La Maloca. Arte en el postconflicto

Tal vez sea la muerte del arte. Del espectáculo. Y llegue en cambio esta pequeña escena, tan íntima y tan distante del ancho mundo. Tan a salvo de lo espectacular. El cadáver sigue preso. Lo tienen como rehén y será imposible siquiera darle sepultura. Antígona no es la mujer, es el cadáver. Es la acción testamentaria de dar sepultura al cadáver. El duelo imposible que ha pasado a ser ese cadáver insepulto. Ese cuerpo herido por tanta fragmentación. El cuerpo del arte.

Al otro, al mísero cadáver de Polinices, aseguran que ha hecho proclamar a los ciudadanos que nadie le dé sepultura ni le lamente, sino que le abandonen sin llanto, sin tumba, dulce tesoro para las aves que oteen por el placer de cebarse.

Antígona, Sófocles.

 

Un taxi amarillo me lleva a  La Maloca, podría haber subido a pie pero estoy sobre la hora y no quiero llegar cuando todo haya comenzado. El taxista es conocido y se sonríe al reconocerme, hace un tiempo me llevó por Los Robles en busca de la dirección de un conocido que está empezando a construir su casa por estas montañas en un pedazo de tierra que curiosamente se llama El cielo, como si la cifra de toda nuestra desazón necesitara de un pedazo de tierra promisorio para guardar todavía las esperanzas. Es raro hablar de taxis en las montañas, en las zonas que hasta hace pocos años estaban cubiertas de pastos y malezas nativas y habitadas por lugareños que han terminado por abandonar sus tierras desplazados por el impacto de la burbuja inmobiliaria que ya cerca los campos y los territorios más apartados de Colombia. Caminaría para llegar a La Maloca pero a pesar de vivir aquí hace un par de años sé que me desoriento y  que voy a tardar mucho   intentando reconstruir el borroso plano mental que tengo de este sitio.

Acababa de regresar de un largo viaje. En El Dorado me entró la premura, después de dos meses me hacían falta las piedras, el desierto, el silencio y la estéril calma de la provincia. La calma de estas dos calles en que artificialmente el tráfico se para y el pensamiento puede discurrir en lo ancho de esta plaza, aunque afuera a pocos pasos de aquí exista la verdadera Colombia y todo esto no sea más que un vano espejismo de una tranquilidad pastoril tan esquiva en los tiempos del postconflicto.

Sólo había pasado el viernes y traía todavía el desconcierto del cambio de aires, de esos paréntesis vitales que trae el viaje, cuando trasladamos ficticiamente la mesa de trabajo y la instalamos en ese apartamento diminuto que se abre sobre Charcas y sobre las noches en que el jazz taladra nuestros oídos en la sala de la casa de ese arquitecto decó, al que perseguimos incansables en esos recorridos que nos devolvieron en el tiempo cuando Buenos Aires era una metrópoli y Alejandro Virasoro construyó sus palacios abstractos. Así que cada tarde hacíamos el trayecto de un recorrido conectando las casas y los palacios de esa obra imaginaria que debió proyectar Virasoro en su cabeza imaginando cómo su impronta se iba dibujando como una señal indeleble en las calles de Buenos Aires. Mirábamos hacia arriba buscando reconocer los signos que hacían visible y reconocible el que una fachada pudiera corresponder a un nombre. Y así por muchos días se borró la ciudad, la otra ciudad y sólo apareció la ciudad de Virasoro. Hasta esa tarde en que la luz comenzó a faltar y sólo quedó un pedazo ínfimo de luz que alcanzó para distinguir esas dos esculturas tan significativas en la fachada y pudimos distinguir la placa del arquitecto que casi no se veía, pero alcanzó la luz para leer que allí, justo en la posición en que estábamos apuntando con nuestros visores hacia la fachada, había una placa que anunciaba el asesinato de un periodista y que allí había funcionado un periódico, y supusimos que el periodista salía o entraba de su periódico y que ahora paradójicamente allí había una bandera azul y blanca, la bandera nacional,  con el sol un poco desteñido y anunciando que era un edificio policial.

En el terminal me subí al taxi con mis maletas y con los libros que traía de lejos, como una obstinación en seguir buscando algo en los entrelíneas de los textos que uno suele leer obsesivamente buscando una respuesta, mientras va pasando las páginas y toma algún apunte en la libreta, con la tinta negra que aún rueda por esa página.

Me encontré con el anuncio en mi bandeja de correo y pensé que después de tanto tiempo viviendo aquí todavía no había ido a La Maloca. En el taxi me sentí otra vez extraña. Es raro un taxi por las montañas. En los años de su construcción estos parajes debieron estar vírgenes no como ahora en que a pesar del aislamiento uno se siente como viviendo en un barrio aledaño a la capital distante unos cientos de kilómetros pero finalmente cercano y predecible. Llegaba a La Maloca sobre el tiempo del comienzo de la función pero sabiendo que  aquí todo es impuntual y sin horario y casi no importaba el retraso. Al llegar me dijeron que todavía había que esperar unos ajustes. Entonces nos hicieron pasar a la cocina y esperamos reconociéndonos como lugareños que se han visto y que apenas si se saben los nombres de sus coterráneos. Igual es una ilusión de amistad, aunque nos saludemos estamos todos incomunicados. Tan aislados como ermitaños en sus cuevas insalvables.

Ya en la montaña no me importó el tiempo ni la espera. Los pocos que llegamos  tomamos café en la cocina mientras duraba el comienzo de la función, esperábamos sentados en derredor de una mesa en una construcción aledaña a la maloca, reíamos y hablábamos de cualquier cosa haciéndonos gestos de reconocimiento porque varias veces nos habíamos divisado en las calles del pueblo. Éramos apenas  unos pocos,  casi todos eran conocidos de Beatriz Camargo, quién había fundado el Teatro Itinerante del sol hacía más de 30 años atrás. Antes del comienzo Beatriz nos miró atentamente a cada uno, vestía de negro y tenía esas botas cortas de plástico que usan las mujeres del campo. Bajo su sombrero habló del teatro. Como si impartiera una lección a sus nuevos discípulos, oyéndola, me quedé pensando en esos peregrinos que siglos atrás emprendían la búsqueda por caminos aislados y difíciles, y en que ahora siglos después los que vinimos a estas montañas y desiertos buscando encontrar algo de soledad y de silencio nos vamos tropezado diariamente con el ruido de las motos y con los innumerables metros de plástico de los invernaderos y los cientos de casas que han ido pululando por doquier haciéndonos quedar expuestos y desprotegidos en esa inútil búsqueda. Beatriz dice que hay que transmutar la tragedia griega para poder decirle adiós y poder abrazar por fin esa dharmaturgia que es lo que venimos necesitando con urgencia, ahora que el miedo nos ronda, y que ni en estas montañas hay paz porque nos ha llegado hasta aquí también la zozobra. Beatriz está de negro, mira y sonríe pero nos hace sentir que lo que dice es serio. Y así se impone por un instante el silencio mientras nos quedamos mirando ese ojo de agua de la maloca. En el piso de tierra.

Súbitamente comienza un canto bellísimo. Es una sola voz que refiere  la voz de Antígona y su profundo sentir. Apenas cesa la música, oímos la voz que hace un esfuerzo por hacerse oír a través de las muchas capas de vestido que lleva y que cubren su rostro, cada vez la voz se hace sentir más enérgica emergiendo de las profundidades de esas capas. Como una gruta en que estuviera presa la voz de Antígona. Mientras tanto suena un tambor que acompasa los rápidos  giros de esa masa de ropas. Atravesándola se escucha la respiración que da cuenta de  la fatiga.  De pronto se oye un grito. Entre mí pienso con algo de pudor si todavía estamos en disposición de sorprendernos. Pero sale tan doloroso bajo esa capa de telas. Que quizá sea imposible no estremecerse.

Es raro oír el nombre de Tebas en una maloca, en esta Colombia tan alejada del origen de esa civilización remota. Al compás del tambor profundo el actor gira rápidamente y cada vez la sensación en el público es más visceral.  Hasta que un niño  sale asustado por una ventana seguido de su madre  y una ráfaga de aire inunda el espacio y alivia la tensión de todos nosotros.

El niño asustado me hizo recordar que me daba terror el teatro, el  tener que presenciar tan de cerca a los que actuaban y tener que escuchar su respiración y cómo de pronto sentía que era yo quién me estaba mirando a mí misma en ese espacio diminuto y cerrado.

Me pregunto si todavía sigue teniendo consistencia un disfraz  y el parlamento de un actor, en la representación, un disfraz y un actor lanzados contra el silencio artificial de un público y si no es el silencio a donde se dirige en adelante toda representación. Al cuerpo desnudo, sin voz. Porque se trata de un cadáver insepulto. El que denuncia esta Antígona. Bajo mis pies hay tierra. Y cerca. Muy cerca. Fuego.

¿A dónde vuela tu resentimiento, qué cosas arden en tu corazón?

Tal vez sea la muerte del arte. Del espectáculo. Y llegue en cambio esta pequeña escena, tan íntima y tan distante del ancho mundo. Tan a salvo de lo espectacular. El cadáver sigue preso. Lo tienen como rehén y será imposible siquiera darle sepultura. Antígona no es la mujer, es el cadáver. Es la acción testamentaria de dar sepultura al cadáver. El duelo imposible que ha pasado a ser ese cadáver insepulto. Ese cuerpo herido por tanta fragmentación. El cuerpo del arte.

Todavía vemos ante nosotros la máscara y pensamos en que aún produce efectos. Sin embargo me veo en la necesidad de sustraerme por un momento para poder mirar, ya no teatralmente ni en un modo particular, necesito salirme del velo de la representación que por un par de horas pretende capturarme y depositarme en ese círculo previo al que deben dirigirse las miradas de todo espectador. El círculo que evoca el origen de la creación cuando por primera vez el actor comenzó a musitar la primera palabra. Poder y traición nos miran. Pero no podemos saber si los ojos habrán podido sustraerse del engaño. De la mentira del arte.

Gente de Tebas que miran y se esconden como monos curiosos.

El actor parece hablarnos buscando alguna respuesta y que de alguna manera nos identifiquemos con su angustia. Esa angustia debería recordarnos nuestra propia devastación, la devastación de estas tierras, nuestro propio cadáver.

¿Qué ha ocurrido en mi patria para que ojos tan jóvenes me miren con tanta tristeza?

Así sigue girando Antígona en esta maloca desterrada y dónde este sábado algunos pocos han venido a congregarse en derredor. Las capas superpuestas de todas las vestiduras esconden el rostro que pronuncia la verdad.

No es patria lo que es posesión  de un solo hombre, crece ese abandono que llamamos muerte.

Tiresias, el anciano vidente cegado para poder ver, se acerca al rey. Ha muerto el arte pero su cadáver permanece como una señal. Estamos en la maloca, somos apenas unos cuantos espectadores de  este teatro humilde.

Bajo esas capas de tela roja, de tela blanca,  desde donde apenas es posible hablar como si se tratara de una sepultura, se escucha la voz de Antígona, una que seguirá su itinerancia contándonos cómo el presidente de la paz decretó la muerte al sector artístico al que tantos golpes harán desaparecer.

Se sabe que en cuatro días el ministerio de la defensa y la fuerza pública de Colombia gastan el equivalente al presupuesto que el gobierno ha designado como presupuesto de un año para la cultura. El presupuesto para la cultura se redujo en 32 mil millones.  También ha sido recortado el presupuesto para la ciencia y la investigación. Lo mismo que el presupuesto para la educación.

 

Claudia Díaz mayo 30 del año 2017