estudió en China en un ambiente académico muy restrictivo, Wei Wei comentó sobre su vida de estudiante. Estaba feliz cuando algún amigo le traía libros de arte occidental. Amaba los libros sobre el Impresionismo, pero cuando un día le trajeron una monografía de Jasper Johns, la tiró al tacho de basura. Tanto el entrevistador como el entrevistado se refieren al evento como como algo disparatado y risible, en lugar de entender que lo que allí había  en realidad era un conflicto de cánones. Las referencias necesarias para apreciar a Jasper Johns estaban excesivamente ligadas a un canon euro-norteamericano y por ello superaban la educación de Ai Wei Wei.  En cambio, las obras del Impresionismo apelan a un gusto superficial y son fácilmente digeribles. Por lo tanto funcionan dentro de un canon menos provinciano y, como el amor y la muerte, superan las fronteras.

Si yo tuviera que tirar libros en el tacho de basura, probablemente lo haría con una monografía sobre el maestro chino Wu Guanshong.[8] Buscando una figura paralela a Jasper Johns, puse en Google: “maestro de la pintura, China, 1950”. Cuando vi las imágenes decidí que para mí eran producto de un kitsch irremediable. Pero con ello, lo único que yo estaba diciendo era que la obra de ese maestro chino no encaja en mi escala de valores o en mi canon. Eso es lo mismo que decir que sobre sus obras yo no puedo proyectar nada de lo que a mí me pueda interesar. Mientras tanto, desde un punto de vista chino probablemente mi acción sería vista como la de alguien ignorante e inculto.

El amor y la muerte son temas lo suficientemente vagos como para ser universales. Sin embargo, las mecánicas que genera cada uno, la poética que los glorifica, van de la universalidad hasta lo concreto y local. Es la razón por la cual un idioma compartido universalmente lentamente se va subdividiendo en dialectos. Dentro de esto, el tener una opinión sobre cual lenguaje es bueno y cual es malo, o que cosa en él trasciende lo funcional para ser sublime, es muy difícil. Si me tengo que referir a un canon, lo es porque la habilidad de juzgar está fuera de mí. Para juzgar voy a tener que entrar en una estructura autoritaria y allí consultar a un guardián de la cultura para que me diga que cosa es buena y que cosa es mala. Volvemos así a la situación de que nos enseñen en lugar de que nos ayuden a aprender. Y el guardián de la cultura, o pertenece a un centro hegemónico, o está influido por alguien que vive en él.  Uno se pregunta entonces si no será el guardián de la cultura  el que trata de disfrazarse de genio de Aladino.

Aunque nos gustaría que estas disquisiciones tengan una vigencia universal, en realidad son parte de una pequeña charla local.  La localidad pertenece a la clase media de la cultura posterior a la Ilustración del siglo XVIII. Típicamente, si bien influidos por el cientificismo, también creemos  que los datos objetivos son sagrados. Extrañamente, esto llega a incluir la superstición: respetamos los íconos que presumiblemente hospedan al genio. Y para mejor, creemos que el pensamiento cuantitativo es algo racional y que gobierna al universo con un poder exterior al nuestro. Un poder que está fuera de nuestro alcance.

En oposición a esto podemos decir que la realidad se expande constantemente. Pero igual actuamos como si el universo fuera completamente conocible, aun si intuimos que en la realidad este conocimiento completo no es posible. Ponemos un énfasis en la acumulación de datos como una serie de pasos imprescindibles aunque éstos sean dados dentro de una expansión continua. Y lo hacemos a pesar de tener conciencia de que esa expansión depende, no de los datos sino de las configuraciones  y de los saltos que damos en las conexiones. Los datos, como cualquier unidad consumible, son nada más que vehículos. Cuando se los pone en el centro del proceso de la enseñanza y del aprendizaje, solamente sirven para la transferencia autoritaria de la información la cual, a su vez, inhibe la imaginación.

Baumgarten, quizás porque vivió en un mundo bastante simple, podía dividir a la verdad en tres partes: los conceptos generales, las cosas que realmente existen en el mundo, y las cosas que pueden ser imaginadas en un mundo diferente. A la primera parte la llamaba “estética/dogmática” y consiste en generalidades que se pueden representar artísticamente. La segunda se llamaba “estética/histórica”. La tercera, que es la más importante para nuestros propósitos aquí, es la “la manera poética de pensar, aun si no adopta la forma de poemas”.[9] Es allí en donde el verdadero genio de Aladino somos nosotros.

En este sistema de clasificación de las verdades de Baumgarten, aquellas partes que son abstractas y aquellas que son reales, son las más fáciles de tratar. Quizás sea por eso que la educación se enfocó tanto en ellas y dejó de lado el aspecto poético. La parte poética es precisamente la que nos permite escaparnos de los sistemas cerrados del conocimiento y abrir sistemas nuevos. Esto tiene consecuencias para el conocimiento, pero también tiene implicancias políticas en cuanto afecta a la imaginación. Siguiendo a Baumgarten uno podría decir que la poética y la política no se pueden separar claramente. Esto, a su vez, impacta a la educación.

En la Ciudad de México hay dos museos situados a cincuenta metros uno del otro. Uno es el Museo Jumex. Es un espacio sofisticado diseñado por David Chipperfield en el estilo funcional discreto tradicional y concentrado en el arte contemporáneo.  El otro es el Museo Soumaya de Carlos Slim, diseñado por su yerno Fernando Romero con la apariencia de un inodoro de Frank Gehry, y dedicado a obras sentimentales clásicas de segunda. Ambos museos creen en la existencia de un canon universal. Dentro de ese canon, los especialistas generalmente elogian el Jumex por su sofisticación y atacan al de Slim por su mal gusto. Tengo que confesar que mi gusto subjetivo va por el lado del Jumex, ya que soy un producto de clase social y de educación.  Pero mi gusto personal y el choque entre ambos museos es de poca importancia. Lo que muestra el conflicto, y lo que generalmente se ignora, es que estamos en presencia de una lucha de clases sociales mal conducida.

Slim es el populista mientras que Jumex es elitista. Paradójicamente, el museo de Slim solamente trata del gusto convencional, o sea que en realidad no educa. El Jumex, en su esfuerzo de ser vanguardia, acepta la experimentación y trata de abrir los sistemas de conocimiento. Slim trata de congelar el canon y mostrarlo aislado de los desafíos. El Jumex en cambio observa los desafíos, los filtra y muchas veces muestra arte.

La diferencia entre los museos nos presenta preguntas que se refieren más al canon que al arte: ¿El canon es un sistema de conocimiento abierto o cerrado? ¿Dónde comienza el canon? ¿Quién es el dueño del canon y por qué?  Y, ¿A quién le sirve el canon? Parecería que el plantear estas preguntas, que a veces son políticas, es la primera tarea de toda institución que quiere desarrollar un programa o un currículo coherente. No importa si al final se quiere servir al gobierno, a los patrocinadores, a la comunidad, o buscar un equilibrio entre todos ellos.

Un día buscando la palabra Leonardo en Google de España, Francia, Estados Unidos, Italia y Brasil, encontré que solamente España puso a Leonardo da Vinci antes que Leonardo di Caprio. Si un museo hoy se animara a mostrar obras “educadas” mezcladas con obras populares o incluso kitsch, la mayoría de un público no filtrado y no segregado se inclinaría por estas últimas. Es el público que elegiría al Museo de Slim como preferido. La conclusión fácil es tomar esto como un síntoma de una poca educación que hay que corregir con más información. La conclusión más difícil es la de que hay que estimular un proceso de autodidacticismo que desarrolle el potencial creativo del público.

La mayoría de los museos todavía basan sus actividades educativas en la apreciación del arte. A pesar de que el proceso de educación ya comienza en el momento de instalar obras, es una misión que separada del trabajo curatorial se agrega después de armada la muestra y entreverada con otras actividades de relaciones públicas. Se aprende a mirar lo que se presenta, y por el hecho que la obra es presentada, se sabe que es importante. Los educadores de arte más progresistas, aunque aceptan la importancia de las obras y el mirarlas, tratan que la gente vea a través de ellas. La esperanza es que descubran el universo, o algún universo, y que  éste incluya otras disciplinas que trasciendan al arte. Se le pide a la gente que describa que es lo que ve, y que piense sobre lo que ve. Esto suena como algo que está muy bien a pesar del hecho de que el observador solamente ve y piensa lo que la obra le permite ver y pensar. Termina creyendo que la luz al final del túnel tiene la forma del universo exterior y no se da cuenta que lo único que ve es la silueta de la salida.

Si en lugar de mirar a la obra a través de la obra, se mirara alrededor de la obra, nos enfrentaríamos a cosas mucho más interesantes y nos permitiría ubicar al genio en donde corresponde. Esto nos haría preguntar: 1) ¿Cuáles son las condiciones que generaron el trabajo? O ¿Por qué existe la obra?, 2) ¿A quién le sirve la obra?, 3) ¿Qué problema está resolviendo la obra? 4) Ese problema, ¿está bien o mal resuelto? ¿Se podría resolver mejor en otra forma u otro medio o disciplina?, 5) ¿Esa obra es indispensable?, y si lo es ¿para quién? 6) Esa obra ¿se dirige a mi o está hecha para otro público? Y finalmente, una pregunta que parece ser típica del capitalismo occidental: ¿Cómo me beneficia esa obra, qué hay en ella para mí?

La respuesta a esta última pregunta no es  la de “mejorar mi gusto y mi respeto por el canon”.  Es en cambio: “mi desarrollo creativo”. Encarar el tema del arte desde este punto de vista le permite al genio de Aladino transferirnos su poder. Nos permite entender que hay más cosas para lidiar con ellas que el amor y la muerte. Lograríamos entonces un cambio radical en la actividad museística y escolar. El genio incluso nos permitiría administrar pequeñas cosas referentes a la comunicación comunitaria, y algunos temas mayores como los que se refieren a la injusticia y a la desigualdad social. Simultáneamente también nos permitiría a todos, tanto artistas como no artistas, la exploración de lo desconocido. No sé si el arte realmente sirve para todas estas cosas, pero tratando de creerlo y de lograrlo nos ayuda a mantener nuestra salud mental.

 

Luis Camnitzer*

*Texto leído por el autor el 13 de febrero de 2018 en la Lección inaugural de la Maestría en Estudios Artísticos de la Facultad de Artes ASAB de la Universidad Distrital Francisco José de Caldas, Bogotá. 

[1] Alicia Arteaga, “Eduardo Constantini: ‘Malba fue una manera de involucrarme socialmente.’” La Nación, 09/11/2016.

[2] Felipe Buitrago, Iván Duque, The Orange Economy, Inter-American Development Bank, Washington D.C., 2013, p.42

[3] Ibid, p.16

[4] Roberta Smith, “A 101 Year-Old Artist Finally Gets Her Due,” The New York Times, 09/16/2016, C22

[5] A.G. Baumgarten, Theoretische Aesthetik, traducido del Latín por Hans Rudolf Schweizer, Felix Meiner Verlag,Hamburg, 1983, p.3, publicado en 1750/58. Cita traducida del alemán por el autor.

[6]  http://www.corestandards.org/, acceso el enero/26/2014

[7] https://www.gov.uk/government/publications/2010-to-2015-government-policy-public-understanding-of-science-and-engineering/2010-to-2015-government-policy-public-understanding-of-science-and-engineering, acceso noviembre/03/2016

[8] Wu Guanzhong tuvo un obituario en el The New York Times escrito por William Grimes en su edción del 29/06/ 2010

[9] Baumgarten, p.153,155