Entre el compromiso artístico y el populismo estético

A propósito del 40 Salón Nacional de Artistas

La historia del compromiso artístico en Colombia, debido tal vez al carácter formalista que ha dominado la escena crítica, es más bien inexistente y, al nivel contemporáneo, tiende a ser poco significativa, como consecuencia de la redefinición del papel del artista, primero, como productor cultural y, luego, como simple agente de la industria cultural.

Sin embargo, en el contexto creado por el Salón Nacional de Artistas de este año, vale la pena revisar en líneas generales las posturas más recientes de los artistas “comprometidos” para dilucidar la significación de las obras y prácticas que los curadores presentaron al público.

El compromiso modernista

Los artistas asociados a la recepción de las primeras vanguardias, me refiero, por supuesto, a Enrique Grau, Alejandro Obregón, Fernando Botero, y Cía., articularon su trabajo ubicando en un segundo o tercer plano el compromiso político y se entregaron de lleno a la configuración de un lenguaje propio; meta claramente impuesta no sólo por el modelo ya concientemente modernista de su postura estética sino por la influencia del escenario internacional en donde lograron ubicarse durante un buen tiempo. Su compromiso político, en este sentido, en el mejor de los casos se daba en términos temáticos o de contenido, (recuérdense las obras de Obregón que nos mostró Carmen María Jaramillo en el Museo Nacional de Colombia hace unos años), o como respuesta a hechos políticos literalmente imposibles de ignorar. Ya sea por una solidaridad de clase o por una actitud “responsable” siguiendo el modelo de intelectual planteado por Sartre, estos artistas constituyeron un compromiso político más bien episódico.

Su compromiso “social” estuvo, entonces, fundado por la madurez del campo artístico que, para mediados del siglo XX, ya empezaba a gozar de cierta autonomía, sobre todo, en relación con los intentos de dominación frecuentemente realizados desde la Iglesia católica, los partidos tradicionales e, incluso, el campo económico. Lo que se conoce como “estética pura” dentro de la sociología del arte contemporánea, en Colombia, se consolidó con ellos y determinó que sus posiciones fueran cada vez más radicalmente enraizadas en la configuración de una obra de arte referida básicamente a las tradiciones artísticas instauradas y legitimadas por la crítica de arte modernista.

Taller 4 Rojo: el compromiso militante

Sin embargo, al entrar en escena los artistas nacidos en las décadas del treinta y del cuarenta, esta situación empezó a cambiar paulatinamente. Esta generación de creadores, sobre todo animados por el contexto configurado por el triunfo de la Revolución en Cuba y por la recepción del pensamiento marxista en el ámbito académico, sitúo la cuestión del compromiso social y político del artista en la perspectiva de la militancia política. En este contexto, artistas como Diego Arango, Nirma Zárate y Clemencia Lucena, entre muchos otros, se destacaron por sus planteamientos radicales y su insistencia en la constitución de un arte democrático, ligado al cultivo de la gráfica. A diferencia de los primeros, estos artistas, además de abordar temas relacionadas con la realidad política, se preocuparon por constituir un contexto de recepción democrático, reconociendo en la gráfica un medio indiscutible por su fácil distribución masiva. La creencia en la definición de la obra de arte como un objeto crítico y, por tanto, liberador, fue el eje de sus posturas plásticas. En sus obras, al lado de una factura plástica de alta calidad visual, la frontera entre arte y propaganda ideológica, en consecuencia, tendía a borrarse.

La emergencia del análisis académico sobre la violencia constituirá una inflexión muy importante para comprender las posturas “políticas” de artistas como Antonio Caro, Gustavo Zalamea, Miguel Ángel Rojas, Doris Salcedo, Oscar Muñoz, José Alejandro Restrepo, Rolf Abderhalden y María Teresa Hincapié. A la luz de la recepción de los pensadores asociados a la posmodernidad y a la lectura temprana de los estudios culturales, la proyección de sus obras hacia temas de orden social aparece como un imperativo ético y artístico que, además de plantear obras verdaderamente valiosas como respuesta al contexto político de violencia, con el paso del tiempo, les trajo réditos simbólicos muy significativos.

El compromiso interdicto

Al nivel internacional, aunque el modelo de artista comprometido encarnado por Joseph Beuys es, sin duda, el paradigma que definió el carácter político de la obra de un sector muy significativo de los artistas que han venido trabajando desde la última parte del siglo XX, la toma de conciencia sobre la especificidad de la autonomía del campo artístico y, en especial, sobre las prácticas de dominación ejercidas desde los campos de la política y la economía, ha obligado a los artistas comprometidos a trascender su postura romántica. En este sentido, la obra de Hans Haacke, al fijar su atención en el contexto ideológico configurado por lo que Pierre Bourdieu llamó la “revolución conservadora”, además de realizar un esfuerzo denodado por develar las diferentes formas de cooptación que el neoliberalismo ha desplegado a lo largo del todo el mundo y en todas las esferas de las sociedades, se ha venido situando como un nuevo paradigma dentro del arte comprometido.

De todas maneras, en el campo artístico, la imposición del modelo de sociedad norteamericana como paradigma universal de la cultura, trasplantado a Europa, Asia, África y Latinoamérica, a través de la exportación sistemática de los cuerpos teóricos y retóricos que los intelectuales de las universidades estadounidenses han construido para conceptualizar sus problemas sociales,[1] ha logrado neutralizar con relativo éxito la capacidad crítica de la obra de arte y, en particular, clausurar su potencial transformador, para convertirlo en un eje fundamental del populismo cultural que el neoliberalismo ha impuesto en todo el orbe, cuya principal función es lavar la imagen de las grandes empresas multinacionales.

Así, el arte ha sido un terreno privilegiadísimo para la reconfiguración conservadora del compromiso del artista. Con base en la terminología que la izquierda norteamericana ha utilizado para conceptualizar los problemas sociales estadounidenses, inflada a la altura de una épica conceptual progresista, pero completamente neutralizada al nivel político, se ha cooptado a la mayoría de los productores culturales, incluso a aquellos que se siguen considerando radicales. Bajo el manto de la modernización, además de pretender reconstruir el mundo, anulando las conquistas sociales, económicas y culturales de más de cien años de luchas, la retórica neoliberal ha establecido un nuevo modelo de artista comprometido que trabaja con la comunidad para maquillar de “inclusión social” los desbastadores efectos sociales que el orden económico dominante finalmente produce.

La vulgata violentológica

En Colombia, a la recepción y consolidación de la retórica de la revolución conservadora, se suma el debilitamiento de la capacidad crítica de la literatura sobre la violencia. En particular dentro del campo del arte, las anotaciones que la curadora y crítica independiente María Iovino ha planteado recientemente sobre este asunto son profundamente certeras. El análisis de la violencia ha sido el pivote articulador de buena parte de la obra de los artistas colombianos durante las últimas cuatro décadas; pero al convertirse en un canon temático, esta tendencia ha empezado a fundarse más en imposturas que en procesos rigurosos de investigación plástica; es decir, más en posiciones estratégicamente comprometidas que en una crítica verdaderamente penetrante e iluminadora. [2]

De esta forma, mientras en el contexto académico se empieza a observar una sobre-interpretación de los conflictos sociales, en el campo artístico empieza a generalizarse una “vulgata violentológica” que, alimentada por la terminología de la literatura posmoderna en todas sus versiones (estudios visuales, etc.), determinan la validación de las obras “fuertes” y, en consecuencia, el tipo de artista comprometido que domina la escena artística nacional.

Así, obras como la de Doris Salcedo, reconocida por todos como una artista extremadamente escrupulosa, aunque han ganado una visibilidad sin parangón dentro de la historia del arte en Colombia, han tenido un efecto político y cultural ambiguo. Aunque han llamado la atención internacional sobre los problemas sociales colombianos, en especial sobre la guerra interna y sus efectos inhumanos, al final, además de convertir en objeto de lujo las complejas realidades de las víctimas de la violencia, también han generado la canonización del tema y su comercialización. Estas obras, además de ser interpretadas dentro de la retórica de la revolución conservadora caracterizada por Bourdieu, han dado pie al agotamiento del marco conceptual académico que las universidades colombianas han construido para analizar la violencia. Si en un principio encarnaban la esperanza de un sector importante de la intelectualidad, hoy no generan otra cosa que suspicacias.

El compromiso sitiado

La aparición en la escena artística de los autores más jóvenes y los grupos creativos más recientes se presenta, entonces, en medio de un complejo contexto ideológico, signado por la consolidación de la retórica posmoderna y la institucionalización del proyecto de nación de la ultraderecha colombiana. Estos procesos corren paralelos a la neutralización de la capacidad de movilización de los sectores populares mediante estrategias mediáticas y/o artísticas que no hacen otra cosa que reencauchar el paternalismo y el caudillismo políticos de la primera mitad del siglo XX.

En este escenario, la práctica artística comprometida aparece literalmente sitiada. La estetización de las prácticas culturales populares, en este marco, aparece como la principal estrategia artística del arte comprometido pero, al mismo tiempo, como el más inminente peligro que enfrentan los artistas “sociales”. Normalmente, el trabajo con comunidad, aunque intencionalmente quiere lograr desencadenar procesos democráticos, tiene un efecto perverso. Al introducir al subalterno dentro de los circuitos de legitimación del campo artístico, estos artistas creen validar y hacer visible su universo cultural, pero lo que resultan suscitando en la mirada del espectador es, en el mejor de los casos, una exotización aún más subalternizante de la cultura popular. Creyendo que la anulación de la diferencia entre arte “culto” y arte “popular” dentro del campo artístico suscita un proceso democrático, en realidad perpetúan las diferencias sociales dentro del campo político. Al sacar del ámbito cultural en donde se presentan las prácticas sociales que quieren enaltecer, dejan incólumes las estructuras políticamente antidemocráticas que quieren combatir.

El efecto político de esta postura artística se presenta, entonces, como otra especie de populismo que no hace otra cosa que complementar orgánicamente el carácter mesiánico y conservador del proyecto cultural del actual régimen político.

William Alfonso López Rosas*

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* profesor del Instituto de Investigaciones Estéticas de la Universidad Nacional de Colombia; en la actualidad se desempeña como coordinador académico de la Maestría en Museología y Gestión del Patrimonio de la Facultad de Artes. Los comentarios a este texto se pueden enviar a walopezr@unal.edu.co

[1] Cf. Bourdieu, Pierre y Wacquant, Loïc. «La nueva vulgata planetaria» Le Monde diplomatique, mayo de 2000, p.: 6 y 7. Reproducido en Bourdieu, Pierre. Pensamiento y acción. Libros del Zorzal, Buenos Aires, 2002, p.: 122.

[2] Cf. Iovino, Maria. « Otros derroteros para el arte colombiano». (Ponencia sin publicar).