La Revolución en Marcha y el Arte Político, el artista como transcriptor de la Política de Estado

La tesis central de esa revolución en marcha puede sintetizarse como un primer intento por suprimir la servidumbre voluntaria en que se había enmarcado la política del estado colombiano. De esta manera el espíritu de renovación fue la piedra angular para demoler la concepción de un pensamiento dogmático y estatista que había consolidado el estatus quo nacional. Su símbolo fue la creación del primer campus universitario, la Universidad Nacional, en que el ejercicio de la cátedra sería un verdadero ejercicio de libertad y progreso, teniendo como eje la investigación científica. Ideas que intentaban remover las cátedras anquilosadas de un pensamiento retrógrado y retardatario.

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«El teatro es una cosa distinta de la ciencia y de la política. No se trata, por tanto, de identificar filosofía y ciencia, filosofía y política, teatro y ciencia, teatro y política. Pero hay que ocupar tanto en la filosofía como en el teatro el lugar que representa la política. Y para ocuparlo, naturalmente, es preciso encontrarlo. No es fácil, porque para saber dónde está el lugar de la política en la filosofía y en el teatro hay que saber cómo funcionan la filosofía y el teatro y cómo la política (y la ciencia) son representadas en ellas. No se ve a simple vista el lugar de la política en el teatro. (Es verosímil que este lugar se desplace en la historia o, por hablar con mayor precisión, es verosímil que la política cambie de representantes en la historia de la filosofía y del teatro).»

Louis Althusser, Escritos sobre el arte

La Revolución en Marcha fue la política creada por el presidente colombiano Alfonso López Pumarejo durante su gobierno comprendido entre 1934-1938. Política de corte liberal que tendría que abrirse camino entre los ecos que el fascismo producía al interior de la política nacional. Esa revolución en marcha era un llamamiento contra las políticas terratenientes y su defensa de la propiedad, heredadas desde la colonia y que imposibilitaban cualquier intento por consolidar una economía social de la propiedad. Era un intento por democratizar la propiedad pero también por reintegrarla a sus gentes con el lema de “Colombia para los colombianos”. La tesis central de esa revolución en marcha puede sintetizarse como un primer intento por suprimir la servidumbre voluntaria en que se había enmarcado la política del estado colombiano. De esta manera el espíritu de renovación fue la piedra angular para demoler la concepción de un pensamiento dogmático y estatista que había consolidado el estatus quo nacional. Su símbolo fue la creación del primer campus universitario, la Universidad Nacional, en que el ejercicio de la cátedra sería un verdadero ejercicio de libertad y progreso, teniendo como eje la investigación científica. Ideas que intentaban remover las cátedras anquilosadas de un pensamiento retrógrado y retardatario. En materia cultural la revolución en marcha supuso un papel de la cultura como uno de los agentes de ese cambio social. El artista sería en ese proceso de revolución un activista en esa construcción de nación. Y el muralismo, que la política cultural colombiana habría retomado del arte y política cultural mexicano, sería el camino para abandonar la figura de artista pintor por la de un artista nacional que transcribiría ese proyecto de nación en sus murales trasladados al espacio público. Algunos de estos murales serían removidos en el gobierno conservador de Laureano Gómez, con el pretexto de estar socavando la integridad moral nacional. En realidad se trataba de una marcha atrás en el camino de esa revolución en marcha que el artista colombiano habría emprendido tímidamente en los muros del arte nacional.

El arte contemporáneo pretende hacernos pensar en la caducidad de todo arte anterior

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Cotejar

¿Por qué un artista se niega a cotejar? Es decir, a comprometerse a comparar o a inscribir su obra en unos protocolos establecidos, sean estos de corte editorial o abiertamente comprometidos con una ideología.

Existen aún en su hacer invisibles, unos efectos ideológicos producidos por la obra. Pero ese aparecer ahí de la obra como división del trabajo del arte es inevitable. Bien sea que aparezca como precariedad. Bien como un ejemplo de la explotación y del exceso.

La supresión de los títulos o índices en una muestra es la necesidad de suprimir ese cotejamiento radical, el de esa analítica inserta subrepticiamente en toda aprehensión de la realidad, vivida como un proceso continuo de compartimentación de la experiencia. De tal suerte que una muestra, como reflejo de la realidad es una serie de unidades o fragmentos reconocibles que reflejarían a su manera, dependiendo de la estilización de su creador o artista, una realidad especifica. Así recorrer una muestra se hace semejante a recorrer la realidad en ese proceso de fragmentación, proceso que es deliberado pero que ya hemos incorporado como lo dado. La muestra, nuestra experiencia fragmentada, es lo dado.

El público debiera poder recuperar esa visión previa a la analítica sólo con un apoyo, el de una panorámica imposible, sin ningún protocolo crítico previo.

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Transcripción y reflejo

El reflejo como concepción de la creación. No hay creación sino reflejo de una ideología.

En la transcripción se ha eliminado toda apelación a la imaginación. Sin idealismos, la transcripción nos lleva a pensar el posible de una época pre-transcripción donde era factible la creación, pero no entendida como reflejo ideológico sino como ejercicio legítimo de la imaginación.

Si el arte es social es decir si se entiende como reflejo, es el resultado no del misterio de la creación entendido como ese no saber, sino como resultado de la práctica social.

La transcripción es el costreñimiento total en que la ideología coloca a la creación. El espacio sin espacio para el creador.

El creador, el artista, se hace transcriptor reflejando de manera casi absoluta la ideología que lo colocó en ese lugar. Sólo queda un resquicio inexpugnable que sabe su refugio y que hace posible que aún eliminadas todas esas huellas de libertad, es decir de creación, el transcriptor pueda presentar la transcripción como trabajo suyo. De su propia mano y autoría.

Aceptando el cotejamiento ese resquicio de creación, la libertad del arte, se anula, queda denegada y la entrega ideológica es completa, es decir, la libertad de arte se somete transformándose en reflejo.

La denegación de la creación es la absolutización de la transcripción como obra total del arte.

Cuando la crítica y la curaduría, es decir cuando los procesos de edición de obra invaden completamente todo espacio posible de iniciativa creadora, de libertad de arte, para dar paso a la realización completa de la ideología, permeando todo el campo del arte, hacen del arte una expresión de ese arte contemporáneo como arte político, como política. En este caso la ideología se llama arte contemporáneo y tiende a parametrizarse cada vez más bajo el eslogan publicitario de un arte político. Un arte en que la libertad de arte ha sido suprimida para dar paso a la edición o gran aparato de producción cultural de la ideología de mercado.

El artista como transcriptor todavía, aún en su completo anonadamiento, es un transgresor.

La edición de arte, como punto paradigmático de la ideología de mercado, habría eliminado también la transcripción al idear un tipo de artista profesional encargado de llevar a término cualquier carga refleja de la ideología de mercado.

Sería una unidad ideológica completa que podría, en consonancia con todas las unidades existentes y posibles y por venir, como unidades ideológicas de toda la red cultural superior, articular el texto completo de una realidad social dada. La nuestra, la del mercado.

En ese sentido, sacado de su espacio de creación, de su libertad de arte, de su iniciativa como creador libre, el artista es llamado una y otra vez a cotejar. Es decir a dar cuenta y constatar como índice, la ideología de la que es subsidiario. De tal manera que esa libertad de arte sería cada vez el llamamiento del cotejamiento. El artista, como reflejo del hombre libre de la ideología de mercado, estaría llamado a representar esa ilusión de libertad, en el sentido en que cualquier trabajo es la traducción de esa ideología que el artista encarna como índice.

La transcripción es una imagen, una parodia de ese proceso de reducción de la creación a ideología. Cuando el transcriptor abandona máscara protectora y no puede eludir el cotejamiento.

¿Cómo se cura el arte de la transcripción absoluta y del cotejamiento?

En el arte de nuestro tiempo las artes han sido reducidas con deliberación a tomar posiciones ideológicas de todo tipo, en el marco de un cumplimiento absoluto del llamado a la Ley. La Ley de edición de cultura. Pero de vez en cuando y de manera incomprensible existe la posibilidad de un transcriptor, un artista por ejemplo, que por algún motivo se niega a cotejar y esa fisura imprevista que él muestra con su negativa da cuenta del engranaje en que todo arte ha sido llamado a constituirse.

Suprimida toda posibilidad de trabajo real, en el sentido en que cualquier trabajo es la traducción de esa división del trabajo, en que la iniciativa laboral es llevada hasta la explotación absoluta, el artista, sería un tipo de trabajador que guarda todavía la ilusión de libertad, de movilidad social, en el sentido de simbolizar aparentemente, un resquicio de anarquía en el espacio total del arte y de la sociedad. Una unidad cultural que portaría ese necesario plus de esperanza que toda realidad totalitaria requiere para sostener su credibilidad.

Enajenado, el artista es llamado a cotejar una y otra vez como agente que llevaría a cumplir esa ilusión de esa función libertaria del arte, como creía Schiller, la ilusión de un arte inmunizado contra cualquier intrusión de la ideología. Haciendo del arte el espacio del cinismo social, como ilusión de libertad efectiva, una expansión de todas las facultades del hombre, como anhelaba Kant.

Detrás de su máscara el artista transcribe silenciosamente, ha encontrado su libertad después de un larguísimo proceso en que toda posibilidad de un espacio laboral fuera abolida. En su yacer en ese espacio de reducción de su creación que es la transcripción, el artista encuentra otra vez ese iterar una y otra vez de su libertad creadora. En ese gesto repetitivo de la copia. Del transvase de un original. Llamado a cotejar, el artista debe abandonar otra vez esa iteración que se ha transformado en su ritmo, la molienda incesante de un pigmento en un tiempo sin premura, para dar marcha a ese ritmo inclemente que es el llamamiento a la Ley.

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La Revolución en Marcha y el Arte Político

El Arte Político podría ser entendido, en esa relación directa e imbricada entre Arte e Historia, como un momento en que el arte se concibe como un aparato ideológico de estado (cf. Althusser, Escritos sobre el arte). Por tanto subsidiario de una práctica artística delimitada para la cual han sido modeladas como garantes de esa práctica, la escolarización del artista, la crítica, y la curaduría.

La factibilidad de un arte político, en el sentido que pusiera en marcha, en el marco de esa política de la revolución en marcha en Colombia, el artista Ignacio Gómez Jaramillo (Medellín, 1910-Coveñas 1970) sería llamado a denunciar con sus obras de manera legítima una realidad social, la de la violencia en el caso Colombiano, abandonando contundentemente su cómodo estándar burgués de artista de salón dedicado a realizar retratos de sociedad.

En ese proyecto político de la Revolución en Marcha, el artista encajaría como portavoz de ese mensaje en que el arte cobraría una función social. Ideologizado, ese arte sería la cuota libertaria que el artista estaría dispuesto a sacrificar en aras de llevar a término la liberación de América. Sería un arte políticamente comprometido con un proyecto de liberación de una ideología anterior en que el artista conoce la reducción de que ha sido objeto, pero la ofrenda como su participación y su compromiso político. En tanto estandarte de esa estilización necesaria de la libertad de creación como reflejo del aburguesamiento total de la sociedad que hacían patentes la pobreza y desintegración social y política del momento, el artista se compromete con su realidad trocando esa estilización por un arte que refleja esa realidad política compleja.

Podemos entender entonces la adscripción a esa revolución en marcha por parte de los artistas de una generación del arte en Colombia, como un momento necesario en que el trabajo creador del artista se somete voluntariamente a ser la transcripción de un aparato ideológico de estado, el artista acepta que su libertad se suspende voluntariamente con miras a producir un efecto revolucionario en la política cultural de un estado, el de su propia autonomía cultural intentado romper los efectos de la aculturación radical de las américas iniciado tempranamente en la Colonia.

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Sobre la idea como una retrospectiva

Retrospectivamente se crea la ilusión de una Historia personal de la creación. La ilusión de un arte que progresa como reflejo incondicionado de su momento histórico.

Paradójicamente el arte político estandarizado como un sofisticado arte de producción en el marco del arte contemporáneo, renueva con visos aún más contundentes la división del trabajo en el arte y la separación absoluta entre trabajo material y trabajo intelectual. Separación aparentemente subsanada por La Enciclopedia en el marco del proyecto de Las Luces, como superación de la oscuridad del conocimiento.

El artista político, el artista de nuestra época, sería el artífice de la idea impensable como trabajo material pero que sería puesta en marcha por la producción que supone esa división del trabajo en el arte.

Revolución en Marcha y Multiculturalismo

En nuestro presente el multiculturalismo como adalid del hombre libre, del ciudadano del mundo, es la revolución en marcha perenne que acontece en cada micropartícula de la realidad total.

Se nos hace pensar que el multiculturalismo como encarnación de la idea de cultura de la época, elimina el sometimiento a la ideología burguesa, que habría sido reproducida por una escolarización dada que el multiculturalismo suplantaría en la idea de un hombre capacitado para ser un ciudadano del mundo. En esa ilusión de cosmopolitismo se daría la ilusión de una revolución ideológica que comprometiendo unas nuevas narrativas culturales, las de una realidad cultural supuestamente compartida e igualitaria que podrían compararse con un idealismo renovado, prácticas que disfrazan la ideología con una supuesta conciencia del acontecer real, suprimirían la diferencia por esas capacidades que el ciudadano del mundo estaría llamado a representar.

La ignorancia radical vivida como ideal sería la estandarización de un pensamiento general al que la opinión pública estaría llamada como efecto del analfabetismo del conocimiento general. El hombre cosmopolita del momento sabría la sinrazón o razón de la gente de su esquina, de su gueto, de su núcleo barrial o racial o religioso. Razones que recrearía en las artes de un artista que bien puede comenzar a reflejar esas partículas de sociedad. Abandonando las trazas de una cultura anterior que rechazaría como reflejos de la diferencia. Esa cultura que los siglos arrastraban tras de sí, serían meros datos informativos desplazados en paquetes informáticos deleznables en el acontecer cultural. Las pocas referencias sobrevivientes de ese olvido radical serían apenas los exempla que la época requiere para ilustrar esas prácticas de avasallamiento cultural que pretende socavar. Entonces el artista podrá encarnar la figura de un defensor prometeico que trae los fuegos de la libertad.

Así llega la dispersión. Y el fragmentarse de todo en esas subespecies en las que somos convocados a participar de esta nueva fiesta de la cultura general.

Cuando la fiesta comienza la especie artista político es el consenso general de un arte llamado a padecer todos nuestros infortunios.

 

Claudia Díaz, abril 2015