Escuela de rebeldía

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En mayo de 2004 la revista El Malpensante hizo referencia a la muerte de Hernando Valencia Goelkel y reprodujo un artículo suyo titulado “¿Cuándo toca?”. El texto giraba en torno a las protestas estudiantiles y a una proclama que el escritor vio en una universidad y que “trazada laboriosamente contra la superficie irregular de una pared de ladrillo… rebota, por así decirlo, en la mirada. Dice en letras alargadas y comprimidas horizontalmente: “Juventud sin rebeldía es servidumbre precoz”.”

Ante la frase, Goelkel se pregunta: “¿Comprenderían, el joven fervoroso o la muchacha excitable que la escribieron, el contenido de desolación que encierra la frasecita?” Y reflexiona: “Pues mencionar la “servidumbre precoz” implica que hay un tiempo inevitable para la sumisión: que ellos, los jóvenes, que todos habremos de ser complacientes, serviles acaso; la exhortación se dirige a serlo en su debida oportunidad. Lo reprobable no es la claudicación en sí, sino la claudicación “precoz”.” Más adelante, añade: “¿Cuándo, entonces, dejará de ser precoz la servidumbre para convertirse en la actitud “madura” (presumiblemente), en el talante apropiado que ya no desentone? ¿A los treinta años? ¿A los cuarenta? ¿A los cincuenta?” Y concluye: “Tal vez lo que cuente no sea la edad del calendario sino otras circunstancias: el primer hijo, el primer empleo, la primera compra a plazos, la primera chequera.”

Goelkel dice que lo que más lo desconcierta de la frasecita es “su carga de sentimentalismo”, un fatalismo inefable que vive de “clisés culturales”, “un arquetipo cultural elaborado por quienes dejaron de ser jóvenes, o por quienes nunca lo fueron”, por alguien que es incapaz de comprender que “ser joven significa vivir un momento de la vida tan áspero y tan duro como los demás”. El final del texto es contundente, dice que el joven que acepta esa proclama “está viviendo no su juventud sino una juventud aprendida. Se le ha enseñado que toca ser rebelde; lo que no se le dice es cuándo ni por qué tocaría dejar de serlo.”

Las reflexiones de Goelkel sirven para leer algunos actos de comunidades universitarias en las últimas semanas; por ejemplo, los estudiantes de la Universidad Tecnológica de Pereira dieron visibilidad a más de un mes de protestas tomándose una plaza pública. En respuesta al llamado de altavoz que los convocaba con un tono sarcástico y macabro: “¡No hay plata para la educación! Ja, ja, ja, ja, ja, ja, ja…”, un grupo numeroso de personas ocupó la plaza para hacer la coreografía del video “Thriller” de Michael Jackson, una danza de zombis como títeres al ritmo de las tensiones de la música del fallecido rey del Pop. La vistosa y bien ensayada coreografía terminó con una montonera de estudiantes maquillados y «harapientos» en el piso que posaron como muertos vivientes. Fue una danza mediática que le dio realce a una actividad continúa de cuestionamiento sobre el porcentaje de asignación presupuestal que le debe dar el gobierno a la universidad pública y que para estudiantes, profesores y rectores, es desigual, no se ajusta a la realidad de las actividades que desempeñan e incumple con los acuerdos pactados con un gobierno que puede ser veloz para hacer tratados militares con los Estados Unidos, pero es lerdo, o estratégicamente lerdo, para llegar a una negociación sensata y concertada sobre la educación pública.

Otro acto ocurrió el 9 de noviembre en la Universidad de los Andes, en Bogotá: bajo el lema “¡Cae el muro!, ¡tumba el muro!” el Departamento de Ciencia Política hizo un llamado para “conmemorar la caída del Muro de Berlín 20 años después del acontecimiento histórico en Alemania” y tumbó una brevísima replica de tres placas del muro que fue construida al interior de la universidad, donde por más de tres meses la “comunidad uniandina” había reflexionado “sobre los muros intangibles que atraviesan la sociedad colombiana actual”. Así fue, se “reflexionó”, el muro cambió día a día, no paró de recibir consignas, un amplio grupo de personas lo usó para expresarse sin las limitaciones que ofrecen las vitrinas institucionales y lo convirtieron en una pared de frases que se levantaba y caía a punta mensajes; un soporte que a pesar de ser estrecho acogió todo tipo de infecciones verbales y gráficas, sirvió de contrapunto a la asepsia que caracteriza a la institución privada («La pared y la muralla son el papel del canalla»). Las frases repetían desde grafittis callejeros (“no reelijas a la rata que mata”) hasta citas cifradas en ruso y alemán («Uniandes: gegenüber von Montserrate und den Rücken zum Land gekehrt»); desde vistosos patrones decorativos hasta consignas a favor del aborto; desde frases repentistas (“Muchachos, están capando mucha clase, ¿no?”) hasta conocidos estribillos musicales (“All in all you are just another brick on the wall”). Al final, el muro cayó, y en su caída participaron estudiantes, un embajador e incluso el rector.

Ambos actos, el de las protestas de los estudiantes de la universidad pública y el de la “reflexión” de la universidad privada, muestran las dimensiones de nuestro espacio para la rebeldía, el espacio imaginado de la juventud (“la imaginación al poder” fue una de las frases célebres del movimiento estudiantil francés en mayo de 1968). Sin embargo, tanto en la danza macabra de los estudiantes de Pereira como en la licencia poética trimestral de la “comunidad uniandina”, resulta válido parafrasear la pregunta de Valencia Goelkel: “¿Cuándo toca dejar de ser rebelde?” Los estudiantes de la universidad pública tal vez pasaran de la aguda y festiva parodia a bailar algo más mundano (como la canción “El baile de los que sobran” del grupo Los Prisioneros: “nadie nos va echar de más, nadie nos quiso ayudar de verdad”); y los miembros de la “comunidad uniandina” tendrán que esperar otra glamorosa celebración de la historia para poder actualizar la memoria de una forma cotidiana, ágil y sugestiva, alterna a las sesudas investigaciones constreñidas al fuero de la excelencia, retóricas que logran obtener el reconocimiento académico pero tienen poca incidencia en la vida nacional. Pero estos dos destinitos fatales son a la vez clisés culturales, extremismo que elude el ir a la raíz, definiciones ajenas al radicalismo que uno espera de una reflexión universitaria; tal vez las bondades de estos dos actos recientes, su experiencia de singularidad, crítica y autocrítica, se sumen a una serie de lecciones aforísticas que sirvan para matricularse individualmente en una verdadera escuela de rebeldía y no en una comunidad zombi que confunde rebelión con reguetón y baila al ritmo que el estado, el mercado, las acreditaciones o la pereza le imponen.

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