La nueva vejez de la academia

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Un estudiante universitario le muestra al profesor de su clase de Dibujo un proyecto que presentó para un “Taller intermedial”, un curso importante, avanzado, coyuntural pero con el mismo valor en créditos que cualquier otro de los cinco, seis o hasta siete cursos que el estudiante tiene que inscribir cada semestre. La “investigación” del estudiante consta de varias hojas de obituarios de un periódico manchados con trazos en forma de cruz. “Fueron hechos con semen”, dice el estudiante, “el título es Semen-terio”.

El profesor se ahorra la referencia a Díaz, a Duchamp, a Warhol o a cualquier otro artista que haya hecho obras con fluidos corporales, no sin antes cuestionar al estudiante por lo que viene, ¿más ideas corridas como esta?, por ejemplo, una regla de madera con las rayitas de los centímetros y los números pintados con sangre, titulada, claro está, La regla. Al estudiante no le gusta la ironía. El profesor es así, irónico, porque está a solas con el estudiante, frente a frente. El maestro es solo una voz, el estudiante decide si la oye o no, si la crítica existe o no. Otras sesiones, las grupales, se dedican a los ejercicios que propone el profesor. Las notas en este curso son irrefutables: 5 por asistir a la cita o hacer el ejercicio y 1 por no hacerlo. En esta clase la crítica no está amarrada a la nota.

En el salón de dibujo hay caballetes para dibujo que nadie usa y canecas que se llenan de pliegos de bocetos malogrados de otras cursos, producto, en su mayoría, de ejercicios heredados de la academia francesa: dibujos en pequeño, mediano y gran formato para ejercitar el trazo, la forma, la perspectiva, la figura, o para concretar el boceto previo de una gran obra en pintura o escultura. Al final del teléfono roto de la Historia nos quedamos con la mímica, con el servicio militar de dibujar, desconectado de cualquier instancia anterior o posterior. Lo que permanece es el contrato antiguo de varias materias y requisitos, pero la imposibilidad de constelar ese ejercicio a un mundo personal para convertir esas acciones en una batalla cotidiana.Como resultado de todo esto, a un nivel más amplio, de todo el pénsum, los estudiantes terminan siendo personas educadas en una larga serie de silogismos académicos, informados y formados en un conceptualismo tan juicioso como naíf, amparados bajo una pretensión didáctica y jerárquica que, mientras los adentra en un esteticismo predecible, los aleja de la poesía fantasmal de las imágenes. Así las cosas, las universidades no solo no enseñan arte sino que no dejan aprender y, como los estudiantes no conocen otras formas de saber, pasan de la educación inferior a la superior sin salir nunca de la cárcel escolar. La universidad es un exclusivo parqueadero de rutinas: unos pagan por parquear y a otros les pagan por parquearse, todos, en algún momento, quieren el cambio, pero nadie está dispuesto a someter su comodidad para cambiar.

El estudiante lleva una pequeña libreta de apuntes. El profesor de dibujo quiere verla, el estudiante se muestra reticente, el profesor insiste. En la libreta hay un dibujo a lápiz de una botella, un objeto sencillo pero sugerente: un trazo decidido, un brillo bien puesto y un buen final –en dibujo hay que saber cuándo parar–. La composición tiene un aire extraño, enigmático, una atmósfera turbia, el trazo a veces es puntual, a veces es ligero, a veces errado, pero hay gestos definidos que amarran, estructuran y capturan la forma. Al interior de la botella hay una especie de paisajes, figuras brumosas, algo oscuro sucede ahí, el recipiente podría contener el humo de un poema de Baudelaire, algún turbio sedimento de Poe o al diablo de un cuento de Stevenson. En otros dos o tres dibujos se concreta lo mucho que se puede decir con poco, sin grandilocuencia pero con intensidad, en detalles puntuales y concentrada expresión.

El profesor le cuestiona al estudiante su reticencia a mostrar estos dibujos, después de todo, esta es una clase de dibujo y en estos dibujos hay mucho más lenguaje que en Semen-terio. “Es que no los sé explicar”, responde el estudiante, y añade, “en clase, frente a todos los estudiantes, debemos explicar lo que hacemos o lo que vamos a hacer y, le repito, esos dibujos no los sé explicar. Y si no los sé explicar, el profesor puede pensar que no sé lo que estoy haciendo, o que lo copié”. Para prevenir el ridículo y la mala nota, está el discurso.

El profesor piensa en lo que acaba de oír: no se muestra lo que no se sabe explicar, lo que no “comunica” en una ecuación que sea legible ante la alta jerarquía del verbo institucional: semen, cementerio, obituario, cruz, muerte, vida, Colombia, violencia… blanco es, gallina lo pone… el otro profesor, el del “Taller Intermedial”, le puso un cinco aclamado por Semen-terio al estudiante… El estudiante recibirá el título de Maestro en Artes Plásticas… la galería exhibirá la obra, el curador la explicará, el periodista repetirá, el coleccionista la entenderá y podrá soltar sus perlas sociológicas… vendida. En el camino hacia la anhelada normalidad, alguien gana el mundo pero se pierde a sí mismo.

Los dibujos de la libreta quedan como testimonio de lo que pudo haber sido y no fue.

LADYLDA I7

(Publicado en Revista Arcadia # 120 )