la percepción implica compromiso

Estoy de acuerdo con Salazar cuando dice que la parte más importante de la cuestión que nos ocupa no es su pasado sino su aspecto actual. Si recurrí a la erudición histórica en mi conferencia fue por el deseo de situar, desde una perspectiva filológica, la pregunta por las relaciones entre la modernidad y la antigüedad planteada por Buergel. Sé que la filología siempre es insuficiente, aunque nunca es inútil. La historia de las transformaciones experimentadas por el significado de las palabras es sintomática de los cambios históricos que determinan dichas transformaciones. Pero repito, la cuestión es actual. Y es en el terreno de la actualidad donde realmente se dan las diferencias más importantes entre la posición de Salazar y la mía, que pueden condensarse en torno al nombre y el pensamiento de Hobbes. Para Salazar, el filósofo que piensa por primera vez de la manera más radical la autonomía del estado moderno, es sobre todo una figura positiva porque contribuyó decisivamente con sus consejos a que el rey Jorge II restaurara la monarquía en Inglaterra, después de siete años de «desordenes» revolucionarios promovidos por los puritanos. Restauración que dio lugar -asegura Salazar- al nacimiento del periodismo moderno, a la novela profesional (¿) y a una literatura animada por los talentos de Pope, Swift y Dreyden entre otros. Todos ellos admiradores de la Roma Imperial y su literatura. Para mí, en cambio, Hobbes es ante todo el filosofo por antonomasia del estado absoluto moderno, cuyas duraderas lecciones resumió en las fórmulas «el soberano decide el estado de excepción» y «el soberano decide el enemigo» Carl Schmitt, ese gran teórico del estado fascista. Y aunque Salazar insista en que gracias a Hobbes y a su discípulo Jorge II el estado se libra de la tutela eclesiástica, no es menos cierto que la teología sigue teniendo un papel en el desciframiento de la teoría hobbesiana del poder. Y no lo digo solo porque la monarquía inglesa aúne en una sola figura la soberanía política y religiosa -el rey de Inglaterra es también la cabeza de la iglesia anglicana- sino porqué lo que hizo realmente Hobbes fue atribuirle al estado la omnipotencia divina, tal como la misma fue pensada por los teólogos medievales que defendían la soberanía papal. En realidad el viraje decisivo hacia el laicismo del estado moderno lo produjo la revolución americana, cuyos dirigentes políticos y cuyos pensadores se inspiraron más en John Locke, en Rousseau y en Montesquieu que en Hobbes. Su laicismo, sin embargo, tenía componentes religiosos decisivos como lo demuestra el hecho de que la estructura del Estado surgido de la guerra de independencia norteamericana se ciñera al principio fijado por Thomas Jefferson: «El Estado debe actuar como si Dios no existiera». Ese «como si no existiera» funda la especificidad del teatro político americano, en cuanto es una convención homologable a la que rige en cualquier teatro donde actuamos como si la acción representada en éste fuera real. El teatro político americano es un teatro de creyentes que actúan como si no lo fuesen. Y es en ese marco político donde Alfred J. Barr funda el MoMA de Nueva York cuya White box, propone una experiencia estética enteramente mística como ya dije en mi conferencia. Una experiencia que también suspende las creencias y que por lo mismo puede ser compartida tanto por los creyentes de las diversas iglesias cristianas que dividen al pueblo americano, así como por los creyentes en el judaísmo e incluso por los no creyentes y los ateos. La novedad de la propuesta de Barr, con respecto a la de Jefferson, consiste en que dicha caja, a diferencia del parlamento norteamericano, actúa como si los partidos políticos no existieran. De allí que sea más ecuménica, o para decirlo en los términos de Antonio Gramsci, que resulte una formula más refinada de hegemonía que la institucionalizada por ese parlamento.

La situación actual sin embargo es otra, y no solo porque el régimen político implantado por Bush esté permitiendo que los creyentes norteamericanos socaven el principio jeffersoniano de hacer política como «si Dios no existiera» sino porque el propio modelo de la White box está igualmente en crisis. Ya lo dije en la conferencia: la transformación de los museos de cualquier tipo, incluidos los de bellas artes, lo somete a la lógica de la sociedad del espectáculo. O sea a la obligación de emplear las impactantes técnicas mediáticas y publicitarias, que masifican el público museístico y tienden a convertirlo en una masa distraída, de atención flotante, siempre carente del tiempo suficiente para entregarse a ese ensimismamiento de la experiencia estética entendida como experiencia mística. Tal y como propuso Antoni Muntadas, cuando intervino en el pabellón español en la pasada edición de la Bienal de Venecia: «La percepción implica compromiso». Hoy, sin embargo, pocos están dispuestos a asumir ese compromiso.

Carlos Jiménez

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