ensayo de un crimen

[de la conferencia Diez variaciones sobre arte y universidad]

En arte es necesario ver con sospecha el uso del término investigación. Lo podemos entender como categoría, pues las categorías sirven para organizar las cosas, pero deberíamos sopesar el término cuando se usa —con toda seguridad— para decir “mi investigación consiste en…”. Efectivamente las categorías sirven para organizar las cosas, pero cuando las categorías se usan sólo para asegurar las cosas, en ese momento, le dejan de servir al arte las categorías.

Es claro el ejemplo del cuento La carta robada escrito por Edgar Allan Poe. En el relato alguien que ocupa una alta posición política ha robado una carta cuyo contenido le da poder sobre una persona de más categoría. Se supone que el ladrón ha escondido la carta en su casa para tener el documento a su alcance en cualquier momento. Un prefecto de policía da cuenta ante un espectador y otro investigador de los caminos ciegos por los que lo ha llevado la investigación que busca recuperar la carta. El prefecto les narra como ha usado todos los métodos de rigor que la lógica policial le indica para hacer su investigación y cómo en la búsqueda de la carta ha tomado las precauciones habituales para mantener la objetividad y no ponerse en evidencia. Con gran sigilo los muebles, el suelo, los libros y cualquier posible escondite en la casa del ladrón ha sido escudriñado con nulos resultados, inclusive el cuerpo del ladrón ha sido objeto de una requisa mediante el artificio de un falso atraco. En éste momento Auguste Dupin, protagonista del cuento de Poe, demuestra interés por el caso. Luego de ser informado sobre el estado infructuoso de la investigación, Dupin dice:

“Cuando más pensaba en el audaz, decidido y característico ingenio de [el ladrón que robó la carta], en que el documento debía hallarse siempre a la mano si pretendía servirse de él para sus fines, y en la absoluta seguridad, proporcionada por el prefecto, de que el documento no se hallaba oculto dentro de los límites de las búsquedas ordinarias de dicho funcionario, más seguro me sentía de que, para esconder la carta, el [ladrón] había acudido al más amplio y sagaz de los expedientes: no ocultarla.”

Y en un encuentro posterior, para asombro del espectador y del prefecto de policía, Dupin cuenta como se hizo cargo de la investigación y ha encontrado la carta en un tarjetero puesto encima de la repisa de la chimenea de la casa del ladrón y que estaba “dividido en tres o cuatro compartimentos y con cinco o seis tarjetas de visitantes”. La carta, parcialmente a la vista, había sido arrojada ahí con descuido, “casi se diría que desdeñosamente”, anota Dupin.

No se usa éste ejemplo para abogar por un arte de lo obvio o adentrarnos en un oscurantismo de lo ilógico, o para plantear una moraleja sobre la visión, hacer un manifiesto retinal o un llamado grandilocuente a un mutismo verbal que se enconcha en el arte por el arte. Se menciona éste cuento para no obviar la atención por el detalle y hacer notar cómo el prefecto de policía en su investigación no ve la carta.

La férrea lógica investigativa de los representantes de cierta ley académica los lleva a ignorar la forma y favorece que los diálogos sobre la obra de arte se traduzcan a un estrecho formato discursivo; más que diálogos hay un monólogo monótono, más que voces surge un espectro autoritario que hace de lo académico una fantasmagoría. Para la investigación en arte se usan muchos hábitos que fueron prestados con afán por otras disciplinas y que consideran imprescindible un uso —casí atávico— de marcos teóricos, fuentes primarias y secundarias, citación excesiva y extensas bibliografías. De ésta manera se confeccionan abultadas investigaciones que se comportan de acuerdo al rigor de la dictadura ideológica del momento y que son útiles para aumentar los índices de producción de estudiantes, profesores, grupos de investigación y unidades académicas de las universidades. También, de ésta forma, todo investigador obtiene un aval metodológico que hace que todo lo que diga fluya bajo una apariencia de objetividad, finalidad y fundamento; y de ésta manera la frase “mi investigación consiste en…” no sólo afirma que el investigador ha hecho bien su trabajo sino que libera su conciencia de la culpa que produce hacer “algo” sin una finalidad específica y que es producto de una práctica ociosa y creativa —para muchos, el único argumento que les hace llevadera la vida es un puritano “trabajar, trabajar y trabajar”. Es común ver como día a día se forman grupos de investigación que se inscriben en áreas relacionadas con la estética, la historia o la teoría del arte y que a pesar de ostentar una capacitación académica —especializaciones, maestrías, doctorados— son incapaces de pasar de las buenas intenciones propias de un sistema ético a hechos estéticos —actos donde se pone en juego lo que se sabe. Cómo queda claro en el cuento de Poe, la lógica policial, o cierta lógica académica, revela un vacío en la sensibilidad de éste tipo de investigadores y al momento de buscar “algo” entre los recovecos de sus investigaciones el lector sólo verá frases que han logrado adquirir el tono de la época y las exterioridades del buen trato; especie de agregados de espuma que fluctúan a merced de las más caprichosas y zarandeadas opiniones; pero no bien se sopla en ellos para probarlos, las burbujas se desvanecen al instante (Hamlet).

El arte para ser aceptado como disciplina dentro de la universidad —en su trasteo de las escuelas de artes y oficios a los programas académicos— tomó los instrumentos de trabajo de otras áreas y los adaptó a exámenes de admisión; secuencias de materias; balances entre práctica, historia y teoría; sistemas de evaluación; proyectos de grado y tesis. Inicialmente éste podía ser un proceso mimético de camuflaje, casi de supervivencia, y apenas lógico pues, como lo dice Elías Canneti en su texto Karl Kraus, escuela de resistencia, “con instrumentos prestados se penetra en la tierra, que también es prestada y extraña, porque es de otros.” Pero ésta labor de imitación ya no basta y ha llegado e
l momento de atreverse a pensar el término investigación a la luz de la veracidad que han planteado algunas pequeñas excepciones o casos excepcionales —similares a la experiencia veraz del investigador Dupin— que irrumpen de una manera feliz dentro de la vida cotidiana de los programas de arte de las universidades; un caso puede ser una conversación, una crítica, una polémica, un proyecto de grado, un texto, una conferencia, una publicación, una serie consistente de materias, un cruce de disciplinas, etcétera… Finaliza Canneti, “de repente se ve uno ante algo que no conoce y se asusta y tambalea: es lo propio. Puede ser poco, un maní, una piedra pequeña, una picadura venenosa, un olor nuevo, un sonido inexplicable o una oscura y extensa arteria: si tiene el valor y la prudencia de despertar de su primer sobresalto, de reconocerlo y nombrarlo, empieza su verdadera vida.”

Es importante señalar que Poe nunca nos revela en su cuento el contenido de la carta y, a pesar de ser un narrador casi omnisciente que señala con detalle donde está cada cosa, es capaz de no ceder ante cierta incontinencia verbal que afecta a muchos escribidores; algunos aspectos del contenido de la carta se mantienen, sin remedio, en una zona de misterio (aunque Dupin hace “algo” adicional: no solamente recupera la carta sino que la reemplaza por otra que contiene una crítica ingeniosa y que se pone en juego en condiciones de igualdad con el acto criminal que enfrenta). Otro investigador, o escritor llamado Hermann Melville, en un voluminoso libro, que es un “vademécum” de tonos, modos narrativos y formas de investigación, da cuenta también de su labor y con valor y prudencia describe los límites a los que su arte lo somete:

 “Cuanto más examino ésta cola poderosa, tanto más deploro mi inhabilidad para expresarla. A veces tiene ademanes que, aunque embellecerían la mano de un hombre, son totalmente inexplicables. En una manada poderosa, éstos gestos místicos son tan notables que a algunos cazadores les parecen semejantes a los signos y símbolos de los masones, y así sostienen que la ballena habla de este modo inteligible con el mundo. De otros movimientos es también capaz el cuerpo de la ballena, llenos de extrañeza e inexplicables para sus más experimentados cazadores. Es inútil que intente disecarla: no puedo ir mas allá de la piel; no la conozco ni la conoceré. Pero si no conozco siquiera la cola de esta ballena, ¿cómo he de entender su cabeza? Y más aun, ¿cómo he de comprender su cara, cuando no tiene cara? ‘Verás mis partes posteriores, mi cola —parece decirme—, pero la cara, no podrás vérmela’, Pero tampoco puedo ver bien sus partes posteriores y no se que entiende la ballena por su cara. Repito que, para mi, no la tiene”.

—Moby Dick.

 

—Lucas Ospina

Profesor asistente

Departamento de arte,

Facultad de Artes y Humanidades,

Universidad de los Andes