La modernidad como antigüedad

La modernidad como antigüedad y como antigualla

Una aproximación a los fundamentos conceptuales de documenta 12.

 

Buenas tardes.

Gracias a todos por venir a una conferencia cuyo título y cuyo tema no son  más que intentos de dar respuesta a la primera de las tres preguntas que Roger Buergel y Georg Schöllhammer plantearon para orientar el trabajo de análisis e investigación de los equipos humanos que producen las revistas invitadas a participar en el proyecto magazín 12. Como probablemente sabréis este proyecto es parte integral del proyecto de documenta 12, en pie de igualdad con el proyecto propiamente expositivo, que se realizará durante el próximo verano en la ciudad de Kassel, Alemania. Y su propósito es generar una red de debates e intercambios teóricos a escala planetaria sobre asuntos que, que a juicio de Beurgel y Schöllhammer, conciernen tanto al estado del mundo del arte como al estado actual de nuestro mundo, así, a secas. Documenta inició la expansión mas allá de los límites físicos de los espacios expositivos que tiene asignados en la ciudad de Kassel,  e inclusive mas allá de las fronteras alemanas, durante su pasada edición, la undécima, realizada en 2002 y dirigida por Okwi Enzwor. En esa oportunidad la expansión más allá de los límites físicos y de las fronteras se plasmó en la realización de debates colectivos y seminarios interdisciplinarios, agrupados en lo que se llamó Plataformas y celebrados en distintas ciudades del mundo.

Magazín 12 toma el relevo de dichas plataformas en cuanto medio de internacionalización o de globalización de documenta, contrapuesto o distinto del modelo de globalización adoptado por el museo Guggenheim o, mas recientemente, por el museo Louvre de Paris. Y pone en red a 70 publicaciones de los cinco continentes, entre las cuales figuran dos españolas: Brumaria y Zehar y las colombianas esferapública y Valdez. Y así como Plataformas reunió los productos de sus discusiones en un solo gran volumen, magazín 12 hará lo mismo con tres volúmenes, el primero de los cuales, el volumen referido a la primera pregunta, ya está editado e impreso y fue presentado en Viena hace unas semanas, bajo el escueto título de Modernity?

Pero volvamos a las preguntas de Buergel y Schöllhammer. Dijimos que eran tres: la primera: Es la modernidad nuestra antigüedad? La segunda: ¡Vida ¡ y la tercera Educación o mejor, Bildung, formación. La segunda tuvo inicialmente la siguiente formulación: ¨La vida nuda o la vida desnuda¨, que remitía directamente al concepto de homo sacer elaborado por Giorgio Agamben, a partir de un antiguo concepto del derecho romano, para interpretar la situación de aquellos que son excluidos del ámbito de la ley y arrojados a un afuera en el que están completamente al arbitrio del poder. Como ocurre ahora mismo con los confinados en el campo de concentración de Guantánamo. Esta simplificación, este desplazamiento de los términos del tema al que  se refiere la segunda pregunta, merece desde luego un análisis, porque no es lo mismo preguntar por la vida de quienes no les queda más que su propia vida, su vida a secas precisamente, que exaltar la vida así, con una exclamación que puede connotar un optimismo exultante, como el que era alimentado sistemáticamente por la revista ilustrada Life, gran maestra y divulgadora del American Way of Life. 

Obviamente no es este el momento ni el lugar de intentar esta indagación,  porque de lo que se trata ahora es de ocuparnos de la primera pregunta y de intentar aclarar qué es lo que realmente pregunta y porqué lo pregunta, aquí y ahora y en conexión con documenta. La pregunta ha sido formulada así en alemán: Ist die Moderne unsere Antike? Y podría traducirse como ¿Es lo moderno nuestra antigüedad?, como de hecho se hace en la traducción de la pregunta al inglés autorizada por sus propios autores: Is modernity our antiquity?, donde modernity aparece como un término mas amplio y comprensivo que el de modernism, que en la ensayística al uso en el mundo anglosajón remite directamente a lo que en castellano solemos llamar modernidad y no modernismo, para certificar que distinguimos entre el modernismo del arte y la arquitectura catalanas de finales del siglo XIX -que hacía péndulo con el movimiento literario encabezado por el poeta Rubén Darío en esas mismas fechas- y la modernidad característica de la arquitectura y las artes desarrollados después de la II guerra mundial, en la etapa de despliegue inicial de la hegemonía cultural norteamericana a escala mundial.   

Si apartamos los ojos de la discusión estrictamente semántica y echamos una mirada alrededor podemos descubrir que a lo que realmente apuntan  Buergel y Schöllhammer, es a la modernidad antes que a lo moderno. A las pruebas me remito. La primera, que la mayoría de los artículos y ensayos seleccionados por Schöllhammer para su inclusión en el primer volumen de magazín 12, remiten a la historia de la modernidad, tanto a los orígenes de su primera versión –  la misma que ha sido des calificada por euro céntrica, como a los modos, los modelos y los ritmos de su expansión  por el resto del mundo. La segunda, que Buergel, en su ensayo incluido en el citado primer volumen, titulado Der Ursprung – Los orígenes -, se ocupa del arte representativo de la modernidad, cuya ¨documentación¨ fue el propósito asignado a documenta por Arnold Bode, su primer director, su mentor, su instigador, cuando esta se convirtió en un proyecto a largo plazo, dejando de ser lo que inicialmente fue: una exposición puramente episódica asociada al BUGA: La exposición de jardinería de la Alemania Federal.

Pero si preguntamos por la modernidad, en verdad porqué preguntamos. Pienso que preguntar aquí y ahora por la modernidad es preguntar por la única modernidad realmente existente: la modernidad de museo, cuyo lugar y cuyo confín es la modernidad del museo. Y no se trata de un juego de palabra. Se trata, a pesar que parezca lo contrario, de dos términos distintos y en ciertos contextos, antitéticos. De hecho el museo de arte contemporáneo incluye a la modernidad como uno de sus objetos de exposición y conservación pero él mismo no se reduce a objeto de museo. El museo es una empresa y como tal empresa incluye los rasgos esenciales de toda empresa capitalista. No hay que olvidar que la bauhaus fue concebida como la fusión exigida por los nuevos tiempos de la  escuel
a y el taller, capaz de generar estereotipos y modelos para la producción industrial en los campos de la arquitectura, el diseño en el sentido amplio y de la moda. El arte, en sentido estricto, en el sentido moderno precisamente, fue asumido en dicho proyecto tanto como un  campo de entrenamiento como de experimentación formal. Y no debemos olvidar tampoco que el museo, en cuanto empresa, no se deja atrapar en los límites de la aporía formal en las que se encierra el enunciado mismo de la posmodernidad. Esa aporía la trazan las dos partes que componen su término: el prefijo post, que remite siempre a lo que viene después, y el sustantivo modernidad. Pero ¿cómo puede haber algo después de la modernidad, si esta, tal y como lo advirtió Octavio Paz en el primer capitulo de Los hijos del limo – el libro que dedicó a la poesía moderna y su emergencia – si la modernidad repito, se define en oposición al tiempo cíclico de las culturas tradicionales, como sujeta a un tiempo lineal e infinito, que es la representación geométrica mas adecuada de la sucesión ininterrumpida de rupturas, cambios e innovaciones proyectadas hacia un futuro por definición inalcanzable. Al igual que resultan inalcanzables el horizonte o cualquiera de los extremos de esa  sucesión ordenada de puntos inextensos que es la línea en las geometrías modernas. ¿Cómo dar entonces por encerrada en un ciclo que siempre retorna, una modernidad que, en la plenitud de su  vigor, se articulaba como una secuencia sin fin de cambios, tal y como lo supone el uso común del término posmodernidad y las primeras elaboraciones conceptuales del mismo? 

El museo, repito, ha resuelto esa aporía porque en cuanto empresa sigue fiel a la estrategia de cambios e innovaciones sin fin y en cuanto museo fija lo moderno en un objeto de exposición, de investigación, de conservación y, obviamente, de historia. En un objeto clausurado, en un objeto que comparte su condición museística con la de otros objetos museísticos como el arte clásico, el arte gótico y el renacentista. E incluso con el arte posmoderno al que, finalmente, ha quedado reducida la propia posmodernidad. De hecho la distinción todavía operativa entre el museo de bellas artes y los museos y centros de arte moderno y contemporáneo tiende a ser abolidas por iniciativas recientes como la de exponer en el Museo del Prado fotografías de Thomas Struth, un conocido artista alemán, contemporáneo.  El Prado, ese templo, también quiere ser una empresa. En realidad el museo ha hecho suya plenamente la lógica de la innovación perpetua que Boris Groys, en su libro Sobre lo nuevo. Ensayo de una economía cultural, quién intenta reformular el problema de lo nuevo en nuestra cultura, después del impacto  posmoderno, en estos términos enfáticos: 

¨Lo nuevo es insoslayable, inevitable, irrenunciable. No hay ningún camino que nos saque de lo nuevo, porque, si lo hubiera sería un camino nuevo. No hay posibilidad alguna de romper las reglas de lo nuevo, porque esa ruptura es precisamente lo que esas reglas exigen. Y en este sentido, la exigencia de innovación es, si se quiere, la única realidad que la cultura expresa. Porque por realidad entendemos lo insoslayable, aquello de que no podemos disponer, lo irrenunciable. En la medida en la que la innovación es irrenunciable, es realidad.¨

La apropiación museística de la modernidad tiene como condición y a la vez como resultado la historización de las vanguardias artísticas que emergieron y actuaron en el primer tercio del siglo XX. Y ambos movimientos, o ambos aspectos del mismo movimiento, fueron iniciados  por el MoMA de Nueva York de Alfred J Barr, tan temprano como en los años 30 del siglo pasado. Es un hecho que Barr fue el primero que introdujo a las vanguardias en el museo e intentó convertirlas en historia, cuando todavía esas mismas vanguardias actuaban, cuando todavía la mayoría de esas vanguardias actuaban con la intención de romper radicalmente con el pasado y de destruir los museos, tal y como lo propuso sin ambages el futurismo. La historización coetánea e inmediata de las vanguardias dio origen a una  historia muy singular que, aunque exhibía como una novedad tout court el hecho de ocuparse de artistas y movimientos contemporáneos a su propia escritura, repetía sin embargo el modelo epistemológico característico de la historia del arte desde cuando fue fundada por J. J  Winckelmann. Y cuya piedra angular es el aislamiento del arte de los contextos de sentido y de uso donde en cada período histórico se ha producido.  De allí que la historia de la modernidad aislase, por ejemplo, al constructivismo de su contexto efectivo, la revolución rusa, que dejó de ser lo que realmente fue, la fractura traumática de la sociedad de arriba abajo, para reducirse apenas al medio y la ocasión para que una vanguardia de artistas intentaran aplicar un proyecto que ahora esa misma historia considera utópico. El futurismo intentó algo, en principio, igual de radical que la tentativa constructivista, sólo que su contexto histórico no fue la fractura traumática de la sociedad de arriba abajo sino la victoria del intento de evitarla y desplazarla que fue el fascismo. O sea que el constructivismo fue uno de los resultados de la revolución rusa. Y el futurismo lo fue de la contrarrevolución italiana.      

En conexión con esta modernidad se generó una leyenda sobre el origen y el sentido de documenta que, aún hoy, sigue siendo una de las fuentes soterradas de su legitimidad. Una leyenda que interpreta el proyecto de Arnold Bode como el resultado de su propósito de reintroducir el arte moderno en Alemania, luego de su dramático eclipse bajo el régimen nazis que, como bien se sabe, rechazó violentamente a los movimientos de vanguardia, tildándoles de Entartete Kunst, de “arte degenerado” y  optando, en cambio,  por promover una alianza estética entre un monumentalismo arquitectónico impuesto como el ornamento de masas por excelencia,  y el kitsch puro y duro. El carácter legendario o si se quiere mítico de este relato consiste precisamente en calificar de  reintroducción lo que en realidad fue una introducción. Aceptar que lo que hizo documenta en los años 50/60 del siglo pasado fue una reintroducción es aceptar que lo que hizo fue recuperar  el  hilo roto del arte moderno que, forzado por los nazis, debió exiliarse en América, donde le hicieron madurar y fecundar artistas y arquitectos tan notables como Joseph Albers, Max Ernst, Oscar Schlemmer, Walter Gropius o Mies van der Rohe – para mencionar sólo a los de origen alemán. Aceptar que lo que en realidad ocurrió fue una introducción significa entender que lo que ocurrió fue la implantación en Alemania – por medios expos
itivos y mediáticos entre los que se destacó sobre manera documenta –  de esa modernidad de museo forjada por primera vez en América, aunque entre  los materiales empleados en su construcción hayan figurado de manera destacada las actividades y los logros de las vanguardias artísticas de la Alemania de entreguerras. En realidad se introdujo un modelo americano que editó, a imagen y semejanza del pensamiento y los intereses que lo promovían, la experiencia histórica de las vanguardias artísticas europeas de entreguerras, incluidas obviamente las alemanas.

Pero volvamos a la pregunta por la modernidad para ocuparnos de su otro término: la Antigüedad. Y para hacerlo vale la pena recontar la historia de las relaciones de oposición, afinidad y mezcla entre modernidad y antigüedad, en la que inevitablemente se insertan  Breugel y Schöllhammer cuando preguntan por la posibilidad de que la modernidad pueda convertirse en nuestra antigüedad. Esa relación, aunque suene paradójico, es antigua y se planteó por la primera vez – como lo ha recordado  Hans Robert Jauss en su Literatura como provocación hacia el siglo V de nuestra era y en el Imperio Romano, cuando la oposición entre novedad y antigüedad fue utilizada extensamente como sinónimo de la oposición entre los gentiles y los cristianos. Los cristianos, en cuanto portadores de la ¨buena nueva¨ – la palabra de Cristo – eran los modernos, los que actuaban al ¨modo de hoy¨ – que es la traducción de modernus – por contraposición a los gentiles o paganos que seguían actuando fieles a sus dioses, sus ritos y sus mitos, que los cristianos consideraban completamente pasados y superados. La oposición vuelve a cobrar importancia justamente al inicio del Renacimiento, cuando Giorgio Vasari escribe en el prólogo de su Vida de pintores, escultores y arquitectos ilustres que a quienes reconoce y promueve a la fama son aquellos que quieren volver a utilizar la maniera antica  – o sea los modos y los modelo antiguos, los de los griegos y los romanos de la Antigüedad –  en contra de lo que hacían en ese momento los arquitectos, los escultores y los pintores góticos, que – a juicio de Vasari –  eran los modernos.

Pero cuando el conflicto entre antiguos y modernos reaparece con virulencia en la Francia borbónica, en la Francia de Luis XIV y la monarquía absoluta, la relación entre los términos ha cambiado completamente desde el punto de vista teológico. Ya no se trata de la oposición dada en el Imperio romano tardío entre cristianos y paganos sino de la oposición establecida al interior de una cristianismo que ha cristianizado el legado cultural de los paganos y lo ha hecho suyo.

La polémica la desencadenó Charles Perrault cuando leyó en una sesión solemne de la Academia de Francesa de 1688, un discurso titulado Comparación entre antiguos y modernos, que resultó ser un alegato a favor de los escritores modernos y en contra de los tradicionalistas que dio lugar a unos debates intelectuales mas intensos de la época tanto en la propia Francia como en el resto de Europa. Ambos bandos compartían, sin embargo,  la fusión entre cristianismo y tradición pagana iniciada en el Renacimiento por Erasmo y prolongada por el humanismo cristiano y, por lo mismo, daban por superada la oposición meramente teológica entre cristianos y paganos, desplazándola por la que – sospecho –  tanto a Beurgel y Schöllhamer les parece ahora la única que podría tener algún sentido: la oposición entre antigüedad y modernidad, libre de toda connotación religiosa. Por eso resulta muy cuestionable la decisión de Elena Paredes y de Felipe Pereda quienes, enfrentados al  titulo en alemán de la principal recopilación de artículos y ensayos de Abby Warburg sobre el arte del renacimiento italiano, decidieran traducirlo como El renacimiento del paganismo. Aportaciones a la historia cultural del Renacimiento europeo. La traducción de Paredes y Pereda, aparte de inexacta, es una forma de soslayar o de pasar por alto lo que Warburg, en cambio, tenia claro: que en esa época se forjó la fusión o la síntesis entre paganismo y cristianismo que habrían de aceptar como una base común tanto los antiguos como los modernos que se enfrentaron en la Querella, desde Charles Perrault, el autor de La bella durmiente, hasta el párroco Jonathan Swift, el autor de los Viajes de Gulliver. El título de la recopilación de Warburg es Die Erneuerung der heidnischen Antike, que en realidad traduce:  El renacimiento de la Antigüedad pagana. O sea que Warburg da por supuesta la antigüedad cristiana, o por lo menos no niega para nada su posibilidad de existencia. Y  de hecho no podía negarla porque era lo suficiente historiador como para ignorar que la Antigüedad cristiana ha sido  reivindicada por todos los papas que se consideran herederos de Constantino como lo demuestra el hecho de que siguen considerándose Pontifix Maximus que era uno de los cargos de autoridad mas importantes de los que estaba investido el emperador. 

La actual basílica de San Pedro en Roma certifica todavía hoy – con toda la fuerza contundente de su programa arquitectónico e iconográfico – la existencia  de una Antigüedad cristiana distinta por cristiana a la Antigüedad pagana pero igual a ella en cuanto que ambas se dan y son asumidas como Antigüedad. Como Antikité.     

Las revoluciones burguesas del siglo XVIII en Europa intentaron, por el contrario, disolver la fusión entre dos términos inicialmente antitéticos representada por la fórmula Antigüedad cristiana. La revolución inglesa, renunciando expresamente a la tradición clásica y reivindicando La Biblia. Y la revolución francesa, renunciando a la Biblia e intentado reivindicar en exclusiva la tradición clásica. Dos posiciones contrastadas que tuvieron consecuencias en el campo de las artes que valdría mencionar: los puritanos ingleses releen la Biblia en clave judía y recuperan del judaísmo su aversión a las imágenes religiosas, entonces las únicas posibles, o sea su iconoclastia: No puede haber una representación de lo sagrado. La revolución francesa reivindica, por lo contrario, la tradición figurativa acuñada por la Antigüedad cristiana y, liberándola de su servidumbres eclesiásticas, intenta utilizarla a fondo en su tentativa de reemplazar la Biblia por leyendas clásicas como fuente privilegiada de las imágenes públicas y a la vez hegemónicas a las que el museo de bellas artes – generado por esa misma revolución –  investía de autoridad y de nobleza. 

¿Que porqué subrayo la dimensión efectivamente religiosa de la opo
sición entre Antigüedad y Modernidad y me ocupo aquí tanto de ella?

En  primer lugar porque, aun en el museo racionalista y laico pensado por Barr como asiento definitivo de lo moderno, la teología sigue dando de qué hablar, por cuanto la White box – que es la pieza crucial de su arquitectura –  está definida como un espacio dedicado a la contemplación exclusiva y excluyente de la obra de arte. Y de esa contemplación  se puede decir que es mística. ¿Porque qué otra cosa es sino mística la experiencia ofrecida al espectador por el arte moderno, que Arte y teatralidad un texto anónimo editado recientemente por el Macba de Barcelona –  intenta resumir en los siguientes términos: ¨El espectador es absorbido en una experiencia visual pura, descorporeizada,  que comporta una anulación de sus condiciones físicas y materiales concretas¨ ?

Y en segundo lugar porque la selección de textos que Schöllhammer ha hecho en Modernity? de los resultados de su invitación a 70 publicaciones a pensar en la hipótesis de una relación actual entre modernidad y antigüedad incluye, como ya dije, el ensayo Der Ursprung, que en este contexto resulta sintomático y por lo tanto revelador. Porque, aunque dicho texto haya sido escrito antes y con el propósito de presentar una exposición documental sobre la historia de documenta, su re-publicación en Modernity? no puede responder mas que a la intención de Beurgel de intervenir con  él en el debate antes mencionado. Y si esta inferencia es cierta, es igualmente cierto que deberíamos que echar mano de la teología si queremos entender mejor que es lo que tanto Buergel como Schöllhammer están intentando poner en juego con su invitación a pensar en las posibles relaciones actuales entre modernidad y antigüedad.  Der Ursprung es un ensayo histórico cuyo propósito es, en definitiva, una reivindicación de lo que hicieron efectivamente tanto Arnold Bode como su asesor Werner Haftmann con una exposición de arte moderno que, en su primera edición, ni se llamaba documenta ni pasaba de ser el complemento artístico de una gran exposición floral. Sólo que en esa reivindicación cumple un papel crucial el análisis del concepto de exposición de arte compartido por Bode y Haftmann e interpretado por Buergel en términos que, a mi juicio, quedan condensados en estas dos citas. La primera: ¨… documenta constituyó una esfera pública en la Alemania post-nazi. Y lo hizo sin sustentarse en la nueva Constitución del país, ni en creencias religiosos o políticas, rechazando incluso fundarse en la identidad nacional o de cualquier otro tipo. En el ámbito de documenta el público mismo se constituyo en el sustento absoluto [bodenlosen Grundlage] de la experiencia estética- la experiencia de objetos  cuya identidad no puede ser identificada.  Allí no había nada que entender – en el verdadero sentido -, ni preconcepciones, y eso fue lo que hizo posible y a la vez esencial hablar de todo y comunicarse  todo.¨

La segunda: ¨Este entorno, que reunía arquitectura, arte y público en iguales términos, era capaz de estimular precisamente la clase de colaboración sensorial que conducía a los visitantes fuera de sí mismos y los conectaba con una realidad que ellos eran incapaces de asir; una realidad en la que no había fronteras ni puntos fijos de referencia, ni principio ni fin; una realidad, para decirlo simplemente, donde las relaciones sujeto-objeto quedaban cuestionadas¨.

A mi, desde luego, la omisión o la supresión de ¨ las creencias religiosas ¨ en la definición de esta clase de experiencia estética, no me confunde ni me distrae, porque una cosa es la religión como institución de las mismas, y otra, bien distinta, la experiencia mística, aún en los casos en los  que ambas se solicitan mutuamente. A mí, en realidad, estas tesis de Beurgel me suenan a pura mística y me traen a la memoria la ¨ noche del alma ¨ de San Juan de la Cruz, en la que las cosas se oscurecen debido al silencio de los sentidos, del entendimiento y la voluntad, abriendo así las puertas para la disolución del sujeto en la comunión o fusión mística con la divinidad. La diferencia esta en que Beurgel historiza los términos o la nomenclatura de los momentos y las fases de la introspección mística juaniana, mediante una reinterpretación del proyecto expositivo de Bode y Haftmann que pone el énfasis en la conexión de dicho proyecto con el contexto de Kassel y de la Republica Federal Alemana de mediados de los años 50 del siglo pasado. En dicha interpretación se establece una solidaridad esencial entre el discurso expositivo, la forma de exposición de las obras, el estado del museo Fridericianum y la condición existencial del público de la exposición, cuyo fundamento eran los rasgos de fragilidad, fragmentación y desnudez compartidos por los cuatro componentes de esa documenta. El discurso, porque en vez de intentar componer una historia lineal, sólida y unitaria, de las ¨raíces del arte europeo del siglo XX¨ – que era su objetivo explícito – optaba por una presentación fragmentaria y discontinua de dichas raíces. Las obras, porque el montaje enfatizaba deliberadamente el aislamiento y la singularidad de cada una de ellas. Y el museo, porque el ruinoso estado de su arquitectura, consecuencia de los intensos bombardeos aéreos angloamericanos que sufrió Kassel durante la guerra, le recordaba a un publico que había sufrido en toda Alemania esos mismos bombardeos, cuán frágil y desvalida podía resultar la existencia del individuo aislado y atrapado sin remedio en un conflicto tan desmesurado, inhumano y devastador como fue la Segunda Guerra Mundial. Obviamente la pieza clave era el público, invitado por el entero dispositivo discursivo y expositivo del proyecto, a interpretar la experiencia de la guerra como una ¨ de las terribles pruebas que Dios envía al alma para purificarla ¨, que puede resultar liberadora si da paso a ese ¨ silencio de la memoria, que es la esperanza, a ese silencio del entendimiento que es la fe y a ese silencio de la voluntad que es el amor ¨Y, mas allá todavía, a la realización de ese amor no en la comunión mística con Dios – como proponía San Juan de la Cruz – sino en la incorporación plena del individuo a esa comunidad absoluta, autodeterminada que tendría que haber sido el público de la primera documenta. La comunidad de quienes, parafraseando a Breugel, son conducidos por el arte fuera de sí mismos y conectados con una realidad que ellos mismos son incapaces de asir, sin fronteras ni puntos de referencia, sin principio ni fin.          

¿Es esta entonces la modernidad que deberíamos recuperar, y no como un objeto histórico sino como un canon, como un
modelo, como una ética y como una estética, como lo fue efectivamente la Antigüedad clásica para los ilustrados dieciochescos? Y si fuera así, si fuera este en realidad el motivo que impulsó a Bruegel y Schöllhammer a incitarnos a todos a preguntar por la posibilidad de que la modernidad se convierta en nuestra Antigüedad, tendría alguna viabilidad? ¿Podría esta teología del arte resultar de alguna manera  operativa en un mundo del arte como el actual en el que los museos – sean de la clase que sean – sólo pueden funcionar efectivamente como empresas si adoptan las estrategias características de la sociedad del espectáculo? La sociedad de la banalización por saturación de la imagen, la sociedad agenciada por públicos siempre distraídos.  Y los individuos mismos ¿encontrarían en esta teología un medio de centrarse de nuevo – como él alma después de la fusión mística con Dios en la mística juaniana – librándose así de ese estado de disolución en la multiplicidad de las identidades cambiantes que Mark van Proyen, ha definido como el de living death by a thousand administered distractions?

¿Y las prácticas artísticas efectivas? ¿Podrá esta teología ser aceptada por quienes bajo la rubrica común de ¨ estética relacional ¨ realizan obras y las acciones artísticas cuyo propósito declarado es la formación de comunidades que, aunque transitorias, no por eso dejan de ser mundanas, corporales, gustosas, al contrario de la comunidad enteramente descorporeizada, espiritualizada, que es la comunidad del arte reivindicada por Buergel en su lección sobre la primera edición de documenta? ¿La aceptaran, en cambio, los artistas que asocian el arte a la investigación participativa de las formas de acción y auto representación de las nuevas subjetividades políticas? ¿O la aceptarán quienes consideran que la suerte del arte se juega ahora en su capacidad de oponer resistencia a la omnipotencia y la omnipresencia de las imágenes audiovisuales?  Y la idolatría de las nuevas tecnologías cederá ante la capacidad de esta teología de asegurar el uso artístico de las mismas? Como ya parece haberlo logrado en el caso de Bill Viola.

Y todavía queda la gente, la ciudadanía, el pueblo, la multitud o como se quiera llamar.   

¿Estarán –  estaremos dispuestos –  a interpretar la terrible experiencia actual de esa ¨ guerra civil planetaria ¨ mencionada por Giorgio Agamben, como una prueba enviada por la divinidad para ayudarnos a encontrar el camino de una fusión estética con nuestros semejantes?

Me temo que la respuesta, en la mayoría de los casos, va a ser un no. Y que cualquier pretensión de restaurar la mística implícita en la modernidad de museo va a convertirse, aún antes de nacer, en una antigualla.  Otra más de las que debería incluir en su heterogénea colección el historiador que hoy quisiera actuar como el trapero que junta laboriosamente lo nimio con lo sublime. Y que lo hace –  según determinó Benjamín en un pasaje de sus Tesis sobre la filosofía de la historia con este propósito o esta perspectiva:

¨Articular el pasado históricamente no significa descubrir ´ el modo en que fue´ (Ranke) sino apropiarse de la memoria cuando esta destella en un momento de peligro. El peligro afecta tanto al contenido de la tradición como a sus receptores. La misma amenaza pesa sobre ambos: la de convertirse en instrumento de las clases dominantes. En cada época deben realizarse nuevas tentativas para arrancar la tradición del conformismo que pretende dominarla. El Mesías no viene como el redentor: él viene también para derrotar al Anticristo. Sólo aquel historiador que este firmemente convencido de que hasta los muertos no estarán a salvo si el enemigo gana tendrá el don de alimentar la chispa de la esperanza que brilla en el pasado. Pero el enemigo no ha dejado de vencer.¨

 

Carlos Jiménez.                                              

(Conferencia ofrecida en el doctorado de Historia del Arte de la Universidad de Salamanca. 03.05.07)

 

¿posmodernismo para 1000 años?

Tratar de definir la modernidad como lo hace Carlos Jiménez como la suma de las OBRAS materiales de la modernidad depositadas en un museo o hacer de Greenberg el verdugo es poco menos que original, aunque seguramente novedoso en el medio académico español donde éste tipo de cosas todavía se escuchan con entusiasmo. Y lo es aún más tratar de solventar con la superstición mántrica de la repetición su fin y el principio del Imperio de 1000 años del Reich del posmodernismo de los que ya van… 40?

Los orígenes de la Modernidad y la Crítica no se encuentra en la religión sino todo lo contrario: en la critica, la burla y muchas veces la fobia a ésta. Esto sin sin hablar de la fobia griega y romana a las teocracias orientales y la reivindicación del individuo frente a la religión, el Estado y la retórica moralista en los satíricos urbanos clásicos (la modernidad es urbana por excelencia, asi como la posmodernidad es rural y bucólica por excelencia…) como Marcial, Ovidio y Juvenal, autores que los primeros escritores de la era moderna como Dryden, Swift y Pope traducen y en los se inspiran. El orígen de la modernidad que conocemos se encuentra en la prevención de Hobbes al monarca (Leviathan) sobre el creciente poder de los puritanos frente al estado. Pero el comienzo de la Crítica como como género literario típicamente moderno, el género Burlesco Heróico (Mock Heroic), es el poema "Hudibrás" de Butler (1663-1678) que nos cuenta las peripecias del "quijote" presbiteriano Sir Hudibras y nos habla de su "celo hipócrita de rectificar el mundo", su "fervor rabínico", su "astucia crítica" y "analítica" y su capacidad prestidigitadora respecto al lenguaje.

Es inevitable asociar la decripción que de Sir Hudibras hace Butler con Derrida o Baudrillard y en general con la naturaleza y los orígenes puritanos de la obsesión pedagógica y moralista del posmodernismo, que al igual que el puritanismo y la religión en general es obsesivamente antimoderno. Y ni hablar de su concepción del Estado caritativo y de su nocion de la política como misericordia contemplativa del oprimido.

Aqu&iac
ute; un trocito bastante posmoderno del moderno poema:

He was in logic a great critic,
Profoundly skill'd in analytic;
He could distinguish, and divide
A hair 'twixt south, and south-west side:
On either which he would dispute,
Confute, change hands, and still confute,
He'd undertake to prove, by force
Of argument, a man's no horse;
He'd prove a buzzard is no fowl,
And that a lord may be an owl,
A calf an alderman, a goose a justice,
And rooks Committee-men and Trustees.
He'd run in debt by disputation,
And pay with ratiocination.
All this by syllogism, true
In mood and figure, he would do.

For rhetoric, he could not ope
His mouth, but out there flew a trope;
And when he happen'd to break off
I' th' middle of his speech, or cough,
H' had hard words, ready to show why,
And tell what rules he did it by;
Else, when with greatest art he spoke,
You'd think he talk'd like other folk,
For all a rhetorician's rules
Teach nothing but to name his tools.
His ordinary rate of speech
In loftiness of sound was rich;
A Babylonish dialect,
Which learned pedants much affect.

_______

Carlos Salazar

 

desacuerdos 

Mi desacuerdo con esta crítica a mi artículo empieza por señalar que yo ni siquiera menciono a Greenberg y menos le achaco que él haya sido el asesino de la modernidad. Ni podría haberlo hecho, entre otras razones, porque él es, junto con Harold Rosenberg, el principal crítico de esa modernidad de museo, que ahora es la única realmente existente, porque las formas y los contenidos efectivamente críticos y explosivos movilizados por las vanguardias artísticas del primer tramo del siglo XX – e inclusive de las que vinieron después de la guerra mundial -han quedado debidamente empaquetados, esterilizados, fosilizados y sobre todo expuestos en el museo de arte moderno. Y en su doble, la historia del arte. Mi otro desacuerdo de este mismo tipo está con la dichosa posmodernidad, que menciono de paso, sólo para subrayar que el museo contemporáneo se la librado alegremente de la aporía implícita en su propio término, dedicándose a la promoción empresarial de lo nuevo, con un entusiasmo que queda muy bien captado en la cita que hago de Groys. Y en cuanto al horror que le inspira a mi critico mi apelación a la teologia -que es pequeña y fea y debe mantenerse fuera de la vista – no debería impedirle ver lo que yo he visto: que la reconstrución que Beurgel hace la primera edición de la documenta incluye una potente reivindicación de un tipo de experiencia estética que a mi se me parece- como una gota de agua a otra – a la clase de experiencia propuesta por místicos como San Juan. Pero, como podrá comprobar cualquier lector de mi texto, el hecho de que yo descubra misticismo en el pensamiento estético de Beurgel no supone que yo me identifique con el mismo. De hecho el último tramo de mi artículo está dedicado a exponer mi duda razonada de que pueda llegar a ser siquiera operativo en una época en la que tanto la propia empresa museística, como la práctica artística contemporánea, así como la misma situación existencial de los ciudadanos de este mundo en guerra hacen imposible – o por lo menos muy difícil – que dicha teología pueda cumplir su aspiración de convertirse en canon Del arte y/o de la vida.

Dos anotaciones últimas. La primera: no me ocupo ni de Baudrillard ni de Derrida porque a mi juicio no vienen a cuento. La segunda: echo de menos que en el vertiginoso esbozo histórico de lo moderno que intenta mi critico en su crítica falten Descartes y Kant. ¿Acaso piensa que ellos no fueron pensadores críticos? ¿O modernos?

 

Carlos Jiménez

 

más sobre el texto de Carlos Jiménez 

Al parecer Carlos Jimenez ha leído mi texto con tan poca atención como yo el suyo. Si el párrafo que sigue no es una manera de identificar vicariamente a través de Jauss, el nacimiento la "modernidad" con la ecumenización de la religión cristiana y por deducción con la religión misma entonces no se qué será

1.- "Hans Robert Jauss en su 'Literatura como provocación' – hacia el siglo V de nuestra era y en el Imperio Romano, cuando la oposición entre novedad y antigüedad fue utilizada extensamente como sinónimo de la oposición entre los gentiles y los cristianos. Los cristianos, en cuanto portadores de la ¨buena nueva¨ – la palabra de Cristo – eran los modernos, los que actuaban al ¨modo de hoy¨ – que es la traducción de 'modernus' – por contraposición a los gentiles o paganos que seguían actuando fieles a sus dioses, sus ritos y sus mitos, que los cristianos consideraban completamente pasados y superados."

Jiménez borra partes de la historia con el fin de situar el nacimiento de la modernidad (que asimila mágicamente al uso de la palabra "moderno") en Francia con El discurso de Perrault de 1688-92, escrito mucho después del Leviatán de Hobbes, considerada como la primera obra sobre el estado moderno (1651) y de incluso la aparición de el primer periódico moderno, la London Gazette (1667), todo para llevarnos al orígen "moderno" del museo como depósito de antiguallas que culmina no en Greemberg…perdón, sino en Alfred Barr, sepultando la modernidad por los siglos a venir.

2.- "La revolución inglesa, renunciando expresamente a la tradición clásica y reivindicando La Biblia. Y la revolución francesa, renunciando a la Biblia e intentado reivindicar en exclusiva la tradición clásica. Dos posiciones contrastadas que tuvieron consecuencias en el campo de las artes que valdría mencionar: los puritanos ingleses releen la Biblia en clave judía y recuperan del judaísmo su aversión a las imágenes religiosas, entonces las únicas posibles, o sea su iconoclastia: No puede haber una representación de lo sagrado. La revolución francesa reivindica, por lo contrario, la tradición figurativa acuñada por la Antigüedad cristiana y, liberándola de su servidumbres eclesiásticas, intenta utilizarla a fondo en su tentativa de reemplazar la Biblia por leyendas clásicas como fuente privilegiada de las imágenes públicas y a la vez hegemónicas a las que el museo de bellas artes – generado por esa misma revolución – investía de autoridad y de nobleza.

Da la impresión en el texto de Jiménez que la Revolución inglesa nunca terminó o triunfó hasta hoy con todos sus valores bíblicos.Pero cabe recordarle que la Revolucion inglesa solo dura 7 años, de 1642 a 1649, y realmente tiene mucha menos o ninguna influencia en las artes que
la reacción contra ella: la Restauración laica de Carlos II que, mucho antes (1660) que la Revolución Francesa, de la cual es la fuente directa de inspiración, ataca la Biblia, reivindica la tradición clásica pagana y libera la cultura de la servidumbre eclesiástica para dar nacimiento a la modernidad tal y como la conocemos hoy en día.

Es en la Restauración inglesa anti-bíblica y neo pagana que nace el periodismo, la novela profesional y la críitica literaria. Los escritores puritanos como Milton se ven obligados a exiliarse de la vida pública y las sectas que habían participado en el primer regicidio de la era moderna, el de Carlos I, como los cuáqueros y los anabaptistas, fueron silenciados, detenidos y censurados ( y se fueron a América, su práctica puritana sobrevivió y determina actualmente la cultura neoliberal incluída la "crítica" corporativa y el "Arte comprometido" y donde cada artista es un nuevo Sir Hudibras presbiteriano). Los escritores como Pope, Swift y Dryden, no solo simpatizan con la Roma pagana sino que se vuelve una especie de competencia el traducir las Sátiras de Horacio y Juvenal tratando de borrar la histeria puritana de la Revolución en pos de la Ilustración y buscando un nuevo tono.

Cuando se lee un texto tan fervoroso, tan denso, tan salmantino y erudito como el de Jiménez, con traducciones del alemán y con una sensación de habilidad lingüística tal pero a la vez tan poco claro, es inevitable remontarse a las sátiras que sobre el lenguaje oscuro, el lenguaje anti-moderno por excelencia, se hayan escrito. Aunque el autor no mencione en él a Derrida, Baudrillard o el posmodernismo. No hace falta. Ni eso ni sobreactuarse más de lo obligado con Descartes o Kant.

Finalmente, el problema aquí no se reduce a una discusión erudita sobre arte o historia sino a un momento, el actual, en el que la política avanza a pasos agigantados hacia su teologización gracias entre otros al arte social "contemporáneo" y la filosofía de Levinas. Un momento que nos recuerda mucho aquel punto histórico en el que el puritanismo quiso apoderarse del estado laico en Inglaterra, lo que afortunadamente y gracias a la reivindicación de la razón política moderna por Hobbes, Locke, Hume y la Restauración no logró ya nunca más. Hasta ahora… Es por eso que apreciar lo hecho entonces por la modernidad temprana en contra de la teologización del estado, la política y la cultura es mucho más que una curiosidad histórica: es como adoran decir los artistas "políticos" en su jerga neo-puritana, ineludible, urgente.

Carlos Salazar

 

"La percepción implica compromiso"

Estoy de acuerdo con Salazar cuando dice que la parte más importante de la cuestión que nos ocupa no es su pasado sino su aspecto actual. Si recurrí a la erudición histórica en mi conferencia fue por el deseo de situar, desde una perspectiva filológica, la pregunta por las relaciones entre la modernidad y la antigüedad planteada por Buergel. Sé que la filología siempre es insuficiente, aunque nunca es inútil. La historia de las transformaciones experimentadas por el significado de las palabras es sintomática de los cambios históricos que determinan dichas transformaciones. Pero repito, la cuestión es actual. Y es en el terreno de la actualidad donde realmente se dan las diferencias más importantes entre la posición de Salazar y la mía, que pueden condensarse en torno al nombre y el pensamiento de Hobbes. Para Salazar, el filósofo que piensa por primera vez de la manera más radical la autonomía del estado moderno, es sobre todo una figura positiva porque contribuyó decisivamente con sus consejos a que el rey Jorge II restaurara la monarquía en Inglaterra, después de siete años de "desordenes" revolucionarios promovidos por los puritanos. Restauración que dio lugar -asegura Salazar- al nacimiento del periodismo moderno, a la novela profesional (¿) y a una literatura animada por los talentos de Pope, Swift y Dreyden entre otros. Todos ellos admiradores de la Roma Imperial y su literatura. Para mí, en cambio, Hobbes es ante todo el filosofo  por antonomasia del estado absoluto moderno, cuyas duraderas lecciones resumió en las fórmulas "el soberano decide el estado de excepción" y "el soberano decide el enemigo" Carl Schmitt, ese gran teórico del estado fascista. Y aunque Salazar insista en que gracias a Hobbes y a su discípulo Jorge II el estado se libra de la tutela eclesiástica, no es menos cierto que la teología sigue teniendo un papel en el desciframiento de la teoría hobbesiana del poder. Y no lo digo solo porque la monarquía inglesa aúne en una sola figura la soberanía política y religiosa -el rey de Inglaterra es también la cabeza de la iglesia anglicana- sino porqué lo que hizo realmente Hobbes  fue atribuirle al estado la omnipotencia divina, tal como la misma fue pensada por los teólogos medievales que defendían la soberanía papal. En realidad el viraje decisivo hacia el laicismo del estado moderno lo produjo la revolución americana, cuyos dirigentes políticos y cuyos pensadores se inspiraron más en John Locke, en Rousseau y en Montesquieu que en Hobbes. Su laicismo, sin embargo, tenía componentes religiosos decisivos como lo demuestra el hecho de que la estructura del Estado surgido de la guerra de independencia norteamericana se ciñera al principio fijado por Thomas Jefferson: "El Estado debe actuar como si Dios no existiera". Ese "como si no existiera" funda la especificidad del teatro político americano, en cuanto es  una convención homologable a la que rige en cualquier teatro donde actuamos como si la acción representada en éste fuera real. El teatro político americano es un teatro de creyentes que actúan como si no lo fuesen. Y es en ese marco político donde Alfred J. Barr funda el MoMA de Nueva York cuya White box, propone una experiencia estética enteramente mística como ya dije en mi conferencia. Una experiencia que también suspende las creencias y que por lo mismo puede ser compartida tanto por los creyentes de las diversas iglesias cristianas que dividen al pueblo americano, así como por los creyentes en el judaísmo e incluso por los no creyentes y los ateos. La novedad de la propuesta de Barr, con respecto a la de Jefferson, consiste en que dicha caja, a diferencia del parlamento norteamericano, actúa como si los partidos políticos no existieran. De allí que sea más ecuménica, o para decirlo en los términos de Antonio Gramsci, que resulte una formula más refinada de hegemonía que la institucionalizada por ese parlamento.

La situación actual sin embargo es otra, y no solo porque el régimen político implantado por Bush esté permitiendo que los creyentes norteamericanos socaven el principio jeffersoniano de hacer política como "si Dios no existiera" sino porque el propio modelo de la White box está igualmente
en crisis. Ya lo dije en la conferencia: la transformación de los museos de cualquier tipo, incluidos los de bellas artes, lo somete a la lógica de la sociedad del espectáculo. O sea a la obligación de emplear las impactantes técnicas mediáticas y publicitarias, que masifican el público museístico y tienden a convertirlo en una masa distraída, de atención flotante, siempre carente del tiempo suficiente para entregarse a ese ensimismamiento de la experiencia estética entendida como experiencia mística. Tal y como propuso Antoni Muntadas, cuando intervino en el pabellón español en la pasada edición de la Bienal de Venecia: "La percepción implica compromiso". Hoy, sin embargo, pocos están dispuestos a asumir ese compromiso.

Carlos Jiménez