iluminación y mampostería

Una exposición comienza por su invitación: en la de Zafiro y Acero, de Edgar Germán Ruiz, hay un bombillo visto de frente, empotrado en una pared cruda y gris: no está fundido, su filamento de tungsteno, intacto, está apagado, la superficie cilíndrica refleja la ventana de una habitación; el bombillo no encandelilla, deja ver, intriga, extraña, entiende uno el interés que tuvo Jan Van Eyck en 1434 cuando en el retrato de los Arnolfini pintó un espejo convexo que reflejaba una visión completa de la escena: una ilusión pre-fotográfica capaz de atrapar y cerrar un espacio en una sola imagen. Pero no iluminemos en exceso, lo que vemos es una asociación acertada de dos elementos cotidianos (bombillo y pared) y un efecto (el reflejo), una invitación, un breve lapso que atrapa un momento y abre un espacio en nuestra ociosa imaginación.

Una exposición sigue con las obras (y no hay que hablar de todas). En dos de ellas aparece de nuevo el bombillo: ajenas a los extremos por donde circulan otras obras que se entregan con simpleza a ser arte sobre arte, o que asocian materiales con poca gracia, estas dos piezas renuncian a ser “contemporáneas” (como a un apellido que da pedigrí), logran ser extemporáneas; esto se refuerza con otra pieza que da un carácter intemporal al conjunto: un volumen de cemento gris con un hueco y un péndulo circular, un reloj anónimo sin horas.

Zafiro y Acero está en el tercer piso de la galería y/o fundación Valenzuela y Klenner; un espacio en construcción, crudo, sin guardaescobas o dilataciones de bronce en el suelo, afín a lo expuesto por Ruiz: una serie de obras que saben estar ahí gracias a un trabajo cuidadoso y bien medido que las funde con las paredes del lugar en un límite pictórico que da placer ver. El “maestro” Ruiz ha hecho un arte de ferretería, de tres pesos, pero de inmenso valor y, en unas piezas más que en otras, ha logrado hacer algo escaso en la plástica local: concretar

Una exposición se cierra —mas no termina— con los títulos: aquí el bautizo de las piezas (“Casting Time”, “Luz Sólida”, “Díptico (Pectus)”) borra con el codo lo hecho con las manos, una astucia habitual en algunos “maestros”: ornamentan con lírica, opacan la forma con cortinas de humo efectistas, útiles para el fluir ideológico, que falsean y ocultan logros plásticos irrefutables (ejemplo: “Shibboleth” de Doris Salcedo). Nada como la píldora de sensatez escultórica de la imagen de un bombillo apagado que no encandelilla y deja ver la exposición: sabe estar ahí, invita.

—Lucas Ospina

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