German Ortegón: Imágenes con relatos (e historias) aun no contadas

Para comentar la serie fotográfica que Germán Ortegón ha titulado “Lo que fuimos”, realizada en los últimos cuatro años, empiezo por exponer tres ideas, aparentemente desconectadas:

La primera es una constatación: en las historias del post-conflicto de América Latina, la importancia que ha tomado la memoria de la guerra, la invocación del recuerdo de los hechos y de las víctimas, han sido siempre iniciativas torales que permiten no solo el reconocimiento trágico de los eventos que han construido el pasado inmediato que se espera dejar atrás, sino que también, sobre la base de ese esclarecimiento, esas memorias hacen posible hacerle frente a un futuro distinto: son actos de duelo, de justicia, de reivindicación y de compromiso, para no repetirlos y buscarles reparación.

Por otro lado, cuando la historia parece no poder tejer en la memoria colectiva los lazos entre las fuentes, entre la herencia material y el presente, ya porque no hay testimonios vivos que puedan identificarse o recogerse, y lo que parece imponerse es el escenario a veces macabro de los datos faltantes, la literatura (no me refiero aquí a la avocada deliberadamente a la ficción) empieza inevitablemente a ocupar los vacíos que estos objetos por si solos no pueden llenar. No significa que los objetos sean mudos, sino que, en cierto modo, o han enmudecido o nos hablan de un modo en que solo vertebrando, con imaginación, parte de ese discurso que se encuentra perdido, pueden ellos empezar a re-construir su propio lenguaje.

La última idea, viene de mi propia experiencia como curador: en el momento en que los recintos que pensamos vacíos (aquellos ‘cubos blancos’ que pretenden construir como fondo neutro los museos y algunas galerías de arte), empiezan a ser habitados por los objetos y las obras, incluso si no existe una comunicación previa entre ellas, que haya sido antes ensayada, estas empiezan a establecer un diálogo entre sí. La curaduría de una exhibición, en parte, es solo la administración de este dialogo casi ‘natural’ o más bien espontáneo, que las cosas tienden a establecer cuando se tiene la suficiente sensibilidad para conectar esos lugares intermedios: no es la reunión de las obras, sino, más bien, el énfasis en ese espacio que pensamos vacío y que se construye entre las obras. La curaduría es un trabajo propiamente intersticial.

La certeza de que los objetos son piezas mudas, que solo hay que sentirlas o apreciarlas por su aspecto, ha llegado a ser para mí casi una superstición: todas tienen una historia que contar y, también, una realidad presente que compartir junto a los objetos que colocamos alrededor. En una mirada curatorial, ese espacio vacío, intencionalmente ocupado por ideas y emociones, es lo que se exhibe en primer plano: las obras constituyen estadías de sentido temporal durante el desplazamiento de los/las espectadores/as por las salas. La paradoja aquí es que podemos apreciar la curaduría y detestar las obras, y podemos también detestar la curaduría y apreciar las obras. Cuando destacamos ambas cosas, simplemente asistimos a una experiencia privilegiada, cada vez menos frecuente.

La serie fotográfica de Ortegón me ha llevado a pensar en estas tres cosas, simultáneamente. Lo que aquí se exhibe, en un primer registro o conjunto, son imágenes de espacios abiertos y, sobretodo, detalles de lugares antes habitados pero actualmente dejados al abandono. La historia del desplazamiento forzado a causa de la violencia es la huella diseminada de estos terrenos casi fantasmales, que quedan como testimonio ambiguo de lo que las estadísticas revelan como la más abrumadora cifra de víctimas en este conflicto armado interno. Pero Ortegón registra aquí el drama del despojo de un modo oblicuo: no son las personas, las familias enteras que dejaron en un momento sus tierras y sus propiedades; no es su drama en los centros urbanos o haciendo parte de la guerra en alguno de sus bandos; ni lo que pudieron llevarse consigo: las imágenes nos muestran el aspecto actual de lo que, por algún motivo, no pudieron llevarse.

¿Qué hay en estos objetos? ¿Qué hay en lo intocado de estos objetos? Muchas veces, las cosas nos revelan algo de esas actividades que, sin duda, las familias pensaban ya no podían desempeñar en los nuevos lugares a los que irían: una enjalma que cuelga de un techo para una bestia de carga que acompaña la faena del arriero, viejas canecas de leche de metal, molinos para el café, vasijas de barro para el guarapo. Algo de esto se conecta profundamente con el título de la serie: “Lo que fuimos” es precisamente lo que ya no seremos; arrieros, ganaderos, campesinos… En cierto modo ese pasado inscrito en los objetos es cuestionador e inquietante: estos son dejados porque no podrán ser útiles en los lugares que esperan, con esfuerzo, habitar luego del inevitable destierro.

Pero también hay otro tipo de objetos que, aun cuando puedan ser útiles, son un lastre en un camino que puede resultar largo, acaso también impreciso, y donde lo mejor es andar ligero: muebles, colchones; zapatos, ropa en todas partes, menaje y loza en la cocina… Y un tercer grupo que, de algún modo, carga algunos de estos recintos de un aura de fervor cultual que, o se decidió dejar a posta o habría sido incluso olvidado: una escultura maltratada de una virgen en una pequeña gruta, marcos colgados de las paredes con imágenes religiosas y de familiares, combinadas; o el retrato en una repisa de un familiar sirviendo en el ejército al lado de un reloj… como si fueran una suerte de blasón protector que ha de cuidar los recintos durante ausencias que se piensan indefinidas y, acaso, permanentes.

A fines de la década pasada, el arqueólogo norteamericano Jeffrey Quilter del Museo Peabody de Arqueología y Etnología de Harvard, destaca un hallazgo: el reverso de una página que había sido sepultada junto con varios otros documentos en una Iglesia católica que colapsó a mediados del Siglo XVII, en el norte del Perú, llevaba trascripciones desde números arábigos (del sistema decimal) a palabras de una lengua muerta y desconocida que habría pertenecido a un pueblo indígena, considerado hoy también extinto (o que desapareció sin dejar otro rastro). “Los arqueólogos viven de las desgracias de otras personas”, declara, al hacer énfasis en cómo la ruina inesperada de la arquitectura religiosa de un culto, instituido en la época colonial, logra preservar finalmente el único testimonio de la multiplicidad étnica y cultural de la América precolombina en esa región específica: una zona que fue, en su diversidad, devastada por la cultura de quienes habían erigido la iglesia que intempestivamente se desplomó. Aun cuando para algunos/as, la ironía de este acontecimiento parece desbordar la realidad (sobre todo si se piensa equivocadamente que la realidad no es buena para transmitir metáforas), algo del ojo del arqueólogo habita en proyectos como el que aquí se comentan: las fotografías proceden de municipios de la Provincia de Gualivá, en Cundinamarca (a 120 Km. al Noroccidente de Bogotá), donde los remanentes o repercusiones de las muertes, en este caso contemporáneas, definen una intempestiva huida y éxodo que se suma al de miles de personas, y sobre cuyas particularidades no es fácil indagar.

Si bien ellas mismas quedan disgregadas o dispersas entre las millones de víctimas de desplazamiento forzado interno en Colombia, sus vestigios y despojos aislados dejados en estos lotes de muros agrietados por el tiempo y con musgo o yerba ocupando los ambientes, y que aún se mantienen allí, muchas veces intactos, respetados por quienes hasta ahora los hayan encontrado (incluso si antes que Germán Ortegón hubiera decidido fotografiarlos, al hallarlos casualmente en sus recorridos de andariego por el país), parecen poner en evidencia que las historias oficiales son, casi siempre, solo un fragmento ínfimo (o un residuo con pretensiones de síntesis) entre los miles de relatos que no han podido o querido realmente contarse.

La literatura no va a contravía de la historia, salvo cuando la historia se opone a la vida. Quizás, en su origen oral primario, o materialmente inestable, ella ha sido la forma que la humanidad ha encontrado para revertir la falta de registro fijo o duradero de las historias, y así mantener en la memoria de cientos de existencias, en secuencia o sucesión, hechos cuya distancia temporal los habría perdido para siempre. El mito no es un modo de adulterar, maquillar o deformar un relato: es el modo de darle una vida que exceda la anécdota o la implicación solo inmediata del incidente, vinculando pasado y presente como tiempos fuertemente imbricados; con influjos, interacciones y cíclicas actualizaciones rituales. Tanto la historia como la literatura tienen en común la función de darle sentido a los acontecimientos: no dejarlos dispersos, como fragmentos incapaces de articularse a una narración y tejer los lazos necesarios para permitirle un futuro al pasado. El porvenir de lo arcaico, ambos como épocas próximas con las cuales, quien narra la historia o relata el testimonio, se sienta completamente implicado/da.

Construir con palabras, sin desdeñar los datos, el vínculo necesario entre aquellos objetos que quedaron al margen de la historia, es también hacer énfasis en el diálogo: la articulación entre los objetos y las personas, ausentes o presentes, que se suponen disgregadas o autónomas. Es convertir la dicha y la catástrofe, aparentemente ajenas, en un relato propio e interpersonal.

En la antigüedad se pensaba que la oralidad estaba prioritariamente dirigida a los vivos, mientras la escritura era considerada un intercambio de opiniones con los muertos o, más precisamente: con quienes aún no están vivos. Las formas de documentación de la oralidad en la era de las telecomunicaciones hacen que esa ruptura sea cada vez más absurda: alguien como Ortegón, que se ha dedicado tantos años al lenguaje del registro audiovisual, sabe que todo documento de oralidad plasmada es capturado para el mañana y también para el hoy.

La función intersticial, que comentaba propia de la curaduría, es también aquella capaz de conectar objetos de distintos tiempos a un discurso (no tanto rigurosamente veraz, cuando si verosímil) que debe ser una experiencia en tiempo presente: como Jean-Luc Nancy cuando, en una suerte de lapidaria crítica a una etapa de la historia de la filosofía, destaca que más que de un “olvido de ser”, el problema ha sido el de un “olvido del entre” (que es, en gran medida, el verdadero lugar del ser).

En esta serie de fotografías, en las que aún no se ha alterado la disposición de las cosas encontradas y solo se ha buscado el enfoque, el encuadre y la iluminación natural más adecuada para lograr el registro de a imagen, Ortegón ha conseguido construir un lenguaje donde normalmente, se piensa, este no ha existido: permite a los objetos abandonados desplegarse en la superficie de una imagen, como si se tratara de un nuevo territorio, y despertar recuerdos de lo que, siendo parte de un pasado que aún no hemos compartido o no hemos vivido directamente, somos invitados/as a despabilar, habitar y re-vivir.

 

Emilio Tarazona

 

Ficha técnica para todas las imágenes:

Sin título (de la serie «Lo que fuimos»), 2013-2017. Fotografías, 50 x 60 cm. c/u

1 comentario

Es muy interesante lo que se puede ver simplemente en las fotografías,saber que cada objeto tiene una historia que contar pero muchos no lo podemos escuchar,esas historias que relatan cada uno de los echos trajicos de nuestro pais por la violencia que viven las familias del campo.
No nos detenemos a profundizar todo lo que dejan atrás para empezar una nueva vida.