El fin de la clase media en el arte

“El cambio principal, del que la gente no se ha dado cuenta, es que ya no hay una clase media —hay una clase de cortesanos, que seríamos usted y yo—. Somos meseros intelectuales para gente inmensamente rica. En consecuencia, comparado con los ingresos de los coleccionistas actuales, el arte es más barato que nunca: una compra que significaría mucho para una pareja de medianos ingresos es nada para esta gente. Los coleccionistas no entienden la geometría de la elevación de precios en el arte, espacialmente del arte histórico. Ellos lo reinvierten todo muy pronto, lo que daña el mercado y no les importa. Siempre quise vender arte de tal manera que el coleccionista se lo llevara y dijera, “¡Por US$40.000!— ¡Y basta con mirarlo!”

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Dave Hickey, estadounidense, escritor de cuentos cortos, ensayista, marchante atípico, profesor por defecto y crítico tempestuoso, anunció hace un par de años una suerte de retiro de toda actividad pública relacionada con el mundo del arte. En una entrevista le preguntaron por sus experiencias de más de medio siglo por universidades, galerías, ferias, bienales y museos, y cuando le pidieron que describiera el mayor cambio que había presenciado, Hickey respondió: “El cambio principal, del que la gente no se ha dado cuenta, es que ya no hay una clase media —hay una clase de cortesanos, que seríamos usted y yo—. Somos meseros intelectuales para gente inmensamente rica. En consecuencia, comparado con los ingresos de los coleccionistas actuales, el arte es más barato que nunca: una compra que significaría mucho para una pareja de medianos ingresos es nada para esta gente. Los coleccionistas no entienden la geometría de la elevación de precios en el arte, espacialmente del arte histórico. Ellos lo reinvierten todo muy pronto, lo que daña el mercado y no les importa. Siempre quise vender arte de tal manera que el coleccionista se lo llevara y dijera, “¡Por US$40.000!— ¡Y basta con mirarlo!” Siempre tuve la esperanza de que podía haber alguna transubstanciación del valor del dinero al valor del arte.”

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El cantante David Byrne, de la banda Talking Heads, se preguntaba en un artículo reciente: “¿Ya no me interesa más el arte contemporáneo?”, y se respondía en la misma línea de Hickey: “No es noticia que el mundo del arte está al servicio del 1% más millonario […] El desmembramiento en curso de la clase media ha afectado mi modo de ver. Esto significa que nadie, excepto los muy ricos, son el público objetivo para ver el arte en las tiendas de las galerías: cualquier otro que piense que este arte estaba a su alcance debe resignarse a desaparecer del espectro económico […] Esto no necesariamente es una crítica a los artistas —es más sobre cómo mi percepción ha cambiado.”

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Hickey y Byrne cantan desde el primer mundo una opereta a la desesperanza que acá, en Colombia, dados los alcances del mercado, apenas llega al nivel de tuna folclórica. En los extremos del espectro criollo podríamos tener dos hits económicos que, mal leídos, son síntomas de triunfo: el primero, la compra reciente por más de $1200 millones de pesos que hizo el único coleccionista pudiente del país a la artista mejor posicionada en el escalafón de la inteligencia mundial: la “compra de tres unidades del obra plegaria muda” por “US$686.560.400”, como reza en el informe de contratación de 2013, que hizo el Banco de la República a la Galería Alexander and Bonnin que representa a nuestra Doris Salcedo en Nueva York. El segundo ejemplo podría ser la Feria del Millón, una feria paralela a la Feria de Arte de Bogotá, donde lo que importa es el precio: cada pieza expuesta “vale un millón de pesos (o menos)”. En la versión del 2013, expuso 42 artistas escogidos entre 365 solicitudes y se vendieron el 92% de las obras exhibidas.

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En la mitad de ambos ejemplos está la inopia: unos cuantos coleccionistas —dicen que son más o menos 25 en el país— que de vez en cuando compran arte. Y lo compran dominados por un sexto sentido, por un fervor errático y caprichoso que, más temprano que tarde, termina convertido en un juego inaprensible y volátil. El mundo del arte es un espejismo para inversionistas, es una isla, es el único espacio de la tierra donde el dinero no sabe lo que compra y la incertidumbre misma sobre el valor de lo real se convierte en experiencia.

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Mientras tanto para una masa ingente, y cada vez mayor de artistas, de los más de 500 que salen egresados año a año de la universidad, el modelo de negocios del arte —por más industrias culturales que le metan— no funciona. A los artistas cachorros nadie parece haberles dicho que el arte no es una profesión, que aparte de las becas estatales y de una que otra migaja filantrópica, lo mejor es que se inventen una forma de automecenazgo que los haga menos vulnerables a las fluctuaciones sociales de un sistema económico aleatorio. El arte solo es negocio para el que niega el ocio, el artista proclama el ocio, el negociante, en cambio, todo lo convierte en trabajo y, por ende, en dinero.

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Pero el arte no es de ricos o de pobres, es algo que anda por ahí, es de todos y es de nadie, es un espacio desclasado para los que se atreven a hacerle el quite a la bancarrota vital, que es lo que a final de cuentas marca el auge o el declive real de toda vida y toda escena.

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