espectadores de arte in extremis

En el a veces no suficientemente agitado planeta de las artes (de todas las artes) cada vez se vuelve más evidente que los únicos (sí, los únicos) que pueden reactualizar y volver a hacer estallar la potencia de una palabra tan deteriorada como lo es la palabra revolución son los espectadores.

Porque la gran aventura estética (en lo que queda de la estética) en este milenio ya no está en manos de los artistas-emisores en tanto productores de objetos, de acciones o recursos semánticos, sino en el público-receptor cuyo poder crece día a día. Y no me refiero a ninguna reificación, sino todo lo contrario. Los números y porcentajes pueden ser un indicador más, pero jamás un valor totalizante.

En un monográfico incluido en su libro Diseño y delito, Hal Foster acierta en el síntoma pero falla en el diagnóstico cuando afirma: “el crítico de arte es una especie en peligro. En las críticas culturales de Norteamérica y Europa occidental uno encuentra escritores pluriempleados como críticos, artistas que simultanean ambas actividades o filósofos en libertad, pero a casi nadie que se defina pura y simplemente como ‘critico de arte’. Más rara aún es la escasez de críticos de arte prominentes en revistas de arte como Artforum. ¿Qué ha pasado con esta figura que, sólo hace una o dos generaciones, avanzaba a grandes pasos por el paisaje cultural con la fuerza de un Clement Greenberg o un Harold Rosenberg?” (Crítica de arte in extremis, 2002).

La figura del crítico de arte ya no existe más que como caricatura (entre nosotros, nadie en su sano juicio pretendería reclamar o pretender el prestigio y la influencia que tuvo en sus años un Romero Brest), pero su espacio no sólo no está en crisis, sino que jamás estuvo –como muy bien subraya Foster- tan disputado.


Forman una sobreextendida legión los artistas que fundan sus prácticas en los territorios que antes eran hegemonía del crítico. Es muy citado el momento en el que un artista como Paul Klee pide disculpas en público por hablar de arte (“al fin de escapar del oprobio goetheano del crea artista y no hables”), pero la modernidad ha quedado definitivamente atrás en muchos aspectos y hoy son pocos los artistas que no experimenten la necesidad de avanzar por zonas que tradicionalmente les resultaban más que ajenas.

En otro libro tan necesario como El nacimiento del individuo en el arte (2005), que compila ensayos de Foccroulle, Legros y Todorov que nos aportan una crítica certera sobre la historia de la invención estética del individuo, ya se vuelve innegable que en el principio no era sólo el artista monologante sino que ya estaba preparado el camino para la irrupción del sujeto más moderno en este casting: porque el espectador-receptor de arte (de arte como práctica laica) apenas tiene tres siglos, ya que nace como figura a fines del siglo XVIII. Sin espectadores libres, la tan pretendida autonomía del arte nunca hubiera podido siquiera formularse.

En una época de excesos, donde la información es el máximo y tan necesario exceso (por favor, no dejen de leer Contra la comunicación, de Mario Perinola) en la cual la Historia terminó por fragmentarse en decenas de historias (del arte, de la vida privada, de las mujeres, de las comidas, etc, etc, etc) el receptor especializado es la pieza clave por excelencia. En la puerta de mi estudio tengo pegada una viñeta de Fontanarrosa con el siguiente diálogo; dice el viejo caballero “sepa usted, Marisa, que yo soy la figura más codiciada de la literatura actual”. Su interlocutora lo indaga: “Caramba, Bernardo… ¿Es usted escritor?”, a lo que el primero responde “No. Lector”.

El futuro de las artes ya se comienza a determinar en la construcción de la figura del espectador. Un espectador todo lo contrario de pasivo.
En los sesentas, en los primeros y decididos pasos de muchas de las prácticas artísticas que hoy llamamos contemporáneas, no pocos artistas realizaron obras participativas, aunque el status de participación de espectador muy poco tenga que ver con lo que estoy diciendo. Como los usuarios de los videojuegos, todas las alternativas de participación estaban entonces determinadas de antemano.
En el origen del artista semionauta no encontramos a Yves Klein, sino a Roland Barthes.
Si señoras y señores. Aunque su figura sea menos conocida, Lester Bangs hoy nos resulta tan necesario como Brian Eno. Un músico altomodernista como Cage lo sabía muy bien: la clave está en el escuchar.

Son muchos los antecedentes de este giro, al menos desde la posguerra. No tenemos más que pensar en la Nouvelle Vague, sino los creadores al menos los grandes difusores del cine de autor. Godard, Truffaut, Rohmer, Chabrol: un nuevo tipo de crítico artista estaba en marcha. Contemporáneamente pero antes, los escritores del Nouveau Roman, comenzando con el siempre provocador Robbe-Grillet, se ajustan de sobremanera a lo que comento.
Entre nosotros, Borges escribió: “Que otros se jacten de los libros que les ha sido dado escribir; yo me jacto de aquellos que me fue dado leer”, dije alguna vez. No sé si soy un buen escritor; creo ser un excelente lector o, en todo caso, un sensible y agradecido lector.«

Rafael Cippolini

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