El origen de la crítica de arte y los salones

El origen de la crítica de arte debe situarse en el contexto de la nueva sensibilidad que impone el ascenso de la esfera pública y liberal de la burguesía, la clase social determinante en el curso histórico de la Modernidad. Entonces, el surgimiento del ciudadano como parte integrante y constructor de un nuevo orden social se fundamenta en la convicción en la soberanía del individuo, cuyo acceso al conocimiento respalda su posición en la esfera pública.

Voltaire, d’Alembert, Condorcet y Diderot (mano en alto) en el Café Procope. Paris, finales del siglo XVIII.

1. El nacimiento de la crítica

El origen de la crítica de arte debe situarse en el contexto de la nueva sensibilidad que impone el ascenso de la esfera pública y liberal de la burguesía, la clase social determinante en el curso histórico de la Modernidad. Entonces, el surgimiento del ciudadano como parte integrante y constructor de un nuevo orden social se fundamenta en la convicción en la soberanía del individuo, cuyo acceso al conocimiento respalda su posición en la esfera pública. Sin embargo, si este encuentro entre sujeto y conocimiento amenaza ya de por sí el discurso oficial, cuestionándolo, será en el terreno de la sensibilidad donde el individuo halle su garantía última, al experimentar de manera privada y cierta su autonomía y libertad.
La universalidad de la experiencia estética, y a la vez siempre subjetiva, que dictamina I. Kant en su Crítica del juicio al final del siglo XVIII, es la conclusión de un arduo proceso que parte de la libertad de elección defendida por el humanismo que durante el Renacimiento aísla la figura de un hombre excepcional, el genio creativo, para extenderse paulatinamente al modelo del “diletante virtuoso” y el “amateur”, como grupo de individuos en continuo autoperfeccionamiento, hasta la consolidación de la existencia del público burgués, para el que el debate estético se convierte en símbolo y metáfora del ansiado cambio social, político y económico.
El juicio individual, junto al objetivo de crear un nuevo gusto más o menos consensuado, son piezas clave en la constitución de la identidad de la burguesía como clase dominante a través de la opinión pública, una noción típicamente dieciochesca(i), que subvierte la jerarquía tradicional en el orden de la verdad y, con ello, el valor asignado hasta entonces a los principios de conocimiento, cuyo dogmatismo es puesto de manifiesto por el criticismo ilustrado(ii). Una subversión que no habría sido posible sin la aparición de la prensa, a través de la que, en el paso del siglo XVII al XVIII, “las fuerzas empeñadas en conseguir influencia en las decisiones del poder estatal apelan al público raciocinante para legitimar sus exigencias ante esta nueva tribuna”(iii), como ocurre en el “caso modélico de la evolución inglesa”(iv), donde la prensa quedó libre de censura en 1695(v). Revistas como The Tatler, de Steele, y The Spectator, de Addison -imitadas a lo largo del siglo XVIII en toda Europa(vi)-, tipifican la unificación de un nuevo bloque dirigente a través de su discurso cultural, donde la burguesía descubre “una imagen idealizada de sus relaciones sociales”(vii). Las discusiones estéticas parecen dar cuerpo al principio de igualdad de derechos que, obviamente, continúa siendo mera abstracción – pero ahora supuestamente legitimada- en el terreno político-económico. Y si esta prensa no fue esencialmente política se debió a que “lo que el momento político exigía era precisamente ‘cultural’”(viii). La crítica (literaría, artística) no surge como un discurso especializado ni autónomo: “es más bien un sector de un humanismo ético general, indisociable de la reflexión moral, cultural y religiosa”(ix). Partiendo de que “todos estamos llamados a participar en la crítica”, pues “todo el mundo tiene una capacidad básica de juicio” (aunque las circunstancias individuales puedan hacer que cada persona desarrolle esa capacidad de distinta manera), el crítico aparece como un “mero portavoz del público en general, que formula ideas que se le podrían ocurrir a cualquiera y cuya tarea consiste en ordenar el debate general”(x).
A pesar del crecimiento extraordinario de la prensa, la invención histórica y cultural más importante de la época(xi), el alcance del nuevo estado de opinión dependió decisivamente de la aparición de otras “instituciones” complementarias, como los cafés ingleses y los salones parisinos(xii). Así se fue difundiendo la educación estética del nuevo público lector burgués(xiii). Según Hauser: “Al principio, el modo de pensar y la sensibilidad de los lectores aún se rigen por los de la aristocracia, educada en los criterios culturales y el gusto del clasicismo y aficionada al estilo claro y agudo, elegante e ingenioso; al poco tiempo, el ingenio se le antoja a la burguesía vano, incluso ridículo, y el contenido político, ético, social, emotivo y humanístico, incomparablemente más interesante y significativo que la forma estilística que la recubre”(xiv).
Todo ello basta para clarificar la ruptura que existe entre la crítica de arte y el resto de los géneros pertenecientes a la literatura artística precedente a la Modernidad: el memorialista, el tratado doctrinal y el tratado técnico(xv). Los tres desarrollados por expertos, cuando no artistas, y dirigidos a un ámbito profesional y muy restringido, representante de la norma, apoyada a su vez en la fe en la belleza atemporal del arte. Sin embargo, la nueva crítica artística surge como respuesta a la exigencia que plantea la existencia de un nuevo público de arte, en continua formación. A diferencia de la teoría del arte, se trata de “la valoración e interpretación escrita de un no-artista salido del público y dirigida a ese mismo público”(xvi), al que le urge identificarse con el potencial ideológico de un catálogo artístico renovado. Ya sean nuevos sentidos para viejas iconografías o la inversión en la valoración jerárquica de los géneros plásticos tradicionales, la atención se gira hacia un arte que habla del presente, independientemente de su supuesto valor futuro, esto es, hipotéticamente atemporal. Pronto se observa “un menosprecio de la técnica por cuanto la ‘habilidad’ es precisamente lo que el artista domina en contraposición con el crítico”, quien, en cambio, “conoce las interrelaciones”(xvii): aquellas que convierte al arte para la burguesía “en la quintaesencia de los bienes espirituales”(xviii). El juicio estético entonces es indisociable de la toma de postura personal y social; el gusto, que desde Addison ya no se “vincula con una belleza racional sino con la sensibilidad”(xix), se torna símbolo de libertad y, el arte, en campo fértil para la batalla ideológica. De la balbuciente y heterodoxa crítica de arte durante el siglo XVIII pueden decirse muchas cosas, pero no que es aburrida(xx).
Recorriendo un arco desde el didactismo al libelo, desde una perspectiva actual, parece explicar el fenómeno de la gestación del arte comprometido del XIX, que dará paso a la virulencia de las vanguardias; y se perfila como un modelo aún válido, donde se plantean ya problemas aún irresueltos, como las propias condiciones de exposición y contemplación, o el carácter discursivo del arte desde entonces. Incluso, aspectos que identificamos como plenamente contemporáneos, por ejemplo, el fenómeno del público como espectáculo, no fueron ajenos a las crónicas que relataron la expectación ante el arte del presente. Entonces, como ahora, los grandes debates de la crítica apuntaban a elementos constitutivos, considerados hasta el momento inamovibles, amenazando con sobrepasarlos y abriendo la experiencia estética a nuevos valores y transformaciones.
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Francois Joseph Heim (1787-1865) Carlos X hace entrega de los premios en el Salon de 1824 en el Louvre (1827)
2. La crítica en los salones
Opinión crítica, público, arte del presente, y un solo lugar de encuentro y confrontación: la exposición. Este es el círculo que cierra la experiencia estética moderna, definida por su autonomía. Y es también la aportación decisiva del siglo XVIII. Hasta entonces, el arte siempre había sido controlado por grupos de elite a quienes servían los artistas para satisfacer la ostentación de su poder, su riqueza o la defensa de sus valores ideológicos; y “la experiencia popular del gran arte, con independencia de la importancia y del impacto emocional que pudiera tener para las gentes que lo contemplaron, estaba abiertamente dirigida y administrada desde arriba”

(xxi). Una situación que hace inviable per se la existencia de la crítica, pues “sólo cuando existe un público para el arte puede existir la crítica de arte”(xxii), como su interlocutor necesario.

Sin embargo, ese público –y, por tanto esa crítica- no se afirmaron hasta que “desde arriba” no se reconoció su importancia para el progreso del arte. Por ello, a pesar del incipiente mercado artístico desarrollado a partir del Renacimiento y que alcanzó el gusto popular en los Países Bajos durante el XVII, frente al tradicional patrocinio artístico, el surgimiento histórico de la crítica de arte fue una consecuencia, y como veremos no tan deseada, de la importancia que la Academia Francesa concede a las exposiciones públicas en su afán de lograr el “grand goût” con el que imponer en Europa su pretendida hegemonía artística(xxiii).
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Publicidad del arte
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En los estatutos de la Académie Royale de Peinture et de Sculpture, fundada por Colbert y Le Brun, en 1663, figura, como uno de sus cometidos, organizar “ejercicios públicos” con los que dar a conocer el trabajo de sus miembros. Un año antes, el clasicista Fréart de Chambray, en su Idée de la perfection de la Peinture (1662), convencido de que para todo arte existe sólo una verdad, había defendido el interés de dar a conocer al público ese arte, que acabaría con la decadencia contemporánea, debida a la dispersión en la opinión, a menudo errática, de unos pocos “semi-cultos”(xxiv)(atraídos por la “el atrevimiento del pincel”, “la belleza quimérica” y la “furia” barrocos). Sin embargo, es a un público restringido, culto, compuesto por los propios artistas, amateurs y coleccionistas, al que están dirigidas las primeras exposiciones de la Academia(xxv). Luego, ante el éxito inesperado, se tornan didácticos. En 1673, se habla del ambiente multitudinario, lo que obliga a prolongar su celebración desde el 25 de agosto al 3 de septiembre. Tras un largo intervalo, la exposición de 1699, promovida por el recién elegido Roger de Piles, “connaisseur de premier odre” y paladín de los Modernes, nace con mayores ambiciones: se traslada al Salon Carré del Louvre (del que la exposición tomará a partir de entonces el sinónimo de “salón”) e introduce el uso de la guía de mano (el livret), a la venta para los visitantes. A través de estas guías podemos hacernos una idea de la disposición de los cuadros, que hasta entonces sigue los hábitos de las colecciones privadas de la época(xxvi). Y es esa disposición, a manera de indicación topográfica, la que predomina a expensas de la información relacionada con los propios cuadros, referentes a su autoría y género. Se supone, por tanto, un público poco adiestrado. Por supuesto, no hay ninguna consideración de valor.
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Este es el mismo tono que encontramos en la prensa oficial. A finales del siglo XVII, el Mercure de France ya publicaba descripciones de cuadros del momento, estudios sobre grabado y otras noticias sobre los actos de la Academia(xxvii). En 1699, dedica una nota de dos páginas a la exposición y observa de manera genérica que el público ha admirado las obras, acordando que “sólo Francia es capaz de producir tantas maravillas”; sin ningún juicio concreto. Sin crítica.
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El cambio de sensibilidad en Francia
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Sin embargo, en el largo interludio entre 1704 y 1737, periodo en el que prácticamente se interrumpen las exposiciones oficiales, se introducen importantes novedades, tanto en la reflexión de los teóricos sobre la cuestión del gusto como en los hábitos del público.
Los tratadistas de principios de siglo, como André, Crousaz y, sobre todo, Du Bos, ponen de manifiesto el cambio de concepción de principios del siglo XVIII, comenzando a dar cuenta del problema del relativismo del gusto frente a la norma atemporal. Yves-Marie André, en su Essai sur le Beau (1715), admite junto a la beauté essentielle una belleza arbitraire, dependiente del hombre. Ese mismo año, Crousaz, en el Traité de Beau, diversificaba aún más la belleza en virtud de los placeres deparados, en relación, algunas, a nuestro intelecto y otras, al corazón.
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Pero es Jean Baptiste Du Bos, con sus Réflexions critiques sur la poésie et la peinture (1719)(xxviii), quien se acerca más a la nueva estética empirista inglesa (Addison, Shaftesbury …) centrada en la experiencia subjetiva. Para Du Bos, el arte no habla a la razón, sino al sentiment. Reglas y técnicas quedan descalificadas, desvaneciendo al artista -y los demás especialistas- como jueces supremos de la obra, mientras se afirma ese sentimiento como cualidad común entre el público.
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Durante los primeros decenios del siglo XVIII, las exposiciones ligadas a acontecimientos populares crecieron en importancia, “en parte como reacción consciente a la ausencia de un Salón”(xxix). El arte se fue abriendo paso hacia la sociedad a través de festividades religiosas, mercadillos y otras ferias que acabaron por hacerse tradicionales(xxx). En París, como en otras ciudades europeas, era ya tradicional exhibir objetos valiosos y pinturas, adornando la calle y los balcones al paso de la procesión del Corpus Christi. También en las ferias, como la de San Lorenzo, los cuadros se hallaban mezclados con todo tipo de objetos, como variopinta y compleja era su clientela. En la de San Germán abundaba la pintura flamenca, cuyos géneros menores atraían la atención de los burgueses, favoreciendo un gusto muy alejado de los principios académicos. En la Place Dauphine, muchas veces los cuadros eran proporcionados no por los artistas, sino por los coleccionistas. El Mercure habla de obras de, entre otros, Watteau, Charles Coypel y Chardin(xxxi), y periódicamente informa de las preferencias del público, por ejemplo: en 1725, las naturalezas muertas y escenas de caza de Oudry; en 1732, los trampantojos de Chardin.
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Cuando en 1737, gracias al ministro de hacienda Philibert Orry, se instituye el Salón con carácter periódico(xxxii), se saluda como un triunfo popular. De hecho, es la primera exposición institucionalizada en Europa, de libre acceso, en un marco secular y con una finalidad específicamente estética. De repente, el público se ha convertido en el único censor y el verdadero protagonista, como se indica en el reportaje del Mercure: “No se hará observación alguna sobre las bellezas o los defectos que han hecho que se elogie o censure diversas piezas. No se está lo bastante seguro de las observaciones del público para entrar en estos detalles; temeríamos, por otra parte, perjudicar a la exacta imparcialidad de la que nos enorgullecemos; pero no se omitirá nada absolutamente notorio, histórico, instructivo”. Desde 1737, los livrets suponen un mayor refinamiento de los visitantes. El énfasis en la distribución de las obras disminuye a favor de una división entre pintura y escultura, junto a la enumeración de los artistas en función de su rango académico(xxxiii). Al visitante se le presume no sólo facilidad para orientarse espacialmente sino, sobre todo, juicio soberano: “Como quiera que los votos del público ilustrado otorgan a cada obra su verdadero valor, y el conjunto de estas opiniones forman las reputaciones ¿Qué medio más justo podría encontrarse de poner al público en condiciones de decidir con justicia que la exposición de los resultados de las tareas de la Academia?”(xxxiv). Sin embargo, a pesar de los esfuerzos, la escisión entre la “cultura jerárquica y la aceptación democrática”(xxxv) no dejará de crecer.
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Muy pronto los académicos, tanto funcionarios del Estado como artistas, quedan defraudados ante el rechazo del supuesto “gran gusto” por una buena parte del público, que no es ni mucho menos lo homogéneo y acorde que se quisiera. Inmediatamente, surge otra prensa no oficial, formada por literatos y libelistas, que intenta hacerse portavoz del gusto burgués y popular. Los artistas y coleccionistas se ven enfrentados a nuevos “valores emergentes” y clientes. Los intentos por salvar estas diferencias parecen caer en vano. Con un Salón cada vez más frecuentado, la institución del primer jurado de selección en 1748 sólo consigue que al año siguiente los artistas se nieguen a participar. Todavía en 1750, la crème de la Academia –Boucher, Coypel, Natoire, Bouchardon-, conscientes de que no tienen nada que ganar y mucho que perder, al contrario de artistas cuya pertenencia a la institución aún no había sido aceptada, se niegan a presentar sus obras.
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El debate académico y la calle
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Pero los académicos no constituían ningún bloque. A mediados de siglo se inicia el primer gran debate de la historia de la crítica, cuyo tema es precisamente la crítica misma: es decir, la cuestión de quién es capaz de juzgar e imponer su juicio y con qué criterios. Lo que está en juego es un recambio de estilos artísticos (rococó, costumbrista, neoclásico); es más, la conquista del género histórico, considerado hasta entonces el más completo y elevado en la representación; a la larga, la independización de las artes plásticas de las poéticas dramáticas; en el fondo, el aviso de la destrucción icónica del Antiguo Régimen: la experiencia estética del arte como mediación de los nuevos ideales éticos y políticos.
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La polémica prende a raíz de la publicación en 1747 de las Réflexions sur quelques causes de l’état présent de la peinture(xxxvi), una reseña razonada de las obras expuestas en el Salón de 1746, a cargo de La Font de Saint-Yenne, considerado hoy el primer crítico de arte. Lo que escandaliza de La Font es que retome, desde una perspectiva concreta y actual, el argumento universalista de Du Bos: la opinión pública “se engaña raramente cuando todas sus voces se concilian sobre el mérito o los defectos”. El arte, viene a decir, es cuestión y propiedad pública, como la bien difundida literatura, tras más de dos siglos de imprenta, o mejor, como el teatro, ágora de la sociedad desde Grecia: “un cuadro expuesto es un libro dado a la luz de la imprenta (…), una pieza representada en el teatro”, en donde, tal como era usual en la entonces tumultuosa experiencia de la Comedia Francesa, “cada cual tiene derecho a pronunciar su juicio”. Por otra parte, las opiniones de La Font -que él creía, como fue habitual en los periodistas de la época, representativa del público- eran bastante comedidas. Sostiene la superioridad de la pintura de historia sobre los demás géneros(xxxvii) y sólo condena los retratos aduladores y los temas frívolos de moda, lo que pudo herir a algunos artistas de prestigio, como Boucher(xxxviii), quien rechazará asistir al Salón.
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En todo caso, desencadena una cadena de argumentos y contrargumentos, tanto en la prensa como en la Academia. El pintor Charles Coypel, recién nombrado primer pintor del rey y director de la Academia –al fin y al cabo, una institución corporativa heredera de la maìtresse, que había combatido para llegar a existir-, rechaza la situación en la que las Réflexions de La Font parece haber dejado al artista, cuya reputación y clientela penden de las opiniones arbitrarias del crítico. En respuesta al texto de La Font y para defender los derechos de sus colegas, Coypel lee ante la Academia el 5 de agosto de 1747 un diálogo(xxxix) entre dos personajes, Céligny y Dorsicour. Céligny sostiene que se han de tener en cuenta las “decisiones” de los amateurs autorizados, y Dorsicours responde: “¡Sus decisiones! Decid más bien sus sentimientos (sentiments). Ellos proponen su opinión a la gente del oficio, y no se figuran que, no habiendo manejado el pincel, puedan saber de pintura más que los mejores pintores”. Pero la defensa de la técnica no basta. Abundando en la argumentación, se llega a la conclusión de que para conocer el valor de una obra basta con compararla con la naturaleza, por lo que incluso el público profano sería competente para juzgar. Sin embargo, replica Dorsicours, “es triste abrumar a gente honrada que no han trabajado sino con la esperanza de agradarnos y a quienes la mala acogida ya ha mortificado bastante”. Desde esta posición, a la crítica le queda un estrecho margen de maniobra: “Si elogio sin distinción todas las obras expuestas a la mirada del público, deshonro al entendido (connaisseur), y si, para sostener la reputación del entendido, desprecio, con mi discurso o con mi silencio, cierto número de cuadros, sufrirá el hombre cortés”. En definitiva, lo que irrita a Coypel es la publicación de las críticas, que “pasan a provincias y a las cortes extranjeras donde difunden los prejuicios de que el escritor mismo está lleno”. Es decir, el espectador profano de las exposiciones es aceptado como juez a condición de que no imprima sus sentencias. El arte debía seguir siendo coto cerrado de la Academia.
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La resistencia a aceptar al “público” más allá de una minoría cultivada queda patente en los escritos de los miembros de la Academia a lo largo de la década de los cincuenta. Aun cuando sus posiciones fueron diversas, o incluso rivales, formaban un bloque ante la fé democrática de La Font: “Solamente en la boca de esos hombre firmes y justos que componen el Público, que no tienen lazo alguno con los artistas … podemos encontrar el lenguaje de la verdad”. En su conferencia Sur l’amateur, el conde de Caylus(xl), eminencia gris de Coypel, exige del que puede enjuiciar la obra de arte no sólo gusto y observación de la verdad, sino también conocimiento de las técnicas propias de cada arte. Es preciso que el futuro amateur dibuje “del natural, por imperfecto que pueda ser su estudio” y que un mentor sabio, que sólo se podrá encontrar entre los pintores, le enseñe “los medios que el arte emplea para expresar la naturaleza” y “sobre todo conduzca su sentimiento a la admiración así como al deslumbramiento que causen sus bellezas”. Entonces, tal vez se encontrará “en condiciones de hablar de la pintura con una precisión (justesse) y un sentimiento fundados sobre el conocimiento de la naturaleza y de sus perfecciones comparadas con las elegantes medidas que los griegos nos han dejado en sus bellas estatuas”.
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También Charles-Nicolas Cochin defiende en el prefacio de su viaje a Italia a los artistas como “los verdaderos jueces”(xli). La idea la amplía en una disertación pronunciada ante la Academia en 1758 sobre los conocimientos que es necesario adquirir para juzgar sólidamente sobre las artes del diseño(xlii). Sin mencionar a Caylus, su postura es todavía más rígida. Descartado el gusto como capacidad soberana, sólo el hombre del oficio puede dar una opinión autorizada. No basta comparar la obra con el natural. Para juzgar es preciso saber dibujo (anatomía), composición, color, …; ni siquiera la expresión de las pasiones es asunto del que todos sepan. Finalmente, para Cochin, incluso los meros profanos que juzgan por el sentimiento son preferibles a los presuntos entendidos. Un año después, y según confiesa en sus Memorias(xliii) al dictado del propio Cochin, Marmontel publica en el Mercure una reseña del Salón donde niega explícitamente el símil pintura/literatura de La Font: “Tengo por principio que un cuadro, una estatua no pertenecen al público como un libro; el escritor que los desprecie en una crítica imprudente será comparable al artista del perjuicio causado”.
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Pero no todos tomaron partido en contra de La Font. El abate Le Blanc es buena muestra de las posiciones radicales que la primera crítica de La Font despertó entre los modernos. Le Blanc ataca el culto de lo antiguo y proclama que como el arte es imitación de la naturaleza, todo homme d’esprit puede juzgar los méritos de un cuadro, concluyendo el derecho absoluto de la crítica al elogio o la censura(xliv).
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Pero fue la censura oficial lo que se intentó imponer a los críticos no oficiales. A pesar de los impedimentos, la crítica anónima siguió creciendo. Junto al Mercure y el Année littéraire, que divulgan las opiniones de los académicos, surgen dos nuevas gacetas, la Feuille nécessaire y el Observateur littéraire, que levantan la indignación en los círculos oficiales, e innumerables folletos ocasionales con un tono siempre partidista, apasionado, satírico, a veces ofensivo e injurioso. Se decantaron por “lo más fácil”, tal como había previsto Cochin ante la propuesta de Laugier de publicar una revista de arte y arquitectura: “Este tipo de publicación puede degenerar antes de nada en críticas, burlas y juicios infundados. Cualquier escritor se persuadirá fácilmente a sí mismo de que el negativismo divierte al público y que así podrá vender cuanto escriba. El egoísmo impone su ley, y todo se reducirá a una serie periódica de insultos que ofenderá a nuestros artistas, cerrará los estudios y arruinará las exposiciones públicas, que son por cierto más útiles a las artes que los argumentos de esos hombres de letras que apenas saben nada”(xlv). Entonces, el Salón se convierte en campo de batalla. Artistas y coleccionistas, amateurs, académicos, parlementaires e ilustrados, críticos oficiales y clandestinos, todos quieren imponer su gusto invocando los valores de la “nación francesa”. Arte y política se entrelazan y el discurso del mundo del arte queda alterado definitivamente.
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Ante la indiferencia que el público muestra hacia gran parte de la pintura expuesta, comienza a hablarse insistentemente del estado de decadencia del arte francés y de la necesidad de una reconstitución que lo salvaguarde. Todos miran hacia el gran género, la pintura de historia, que se encontraba en franco declive(xlvi), pero sin determinar un programa coherente. Habrá que esperar a la época prerrevolucionaria para que el gran público se identifique con el simbolismo democrático de David. Sin embargo, la vuelta a un orden ideal, y consecuentemente moral, decide que el acuerdo se vaya cerrando en torno a la demonificación del estilo galante, aunque “el programa anti-rococó en sí mismo era, en su rechazo de lo sensual, lo abundante y lo mundano una negación tanto de impulsos y complacencias populares como lo era de los gustos privados de los ricos y la corte”(xlvii). A partir de ahora y durante la Modernidad, el ascetismo y la seriedad de la pintura serán argumentos a tomar en cuenta en sus sucesivas reconstituciones.
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Rocío De la Villa*
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