La entrada más leída desde hace ya años en esferapública.org, uno de los pocos portales web dedicados a la crítica de arte, es un texto de Luis Camnitzer –conferencia en un origen– titulado “La Enseñanza del arte como fraude”. Allí el autor se explaya en dar cuenta de los errores de bulto en que incurre la enseñanza del arte, cifrados éstos en ser copia de la promoción científica y técnica que atañe al resto de saberes y cuyo resultado fuerza a comprender el arte no como forma de expandir el conocimiento sino como medio de producción: “de esa manera, señala Camnitzer, lo que inicialmente había sido ‘arte como una actitud’ pasó a ser ‘arte como una disciplina’, y peor aún, ‘arte como una forma de producción’”.
Reducida en enseñanza productiva –enfatizando el ‘cómo’ más que el ‘qué’ y el ‘para quién’–, el arte se pliega a la promesa según la cual “la información técnica sirve para formar al profesional y que después de adquirir esta información uno podrá mantener una familia”. Es decir, básicamente “se puede afirmar que la enseñanza del arte se dedica fundamentalmente a la enseñanza sobre cómo hacer productos y como funcionar como artista, en lugar de cómo revelar cosas”.
Aún siendo imposible en este breve texto señalar todas las razones para este acento desmedido en la producción, sí que es cierto que en la base está el que esta política de enseñanza artística –además, digo yo, de revelar las envidias y recelos del conocimiento estético en relación a otras instancias cognitivas más valoradas por la sociedad y por la ideología que la funda– tiene la capacidad de, a través de un régimen de incluidos y excluidos, generar al mismo tiempo su agente productor y su público, su mercancía y su mercado. Es decir: a través del prerrequisito de un “paso por la academia”, el arte crea un nicho de mercado con la capacidad de saturación necesaria para construir su propia esfera, su propio edificio funcional.
Señalo esto porque si bien ya estaba en el ambiente hace tiempo –ver por ejemplo otro texto en esferapública.org acerca del devenir del artista como concursante y, por ende, del arte en un Gran Hermano global–, el texto de Marisol Salanova publicado recientemente en Exit-Express ha supuesto un repentino darse de bruces con algo que estaba ahí delante: el sistema del arte como cárnica, como proceso endogámico donde “quienes entran al ruedo están atrapados en un sistema que permite vivir de él una buena temporada si, con suerte, juegan bien sus cartas, o que te expulsa al no-lugar de los que superan el límite de edad sin haber pasado por ganador de este o aquel certamen, provocando una terrible sensación de fracaso”. También Javier Díaz-Guardiola, escribiendo sobre esta edición deGeneraciones y de su hermana gemela Circuitos, plantea esta misma situación comentando que “es que lo de las becas y premios no da sólo pie a un nuevo tipo de artista, sino también a todo un entramado profesional del que así mismo se hacía eco Salanova”.
Es esta situación endogámica y autoreproductiva del arte, su saberse ya desde el principio un eslabón más en una cadena que opera a ritmo frenético –¿cuántas salas por llenar?, ¿cuántos premios por dar?, ¿cuántos másters por realizar?– la que hace que todas las propuestas merecedoras del premio Generaciones sean, en el mejor sentido de la palabra, impolutas y perfectas. No hay riesgo ninguno en asumir que todas las obras son ganadoras netas: entran en los parámetros del arte como un calzador, se asientan en sus coordenadas como expertos ejercicios estéticos, manejan el lenguaje con una precisión de cirujano. Nada dejado al azar, hay como señala también Díaz-Guardiola un poco de todo: de video, de instalación, de escultura. Y hay, siempre y en todas ellas, la perfección maquínica de saberse la lección al dedillo: hay el esfuerzo desmesurado por querer entrar en el sistema, de haber pasado por todos los peldaños y escalones. Hay la seriedad de quién sabe que su futuro depende de entrar en el régimen administrado que el sistema-arte impone.
Aunque bien podríamos hacernos eco sobre todo de las dos piezas que más nos han interesado –las de Rosana Antolí y Lorenzo Sandoval–lo fundamental que queremos señalar, lo que consignan los críticos más arriba citados y que aquí recogemos, no es tanto la negación de tal o cual artista, de tal o cual premio, o de determinada orientación en los estudios universitarios: el problema es que la retícula autoproductiva del arte ahoga al propio arte, lo desancla de su vis insurgente y dialéctica. En este sentido, Camnitzer señalaba que lo pernicioso sobre todo de este engranaje sistémico es que anula precisamente el potencial disruptivo del arte: ensayar con tomas de decisiones no ‘útiles’ al sistema, probar con ejercicios de responsabilidad no filtrados como óptimos en las expectativas de éxito y fracaso. Es decir: jugársela, probar, arriesgar.
Si el arte es espejo duplicado de la sociedad en la que se inserta –cosa no del todo cierta pero que vale para entablar ciertas analogías– es normal que esto sea así. En nuestro mundo nada hay que escape a ser medido, catalogado, serializado, domesticado. Ahora cuando parecía que la diversificación y la diferenciación harían posible la creación de nódulos críticos, de conductores alternativos con capacidad de ficcionar, de alternadores dinámicos capaces de catalizar realidades alternativas, resulta que estamos –todos– cortados por el mismo patrón: esforzándonos y dejándonos los cuernos por ser asimilados por el sistema.
Generaciones 2017
La Casa Encendida, Madrid: 03/02/17-23/04/17
Javier González Panizo